Hambre
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Hambre

Memorias de mi cuerpo

Roxane Gay, Lucía Barahona

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  1. 288 páginas
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Hambre

Memorias de mi cuerpo

Roxane Gay, Lucía Barahona

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Información del libro

En sus tremendamente populares ensayos y en su blog de Tumblr, Roxane Gay ha escrito con intimidad y sensibilidad sobre la comida y el cuerpo, usando sus propias luchas emocionales y psicológicas como una forma de explorar nuestras ansiedades compartidas sobre el placer, el consumo, la apariencia y la salud.Como mujer que describe su propio cuerpo como "salvajemente indisciplinado", Roxane comprende la tensión entre el deseo y la negación, entre el confort con uno misma y cuidarse.En Hambre explora su pasado, incluido el devastador acto de violencia que supuso un punto de inflexión en su joven vida, y acerca a los lectores en su viaje para comprender y finalmente salvarse a sí misma.

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Información

Año
2018
ISBN
9788412083057
Edición
1
Categoría
Literatura

10

Hay una foto mía. Es del fin de semana de mi bautizo y mi primo mayor me sostiene en brazos. Todavía soy un bebé y llevo un vestidito largo de satén. Estamos en Nueva York sentados en un sofá con funda de plástico. Mi primo es mayor que yo, en esa fotografía puede que tenga cinco o seis años. Yo me retuerzo con inconsciente rabia infantil y mis extremidades forman ángulos la mar de complicados.
Agradezco que haya tantas fotografías de mi infancia, porque de alguna manera u otra me he olvidado de muchísimas cosas.
Hay muchos años de mi vida de los que no consigo recordar absolutamente nada. Algún familiar puede decir: «Acuérdate de cuando [insertar momento familiar significativo]», y yo le miro con ojos ausentes, sin recordar para nada esos momentos. Tenemos una historia compartida y, sin embargo, no la tenemos. En muchos aspectos, esta es la mejor manera de describir la relación con mi familia, y con casi cualquier persona de mi vida. Por un lado está toda la vida que compartimos y, por otro, las partes más difíciles de mi vida que no compartimos, de las que saben muy poco. No existe razón alguna que explique lo que soy capaz de recordar y lo que no. Esta ausencia de recuerdos también es difícil de explicar porque hay momentos de mi niñez que recuerdo como si hubieran sucedido ayer.
Tengo buena memoria. Puedo recordar conversaciones con amigos casi palabra por palabra, incluso años después de que ocurrieran. Recuerdo el pelo rubio platino de mi profesora de cuarto curso o cómo en tercero me metía en líos por leer en clase porque me aburría. Recuerdo la boda de mis tíos en Puerto Príncipe y cómo mi rodilla se hinchó como una naranja después de que me picara un mosquito. Me acuerdo de cosas buenas. Me acuerdo de cosas malas. Sin embargo, puedo vaciar mi memoria cuando lo necesito, y ha habido veces en que lo he hecho, cuando el borrado ha sido necesario.
Tengo álbumes de fotos que me he llevado de casa de mis padres, álbumes abultadísimos con fotografías descoloridas en las que salimos mis hermanos y yo muy pequeños. Eso fue antes de la era digital y, aun así, tengo la impresión de que casi cada momento de mi vida fue fotografiado, y todas las imágenes fueron reveladas y meticulosamente archivadas. En cada álbum aparece un número en grande y un círculo alrededor del número. En muchos de los álbumes aparecen breves notas con nombres, edades, lugares. Es como si mi madre hubiese sabido que existía alguna razón por la que debía preservar estos recuerdos. A mis hermanos y a mí nos crio con una voluntad de hierro y según sus propias creencias. La intensidad de su amor y devoción por nosotros es abrumadora, y a medida que nos hacemos mayores esta intensidad solo crece. Cuando era niña, mi madre conservaba estos álbumes en una fila ordenada y secuencial, y cuando un álbum se llenaba, compraba otro y también lo llenaba.
Mi madre ha tratado de completar algunos de los espacios en blanco de mi infancia incluso aunque no haya sido consciente de hacerlo. Se acuerda de todo, o eso es lo que parece, o así fue hasta que a los trece años me fui al internado, y entonces no hubo nadie que se aferrara a mis recuerdos por mí.
Mi madre todavía saca fotos de todo y su canal de Flickr tiene más de veinte mil imágenes de su vida y de nuestras vidas y de personas y lugares que han formado parte de nuestras vidas. Cuando defendí mi tesis doctoral, allí estuvo ella con la mirada clavada orgullosamente en mí y apuntándome con la cámara cada pocos minutos para hacerme una nueva foto, para capturar cada segundo de mi momento. En una lectura de mi novela en Nueva York, allí estuvo ella una vez más con su cámara haciendo fotos, documentando un nuevo momento memorable.
La gente muchas veces se da cuenta de que saco fotos de cualquier cosa, por insignificante que sea. Yo repongo que lo hago para no olvidarme, para no olvidar todas las cosas increíbles que veo y experimento. No les explico que, ahora que mi vida tiene un aspecto diferente, los recuerdos me importan más. Pero en realidad va mucho más allá de esto. Soy digna hija de mi madre en muchísimos aspectos.
La portada del álbum de cuando yo era un bebé es blanca con puntitos de purpurina por todas partes. La frase «¡Es una niña!» ocupa toda la portada. En la primera hoja aparecen los nombres de mis padres, mi fecha de nacimiento, mi altura y peso, mi color de ojos y de pelo. Hay dos huellas negras impresas de mis pies de bebé y encima pone: «Niña alegre». Nací a las 07:48 de la mañana, y estoy convencida de que por eso no soy una persona madrugadora. Hay líneas en blanco para los «recuerdos emocionantes en la vida de un bebé», y todas están rellenadas con mis primeros y diminutos logros. Parece ser que a los dos años y medio leía el alfabeto y a los tres sabía decir la hora. Mi madre, orgullosa, escribió: «Con cinco años lee casi cualquier cosa». Esas son las palabras exactas escritas con su impoluta caligrafía, aunque la tradición familiar dice que leía el periódico con mi padre alrededor de un año y medio antes que eso.
Mi madre registró mi peso y mi altura durante los primeros cinco años de mi vida. Tenía la cabeza grande y con forma triangular, algo que le puede pasar al primer hijo. Mi madre dice que pasó horas alisando mi cabeza de recién nacida para que tuviera una forma más redondeada. En el Omaha World-Herald se imprimió un acta de mi nacimiento el 28 de octubre de 1974, trece días después de mi cumpleaños, y la sección recortada del periódico está guardada en este álbum junto con mi certificado original de nacimiento y la tarjetita que pusieron en mi cesto en el hospital. Mi madre tenía veinticinco años y mi padre, veintisiete; muy jóvenes pero, teniendo en cuenta la época, no tanto como otros padres cuando empezaron a formar una familia. En mi certificado de nacimiento, mi nombre aparece correctamente escrito, con una sola n, y el certificado es de color rosa. En aquel entonces no existía una comprensión cultural matizada en cuanto al género: rosa para las chicas y azul para los chicos, y no hay más que hablar.
En la primera foto que tenemos mi madre y yo juntas, ella me tiene en brazos y su pelo negro azabache está recogido en una espesa coleta que le cae en cascada por la espalda. Aparece increíblemente joven y preciosa. Yo tengo tres días. En realidad no es nuestra primera fotografía juntas. Hay una foto en la que sale mi madre muy embarazada de mí con un atrevido minivestido azul y tacones gruesos. El pelo alborotado le cae libremente por la espalda. Está apoyada en un coche mirando al fotógrafo, mi padre; es la clase de mirada íntima que me hace querer apartarme a un lado para darles algo de intimidad. Mi madre incluyó esta foto en el álbum a pesar de ser una de las personas más reservadas que conozco. Quería que yo viera esta imagen maravillosa, que supiera que mi padre y ella siempre se han amado.
Estas viejas fotografías llevan tanto tiempo en el álbum que están pegadas a las hojas. Tratar de extraerlas las arruinaría.
En todas las fotos en las que salgo de bebé con mis padres ellos me sonríen como si yo fuera el centro de su mundo. Y lo era. Lo soy. Esto corresponde a una parte de mi verdad de la que soy consciente con auténtica claridad: todo lo bueno y lo fuerte que tengo empieza en mis padres, absolutamente todo. En casi todas mis fotos de bebé salgo con una sonrisa tan contagiosa que cuando las miro no puedo evitar sonreír también. Hay bebés felices y luego hay bebés felices. Yo fui un bebé feliz. Eso es algo indiscutible.
Mi mejor amiga dice que los bebés son muy bonitos pero bastante inútiles. No pueden hacer casi nada por sí mismos. Hay que amarlos a lo largo de toda esa inutilidad. En las fotos en las que solo salgo yo, aparezco sujeta por el brazo de una silla o unos cuantos cojines. En una en la que salgo sola en un sofá rojo horrendo lleno de brocados, puede apreciarse claramente que me desgañito. Hay más de una fotografía en la que estoy berreando. Las fotos de bebés que chillan son divertidísimas cuando sabes que son fotos de bebés felices que simplemente han tenido un berrinche fortuito de furia infantil. Miro estas fotos de cuando yo era bebé y pienso: «Me parezco a mi sobrina», aunque en realidad es mi joven sobrina la que se parece a mí. La familia es poderosa, pase lo que pase. Siempre estamos vinculados a partir de nuestros ojos y nuestros labios y nuestra sangre y nuestros corazones que bombean sangre. Mi hermano Joel nació cuando yo tenía tres años. Hay fotos de él moreno y redondo, con la cabeza llena de pelo, sentado o de pie a mi lado.
De adulta he repasado estos álbumes muchas veces. He tratado de recordar. Primero los hojeaba en busca de fotografías que poder enseñar a mi propia hija, «De aquí es de donde vienes», de modo que cuando tenga esa hija, ella pueda saber que su familia sabe cómo amar, aunque sea de un modo imperfecto, y para que sepa que siempre han querido a su madre y que a ella, a su vez, siempre la querrán. Es importante demostrar amor a los niños de muchas maneras, y esta es una de las cosas buenas que puedo ofrecer, independientemente de cómo llegue este niño a mi vida. También estudio las fotografías, a la gente que sale en ellas; rememoro los nombres y los lugares, los momentos que importan, muchos de los cuales se me escapan. Trato de reconstruir los recuerdos que con tanto cuidado he borrado. Trato de entender cómo pasé de ser la niña que aparece en esos momentos perfectamente fotografiados a la persona que soy en la actualidad.
Sé exactamente quién soy y, con todo, no lo sé. Lo sé, pero creo que lo que de verdad quiero es entender el porqué de la distancia entre el entonces y el ahora. El porqué es complicado y resbaladizo. Quiero ser capaz de agarrarlo con mis manos, diseccionarlo o desgarrarlo o quemarlo y leer las cenizas aunque tema lo que pudiera hacer con lo que allí encontrara. No sé si esta comprensión es posible, pero cuando estoy sola, me siento y paso despacio y obsesivamente las hojas de estos álbumes. Quiero ver lo que allí hay, lo que falta y lo que ocurrió, incluso a pesar de que todavía se me escape el porqué.
Hay una foto en la que tengo cinco años. Ojos grandes y cuello escuálido. Estoy en un sofá tumbada bocabajo y con los pies cruzados, con la mirada perdida en una máquina de escribir, probablemente soñando despierta. Siempre estaba soñando despierta. Incluso entonces, ya era escritora. Desde muy temprana edad dibujaba pueblitos en servilletas y escribía historias sobre la gente que vivía en ellos. Me encantaba evadirme escribiendo aquellas historias, imaginando vidas diferentes a la mía. Tenía una imaginación desbordante. Era una soñadora y me molestaba que me sacaran de mis ensoñaciones para ocuparme de los asuntos cotidianos. En mis historias podía inventarme los amigos que no tenía. Podía hacer realidad muchísimas cosas que no me atrevía a imaginar para mí misma. Podía ser valiente. Podía ser inteligente. Podía ser graciosa. Podía ser todo lo que quisiera. Cuando escribía, me resultaba muy fácil ser feliz.
Hay una foto en la que tengo siete años; estoy feliz, llevo un peto. De niña iba en peto muchas veces...

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