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Pasé la noche en Hog Heaven, que es como los primeros colonos llamaron a Moscow (Idaho) tras contemplar el deleite gustativo de los cerdos al aspirar las raíces de la camasia. A pesar de que los colonos se opusieron a comer los tubérculos en cuestión, estos fueron el alimento básico indio que contribuyó a sustentar a la expedición de Lewis y Clark.
Los ciudadanos intentaron contrarrestar más adelante el cochino nombre y cambiarlo por Paradise, pero resultaba demasiado inverosímil. En 1877, un emigrado de la Costa Este solicitó una autorización postal bajo el nombre actual para enaltecer Moscow (Pensilvania). Aquello puso fin a la tontería; pero todo lo que puedo decir es que a muchos residentes, incapaces de ponerse de acuerdo sobre si la última vocal es un diptongo o no, el topónimo Moscow les gusta tan poco como Hog Heaven.
La noche antes de salir de viaje me encontré con Fred Tomlins. Su mujer y él vivían en Moscow. Él me había dicho, tal y como hace la gente imprudentemente: «Si alguna vez pasas por nuestro rincón (ja, ja), visítanos». Así que lo hice.
Tomlins pilotó doscientas veinticinco misiones de combate a bordo del F-100 Super-Sabre en Vietnam y fue condecorado con tres Cruces de Vuelo Distinguido. Después de su periplo, concluyó su servicio en las Fuerzas Aéreas como piloto de pruebas en Georgia. Se trasladó al norte de Idaho, donde intentó ganarse la vida haciendo juguetes de madera, pero no le funcionó. Habló con varias compañías aéreas sobre la posibilidad de volar para ellas, pero a los treinta años ya era demasiado viejo. Así que Tomlins se puso a estudiar un máster en Gestión de Parques Naturales en la Universidad de Idaho. La noche en que lo vi alguien me había contado que su mujer y él miraban más televisión —especialmente concursos— que ninguna otra familia de dos miembros en el país. Tomlins me dijo en privado que era mentira. Habían quedado terceros en los campeonatos regionales.
Le llamé después de desayunar. Me propuso que quedáramos para comer en un nuevo local mexicano enclavado en una antigua gasolinera.
—No me acuerdo del nombre —me dijo—, pero la encontrarás. Es la única gasolinera de la calle principal donde sirven enchiladas. Aunque no margaritas.
Le gustaban mucho los margaritas.
Una vez en el local, el Moreno’s, nos hicimos con una mesa más o menos en el lugar en que había estado la fosa. Los dueños servían un buen almuerzo, pero estaban cansados de las bromas sobre «reponer combustible».
—¿Qué te parece Palouse? —preguntó Tomlins.
—Es un extraño pedazo de tierra. Hermoso.
—¿Quieres que lo sobrevolemos esta tarde? —No era un hombre que se anduviera con rodeos.
Después de su clase de tarde condujimos quince kilómetros hasta el aeropuerto de Pullman (Washington). Pullman, sede de la Universidad Estatal de Washington, y Moscow son las «ciudades universitarias». Alquilamos un Cessna 150 y volamos rumbo al sudeste, hacia la zona inferior del cañón del río Snake.
—¡Hoy he leído que la capa superficial de suelo fértil de la región de Palouse puede alcanzar los treinta metros de profundidad! —exclamé por encima del motor y del viento.
—Falso. Sesenta metros. Es la primera tierra de cultivo del país que se vende a razón de mil dólares por acre.
—¿Cómo se consigue una superficie fértil de sesenta metros?
—No es todo mantillo fértil en el sentido habitual, sino que se trata de tres capas distintas. La primera es cieno, la segunda es una tierra más fina, y la tercera es loess: polvo glacial soplado por el viento, mantillo viejo. Es un material absorbente que conserva el agua. Y debajo de todo eso tienes roca volcánica. ¿Raro, verdad? Polvo glacial sobre lava.
Volamos tan bajo durante gran parte del tiempo que pude ver a los hombres en tractor arando rastrojos y levantando elevadas estelas de polvo. Los camiones, que avanzaban por las formidables alturas, parecían humeantes cargueros marinos.
Tomlins señaló a una manada de caballos Appaloosa.
—La raza se llama así por los palus. Los indios se inventaron a los Appaloosas y el hombre blanco los descubrió. La raza casi se extingue después de que los nez percés fueran desterrados de aquí y de que el ejército vendiera sus caballos en la década de 1870. Pero en la década de 1930 unos angloamericanos empezaron a trabajar para salvar la raza gracias al linaje puro que todavía conservaban los nez percés. Ahora hay montones de Appaloosas.
El tipo era un buen piloto y no tenía reparos en mostrar su destreza. El horizonte se inclinaba sobre su eje como un balancín, la aguja del altímetro oscilaba de un lado a otro como un limpiaparabrisas y el estómago se me subió a la garganta.
—¿Sabes qué es lo que me gusta cuando estoy aquí arriba? —me preguntó.
—¿Tu paracaídas?
—La simplicidad. Aquí arriba la vida solo tiene un claro objetivo: regresar abajo.
—Con ayuda de las alas y de las ruedas, imagino.
Viró el Cessna hacia un lado para descubrirme las montañas.
—Los campos tostados son lentejas y guisantes. En Palouse se cultivan el noventa y nueve por ciento de las lentejas y el noventa y cinco por ciento de las legumbres secas de este país, además de una buena parte del trigo, que alternan con las alubias.
Volteó el 150 hacia el otro lado y comprobé las dos alas para asegurarme de que siguieran allí. Estábamos a trescientos metros de los campos, pero al menos no estábamos colgando bajo veinticinco kilos de Dacron.
—No me lo puedo creer —dijo—. No ahora, en cualquier caso, pero a veces echo de menos Vietnam. No la guerra; me refiero a volar y a cómo estaban de claras las cosas. Como el trabajo. Todos queríamos solo una cosa, principalmente: mantenernos con vida lo suficiente como para regresar a casa.
Equilibró el ala derecha mientras sobrevolábamos velozmente el tejado plateado de un granero. Vueltas y vueltas, abajo y abajo.
—Y sigues deseándolo, ¿verdad, Fred? —Descendíamos en picado—. ¿Fred?
—¿Qué? Estaba pensando.
—¿Estás pensando en las grandes cosas que hacen los hombres vivos sobre la tierra? ¿Como mirar Tic Tac Dough y beber margaritas? ¿Cosas que hacen que merezca la pena vivir? —Seguíamos cayendo—. ¿Capitán?
Tiró de los mandos y equilibró el aparato.
—Te mostraré el cañón del río Snake, uno de nuestros grandes ríos y uno prácticamente inadvertido, porque está de lo más oculto. —Dirigió el morro hacia la puesta de sol—. Solo estaba pensando en un día de Navidad en Vietnam. Es miserable contarlo, pero íbamos de camino a bombardear Laos porque Nixon dijo que no se podía bombardear el Nam en Navidades. Habían pintado las napes, las latas de napalm, como bastones de caramelo. En la radio de las Fuerzas Aéreas sonaba Creedence Clearwater cantando «Rollin’ Down the River». Me pasé todo el trayecto cantando. —Comprobó el altímetro y ...