Escritos sobre naturaleza
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Escritos sobre naturaleza

John Muir, Ernesto Estrella Cózar

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Escritos sobre naturaleza

John Muir, Ernesto Estrella Cózar

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En una vida de exploración, escritura y activismo político apasionado, John Muir se convirtió en el vocero más elocuente de Estados Unidos sobre el misterio y la majestuosidad de los parajes naturales.Figura crucial en la creación del sistema de parques nacionales estadounidense y un visionario profeta de la conciencia ambiental que fundó el Sierra Club en 1892, también fue un maestro de la descripción natural que evocó con poder e intimidad únicos los paisajes libres del oeste americano.La calidad espiritual y el entusiasmo hacia la naturaleza expresados en sus escritos ha inspirado a los lectores, incluidos los presidentes y congresistas, a tomar medidas para ayudar a preservar las grandes áreas naturales. Hoy Muir es referido como el "Padre de los Parques Nacionales".

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Información

Año
2019
ISBN
9788412083033
Categoría
Literatura

01

Por las estribaciones
con un rebaño de ovejas
En el Gran Valle Central de California hay solo dos estaciones: primavera y verano. La primavera comienza con la primera tormenta, que suele caer en noviembre. Al cabo de unos meses florece la maravillosa vegetación, que hacia el final de mayo aparece muerta, seca y crujiente, como si cada planta hubiera sido secada en un horno.
Es entonces cuando los rebaños, jadeantes y perezosos, son conducidos hacia los pastos altos, frescos y verdes de la Sierra. En aquella época echaba de menos las montañas, pero el dinero escaseaba y no encontraba la manera de ganarme el pan. Mientras discurría lúgubremente sobre este problema tan dificultoso para un vagabundo, tratando de convencerme de que podría aprender a vivir como los animales salvajes, sustentándome a base de bayas y semillas, trepando y saltando de un lado a otro, alegre y libre de equipaje y ataduras económicas, el señor Delaney, un ganadero para el que había trabajado durante unas semanas, me llamó y me ofreció acompañar a su pastor y a su rebaño a las cabeceras de los ríos Merced y Tuolumne, justo en la región que me rondaba por la mente. Estaba dispuesto a aceptar cualquier trabajo que me llevara a aquellas montañas cuyos tesoros había probado el pasado verano en la región de Yosemite. El rebaño, me explicó, sería conducido gradualmente a mayores alturas a medida que se derritiera la nieve, a través de las sucesivas franjas de vegetación, y nos detendríamos durante semanas en los mejores lugares que encontrásemos por el camino. Razoné que aquellos serían buenos centros de observación desde los cuales hacer reveladoras excursiones dentro de un radio de ocho o diez millas para aprender sobre las plantas, los animales y las rocas, pues él me aseguró que yo tendría total libertad para ocuparme de mis estudios. Juzgué, sin embargo, que de ningún modo estaba capacitado para esa labor y le expliqué mis carencias, confesando que no estaba familiarizado con la topografía de las montañas más altas, los ríos que habría que cruzar o los animales salvajes devoradores de ovejas. Concluí que, entre los osos, los coyotes, los ríos, los cañones y los desconcertantes y espinosos chaparrales, era probable que perdiéramos a más de la mitad de su rebaño. Afortunadamente, estas deficiencias le parecieron insignificantes al señor Delaney. Lo principal, me dijo, era tener en el campamento a un hombre de confianza que se ocupara de comprobar que el pastor cumplía con su deber y me aseguró que aquellas dificultades, que tan grandes parecían desde la distancia, se desvanecerían a medida que avanzásemos. Continuó dándome ánimos, diciendo que el pastor se encargaría de todas las tareas, que yo podría dedicarme a estudiar las plantas, las rocas y el paisaje a mi gusto y que él mismo nos acompañaría hasta el primer campamento y nos visitaría más adelante para traer provisiones y comprobar que todo iba bien. Así que me decidí a ir, aun temiendo que de las dos mil cincuenta ovejas bobas que pude contar saliendo de la compuerta del corral, muchas no regresarían.
Tuve la suerte de encontrar a un buen perro san bernardo como compañero. Su amo, un cazador al que no conocía demasiado, vino a mí tan pronto como supo que iba a pasar el verano en la Sierra y me rogó que me llevara a su perro favorito, Carlo, pues temía que el calor abrasador de la llanura en verano pudiera acabar con él. «Creo que puedo confiar en que serás amable con él —dijo—, y estoy seguro de que él será bueno contigo. Lo sabe todo sobre los animales de las montañas, vigilará el campamento, os ayudará a mantener a raya a las ovejas y será siempre fiel y capaz». Carlo sabía que estábamos hablando de él, miraba nuestros rostros y escuchaba con tal atención que llegué a creer que nos entendía. Lo llamé por su nombre y le pregunté si quería venir conmigo. Me miró a la cara con ojos preñados de maravillosa inteligencia, se giró hacia su amo y, cuando este le dio su permiso con un gesto de la mano y una caricia de despedida, me siguió en silencio como si hubiera entendido nuestra conversación y me conociera desde siempre.
3 de junio de 1869. Cargamos las provisiones de la mañana, las ollas, las mantas, las prensas de plantas, etc. sobre dos caballos, el rebaño puso rumbo a las estribaciones rojizas y partimos entre una nube de polvo. El señor Delaney, alto, huesudo y de perfil anguloso como el de don Quijote, guiaba a los caballos, seguido del orgulloso pastor Billy, un chino, un indio maidu que nos ayudaría a orientarnos durante nuestros primeros días entre la maleza de aquellas estribaciones y yo mismo, con mi libreta colgada del cinturón.
El rancho desde el que partimos está al sur del río Tuolumne, cerca de French Bar, donde las laderas de pizarra moteadas de oro aparecen hundidas bajo los depósitos estratificados del Valle Central. Apenas habíamos avanzado una milla cuando algunas de las viejas líderes del rebaño empezaron a adelantarse, corriendo y mirando al frente como si recordaran los altos pastos que habían visitado el verano anterior. Pronto el rebaño entero pareció excitarse, las madres llamaban a sus corderos y estos replicaban en tonos trémulos y maravillosamente humanos, interrumpiendo de vez en cuando sus gemidos para dar bocados a la hierba marchita. Madres e hijos eran capaces de reconocerse mutuamente entre este aparente babel de balidos. Si un cordero cansado y medio dormido entre el polvo asfixiante dejaba de responder, su madre volvía corriendo entre el rebaño hacia el lugar donde lo había escuchado por última vez, negándose a descansar hasta que lo encontrase, uno entre mil, aun pareciendo todos idénticos a nuestra vista y nuestros oídos.
El rebaño se desplazaba a una velocidad aproximada de una milla por hora, desplegado en forma de triángulo irregular con unas cien yardas de anchura en la base, otras cien de longitud y una punta retorcida y siempre cambiante donde se encontraban los animales más fuertes, llamados «líderes», quienes, junto a los miembros más activos, que se dispersaban a los lados del «cuerpo central», exploraban los recovecos de rocas y arbustos en busca de hierba y hojas. Los corderos y las madres débiles, rezagados en la retaguardia, formaban lo que se llamaba la «cola» del rebaño.
Alrededor del mediodía, el calor se volvía difícil de soportar. Las pobres ovejas jadeaban lastimosamente, tratando de detenerse bajo la sombra de los árboles por los que pasaban, mientras nosotros, a través del tímido resplandor ardiente, mirábamos con anhelo en dirección a las montañas y los arroyos, que aún no eran visibles. El paisaje aquí está formado por colinas ondulantes, moteadas aquí y allá por arbustos, árboles y protuberancias de pizarra. Los árboles, principalmente robles azules (Quercus douglasii), tienen unos treinta o cuarenta pies de altura, con hojas pálidas de color verde azulado y corteza blanca, y crecen dispersos en los suelos menos profundos o en las grietas de las rocas que se encuentran más allá del alcance de los incendios de hierba. En muchos lugares, losetas de pizarra cubiertas de líquen surgen abruptamente de entre la hierba parda, como tumbas en un cementerio abandonado. A excepción del roble y cuatro o cinco especies de lirio y manzanita, la vegetación de las estribaciones es básicamente la misma que la de las llanuras. Vi esta región al comienzo de la primavera, cuando era un jardín encantador lleno de aves, abejas y flores. Ahora el calor abrasador lo ha vuelto inhóspito. El suelo está lleno de grietas, hay lagartos deslizándose sobre las rocas y un gran número de hormigas cuyas minúsculas chispas de vida brillan ardientes con el calor, vibrando con insaciable energía mientras corren en largas hileras, luchando y recolectando alimento. El hecho de que semejante fuego no las carbonice en pocos segundos resulta fascinante. Algunas serpientes yacen enroscadas en lugares apartados, pero es difícil verlas. Las urracas y los cuervos, que habitualmente son tan ruidosos, guardan silencio ahora. Se posan mezclados en el suelo bajo los árboles que dan más sombra con los picos abiertos y las alas gachas, sin aliento para hablar. Las codornices tratan también de refugiarse en la sombra, cerca de los escasos manantiales tibios. Los conejos de cola de algodón corren de sombra en sombra entre los lirios, y en ocasiones vemos a la liebre de grandes orejas trotar grácilmente por los espacios abiertos.
Tras un breve descanso en una arboleda, condujimos de nuevo al pobre rebaño ahogado por el polvo hacia las colinas de arbustos, pero el tenue sendero que habíamos estado siguiendo se difuminó justo cuando más lo necesitábamos, obligándonos a parar, mirar alrededor y tratar de orientarnos. El chino parecía creer que nos habíamos perdido, hablando en su inglés de pacotilla sobre la abundancia de «piqueñis palitis» (chaparral), mientras que el indio escudriñaba silencioso las crestas y gargantas en busca de alguna apertura. Abriéndonos paso a través de la espinosa selva, descubrimos al cabo de un tiempo un camino que discurría en dirección a Coulterville y lo seguimos hasta una hora antes de la caída del sol, cuando llegamos a un rancho seco donde acampamos para pasar la noche.
Acampar en las estribaciones con un rebaño de ovejas es fácil y sencillo, pero muy poco placentero. A las ovejas les estaba permitido comer lo que encontraran por los alrededores hasta después de la caída del sol, vigiladas por el pastor, mientras que el resto buscaba leña, encendía el fuego, cocinaba, deshacía el equipaje, daba de comer a los caballos, etc. Al anochecer, se reunía a las ovejas cansadas en el claro más elevado, cerca del campamento, donde se congregaban gustosamente, y una vez que todas las madres habían encontrado y dado de mamar a sus corderos, se tumbaban y no requerían más atención hasta la mañana siguiente.
Se anunció la cena al grito de: «¡Rancho!». Cada uno se sirvió directamente de las ollas y sartenes en un plato de hojalata, mientras se charlaba sobre asuntos de campamento como el forraje para las ovejas, las minas, los coyotes, los osos o las aventuras de aquellos memorables tiempos de la fiebre del oro. El indio permaneció en segundo plano, sin decir una palabra, como si perteneciera a otra especie. Una vez acabada la cena, se dio de comer a los perros, los fumadores fumaron junto a la hoguera y la calma que se instaló en sus rostros, producto del tabaco y de un estómago satisfecho, parecía casi divina, con ese tenue brillo meditativo que solemos ver retratado en los rostros de los santos. Entonces, de improviso, como si despertaran de un sueño, con un suspiro o un gruñido, cada uno de ellos limpió de cenizas su pipa, bostezó, contempló por unos instantes el fuego y dijo: «Bueno, creo que voy a retirarme», desapareciendo inmediatamente bajo sus mantas. El fuego crepitó y parpadeó durante una hora o dos más; las estrellas brillaban con más intensidad; los mapaches, los coyotes y los búhos removían el silencio aquí y allá mientras los grillos y las ranitas entonaban su alegre y constante canción, tan apropiada y plena que parecía formar parte del cuerpo de la noche. La única discordancia venía de los ronquidos de uno de los durmientes y las toses de las ovejas, provocadas por el polvo de sus gargantas. Bajo la luz de las estrellas, el rebaño parecía una gran manta gris.
4 de junio. El campamento se levantó con la luz del alba. Tras un desayuno a base de café, beicon y judías, lavamos rápidamente los platos y recogimos el equipaje. Un balido general comenzó a sonar a la salida del sol. En cuanto una de las madres se despertaba, su cordero se le acercaba saltando en busca de su desayuno, y una vez que los mil pequeñuelos fueron amamantados, el rebaño comenzó a dispersarse y mordisquear. Los carneros, agitados por un apetito feroz, fueron los primeros en moverse, pero no se atrevían a alejarse del rebaño. Billy, el indio y el chino los mantuvieron enfilados a lo largo del camino, permitiéndoles comer lo poco que pudieran encontrar en una franja de alrededor de un cuarto de milla de ancho. Pero como otros rebaños habían pasado por ahí antes de nosotros, apenas quedaban hojas, verdes o secas, por lo que hubo que conducir con prisa al hambriento rebaño desde aquellas colinas secas y desnudas hacia los pastos más cercanos, que se encontraban a unas veinte o treinta millas.
Los animales de carga eran guiados por don Quijote, quien llevaba al hombro un rifle pesado destinado a los osos y los lobos. Este día ha sido tan caluroso y polvoriento como el primero, caminando entre colinas marrones de suaves pendientes, con la misma vegetación exceptuando el pino real (Pinus sabiniana), de aspecto extraño, que en esta zona forma pequeñas arboledas o aparece disperso entre los robles azules. El tronco se divide a una altura de quince o veinte pies en dos o más tallos, inclinados o casi verticales, con numerosas ramas desordenadas y largas acículas grises que dan poca sombra. La apariencia general de este árbol es más la de una palmera que la de un pino. Sus piñas tienen unas seis o siete pulgadas de largo y unas cinco de diámetro, son muy pesadas y duran bastante una vez han caído, por lo que el suelo bajo los árboles está cubierto de ellas. Dan buena resina y hacen buenas hogueras. Son el combustible más hermoso que he visto jamás, después de las mazorcas de maíz indio. Nuestro don Quijote me cuenta que los indios maidu recogen los piñones en grandes cantidades y los usan de alimento. Tienen el mismo tamaño que las avellanas y su cáscara es igual de dura: una misma fruta, regalo de los dioses, que sirve tanto para comida como para hacer fogatas.
5 de junio. Esta mañana, un par de horas después de que saliéramos con nuestro renqueante rebaño de ovejas, alcanzamos la cima de la primera altiplanicie que se encuentra en la ladera montañosa de Pino Blanco. Los pinos reales me interesan mucho. Tienen una extraña forma, parecida a la de las palmeras, y una apariencia tan etérea que me dieron ganas de dibujarlos. Lo hice acometido por la fiebre del entusiasmo, con resultados bastante pobres. De todos modos, logré luego detenerme lo suficiente como para hacer un bosquejo tolerablemente claro de la cumbre de Pino Blanco desde la vertiente suroeste, donde puede verse un pequeño campo y una viña regada por un arroyo que ofrece una bella cascada a su paso por una gruta en dirección a la carretera.
Después de alcanzar la cumbre de esta primera terraza, y llevado por el natural e intenso entusiasmo que provoca el verse a mil o más pies de altura, ya con la esperanza del paisaje que se me abriría en breves instantes, pude ver una sección magnífica de Merced Valley a la que suelen llamar Horseshoe Bend. Esta gloriosa naturaleza salvaje parecía estar llamándome con el canto pleno de mil voces. Al inicio del camino y a lo largo de todo el terreno, nos encontramos en primer lugar con una serie de colinas descendientes de apariencia fuerte, cubiertas de pinos y mat...

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