De Pavía a Rocroi
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De Pavía a Rocroi

Los tercios españoles

Julio Albi de la Cuesta

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De Pavía a Rocroi

Los tercios españoles

Julio Albi de la Cuesta

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"Es una magnífica noticia que se rescate este clásico, porque De Pavía a Rocroi es una obra maestra, imprescindible en toda buena biblioteca histórica. Con este libro espléndido, Julio Albi consiguió un relato fascinante del auge y ocaso de la que fue mejor infantería del mundo". Arturo Pérez-Reverte. Siempre mal pagados, siempre blasfemando bajo los coletos atravesados por una cruz roja, los tercios enmarcan con sus picas un periodo fulgurante de la historia de España, para acabar muriendo bajo sus banderas desgarradas en una larga agonía en los campos de batalla europeos y, de forma más dolorosa, en la memoria de sus compatriotas. De ahí el colosal aporte historiográfico que supuso la publicación en 1999 de De Pavía a Rocroi. Los tercios de infantería española en los siglos XVI y XVII, de Julio Albi de la Cuesta, una obra seminal que recuperaba del olvido a "aquellos hombres que fueron tan famosos y temidos en el mundo, los que avasallaron príncipes, los que dominaron naciones, los que conquistaron provincias, los que dieron ley a la mayor parte de Europa".Desperta Ferro Ediciones reedita este clásico imprescindible e imperecedero que plantea un recorrido por la historia de los tercios, célebres soldados de Infantería de la Monarquía Hispánica, desde sus orígenes y nacimiento en los albores de la modernidad hasta su injustificada transformación con el cambio dinástico a comienzos del siglo XVIII, por su organización, armamento y tácticas, por la vida cotidiana, el espíritu de cuerpo y la disciplina y, por supuesto, por su experiencia de combate ya en los mortíferos campos de batalla, ya en las penosas trincheras de asedio, ya en los traicioneros puentes de las armadas. Y lo hace imprimiendo su sello de marca, dotando a De Pavía a Rocroi. Los tercios españoles de vívidas imágenes y detallada cartografía histórica ausentes en la edición original.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412105391
Edición
1
Categoría
History

1

ORÍGENES, NACIMIENTO Y DISOLUCIÓN DE LOS TERCIOS

Las ciudades y los campos resonaban a cada paso con el eco de las cajas y todo llenaba el estruendo de los que hacían las levas.
F. Estrada
El origen de los tercios ha estado envuelto entre la leyenda y la tradición infundada, sin que –a pesar de la fama que alcanzaron– hasta hace poco existiera ningún estudio serio sobre el proceso que llevó a su formación. Afortunadamente, esta situación ha cambiado con la publicación, en 1996, del excelente trabajo de Quatrefages titulado La Revolución Militar Moderna. El crisol español.
Según este autor, y en contra de la visión más extendida que presenta al Gran Capitán como fundador de estas unidades, «la concepción y la creación del nuevo Ejército fue obra del gobierno de los Reyes Católicos», y se hizo desde España, no desde Italia.
Fueron ellos los que, en un primer momento, introdujeron el «modelo suizo», basado en el predominio de la infantería armada de largas picas. A su vez, eso fue posible porque en España, a diferencia de otros países, como Francia, existía desde hacía tiempo un peonaje muy desarrollado, debido a la peculiar estructura social y a la larga guerra de Reconquista. El primer contingente expedicionario que se manda a Italia en 1495 refleja esa posición privilegiada de los infantes, que aportan cinco mil hombres frente a solo seiscientas lanzas de caballería. Poco después, la ordenanza de 18 de enero de 1496 «sentaba las bases de la organización de esa administración militar que permitió a España crear, enviar y mantener ejércitos y armadas en los cuatro confines del mundo cristiano a lo largo de muchos decenios».
En torno a esas fechas, al constituirse el ejército del Rosellón, aparece la infantería dividida en tres partes: lanceros o piqueros; escudados, y ballesteros y espingarderos, lo que demuestra que «las innovaciones organizativas no fueron fruto de la experiencia de los cuerpos expedicionarios de Italia».
Para la campaña de 1496-97, los lanceros de a pie figuran ya dotados de picas de veinticuatro palmos. En 1500, se forma una segunda expedición para Italia, con tres mil cuarenta y dos infantes y únicamente seiscientos caballos. Los primeros, agrupados en compañías de distinta entidad. Los escudados, además, han desaparecido, mientras que los espingarderos suman una cuarta parte del total, indicándose así «una percepción extraordinariamente precoz de la importancia de las armas de fuego». Otro hito en la evolución sería la unión en las relaciones de fuerza de los lanceros con los ballesteros, reflejando una pérdida de la importancia de estos, a la que seguirá la transformación de unos y otros en piqueros. El elemento más moderno, los espingarderos, pasa en menos de diez años de constituir un simple subgrupo, mezclado con los ballesteros, hasta formar, junto a los piqueros, una de las dos especialidades de infantería.
El Gran Capitán obtendrá sus triunfos italianos cuando este proceso todavía no estaba completado. Le cabe, no obstante, el mérito de «la comprensión, antes que nadie, de la importancia de las armas de fuego portátiles individuales». En este campo, España se adelantó considerablemente a otras potencias. Como afirma Oman, con refrescante franqueza: «por causas que resulta imposible descubrir, los españoles adoptaron las armas de fuego mucho antes que los franceses, los ingleses o los italianos». En 1523, Francia seguía sin tener arcabuceros, y solo se introducirán al parecer como resultado de la amarga experiencia de Pavía, dos años después: «los españoles se han llevado la palma en el uso del arcabuz, cuyo arte y primeras lecciones nos han enseñado los franceses, ya que antes solo usábamos ballestas». En cuanto al mosquete, aparece a partir de 1573, con notable retraso sobre el caso español. En Inglaterra, el proceso sería aún más lento, debido a la resistencia a abandonar el arco, que tan eficaz había sido en el pasado y que no desaparecería totalmente hasta 1595; en 1544, solo el siete por ciento de su infantería tendría arcabuz, y hasta el final de la década de los ochenta no empezaría a contar con mosqueteros en sus fuerzas.
Salazar afirma que Fernández de Córdoba entrevió una infantería que se parecería mucho a los tercios: un «escuadrón» dividido en doce compañías de quinientos hombres. Dos de ellas, de piqueros en su totalidad; el resto, con doscientos de estos, otros tantos dotados de rodelas y dardos y cien arcabuceros. El jefe de la unidad llevaría el nombre de coronel, y en cada compañía habría un capitán, «cinco centuriones a los que llamaría cabos de batalla», un alférez con su bandera, cincuenta cabos de escuadra, dos tambores y un pífano. Pero nada indica que esta idea se llevara a la práctica.
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La batalla de Pavía, óleo sobre madera de Rupert Heller. Nationalmuseum, Estocolmo.
En opinión de Quatrefages «1504 fue verdaderamente el año crucial», cuando los Reyes Católicos deciden formar en España «la gente de ordenanza, es decir, la nueva infantería», articulada en compañías relativamente homogéneas, y no ya en contingentes provinciales de muy diversa entidad. La conquista de territorios en Italia y en el norte de África acelerará la transformación, al exigir guarniciones permanentes.
En 1507, con ocasión de una rebelión del conde de Lemos, se activan las mencionadas compañías. Cada uno de sus capitanes debía reunir sesenta y dos hombres, la tercera parte, arcabuceros; las otras dos, piqueros. Al año siguiente, para el ataque a Orán, los infantes –más de once mil, comparados con menos de setecientos lanzas montadas– están organizados en coronelías, que agrupan una cantidad variable de compañías. Surge así un escalón intermedio entre estas y el ejército. Cada capitán cuenta, también, con un teniente, un alférez, a veces un sargento, cabos y músicos. En 1510 se menciona, aunque con funciones desconocidas, al maestre de campo, que será el futuro jefe del tercio.
Cuando en 1529 se preparan fuerzas para acompañar a Carlos V a su coronación, los espingarderos han desaparecido totalmente, figurando en su lugar los arcabuceros y algunos escopeteros, que no tardarán en ser suprimidos; capitanes y alféreces aparecen con los sueldos que mantendrán durante años (cuarenta y quince escudos mensuales, respectivamente).
Clonard asegura, sin citar sus fuentes, que «en 1534 la infantería sufrió una nueva variación: creáronse los tercios, cada uno de los cuales se componía de tres coronelías y estas a su vez de cuatro compañías». Según este autor, se constituyen de esta manera los de Nápoles, Sicilia y Lombardía.
Pero el último paso documentado será la llamada Orden de Génova, de 1536, donde se acuña el término «tercio» para referirse a cada una de las tres agrupaciones de tropas entonces existentes, nombrándose expresamente a las de Nápoles y Sicilia; Lombardía y Málaga y mencionando, sin más detalles, que cada una debe contar con compañías de trescientos hombres. Parece, pues, que se está designando así a fracciones del ejército, más que a unidades orgánicas. Lo mismo sucederá durante las campañas de Alemania de 1546 y 1547, cuando se aplicará a otros tres contingentes, los de Hungría, Nápoles y Sicilia. Da la impresión, por tanto, que el concepto evolucionó con el tiempo, pasando de describir, literalmente, a la tercera parte de una fuerza, a referirse a un tipo específico de unidad.
En todo caso, en torno a esas fechas llegaba a su término una evolución que, partiendo de una infantería anormalmente numerosa, pero organizada y armada de una manera convencional, llevó a unidades permanentes, dotadas del más moderno armamento y con una estructura peculiar. Se había pasado de contingentes medievales, como tales de dispar composición y levantados para una campaña y luego disueltos, a estructuras homogéneas, con existencia propia, que no dependían de que hubiera o no guerra.
Su superioridad residía en la utilización de armas portátiles de fuego, especialmente el arcabuz, cuya eficacia quedó plenamente demostrada en Pavía y en Mühlberg, para citar dos ejemplos destacados.
Antes de describir las primeras de esas batallas hay que hacer alusión a la de Bicoca (27 de abril de 1522), combate en el que los arcabuceros españoles, que eventualmente constituirán la columna vertebral de los tercios, ganan sus espuelas. La facilidad del triunfo, que hizo que ese nombre se incorporara a la lengua castellana, no disminuye la importancia del resultado. Al contrario, la acrecienta, por la rapidez con que se deshizo un mito: el del piquero suizo.
Al menos desde el último cuarto del XV, aparece un tipo revolucionario de soldado, el piquero helvético, conocido también como «esguízaro». Agrupado en gigantescos cuadros de gran profundidad y formados por miles de hombres, equipados con largas picas, pone fin a siglos de predominio de la caballería noble. La solidez de estas tropas, que durante cincuenta años nunca volvieron las espaldas, aunque fuesen ocasionalmente derrotadas, contribuyó a hacer de ellas las más temidas de Europa. España y Francia pagaron a precio de oro sus servicios.
En Bicoca, quince mil de ellos, al sueldo de este último país, divididos en dos enormes cuadros, avanzan imperturbables contra los imperiales. Estos cuentan como fuerza de mayor peso con cuatro millares de arcabuceros españoles, que esperan, apoyados por artillería, al otro lado de un camino, tras un terraplén coronado por una empalizada.
Los esguízaros se arrojan al ataque con su habitual valor. A pesar de sufrir unas mil bajas por el fuego enemigo, atraviesan la carretera. Superar el talud les resulta, en cambio, imposible. Porque el terreno rompe su impulso y, sobre todo, porque los arcabuceros no descansan. Seguirán tirando por filas sucesivas hasta que, después de haber perdido veintidós capitanes y unos tres mil soldados, los piqueros, sin dejar de hacer frente, se retiran. Los españoles están intactos, y el arcabuz ha probado su eficacia. En cuanto a los suizos, nunca llegaron a recuperarse; en efecto, «ya no volvieron a desplegar su famoso vigor». «La importancia de ese día reside en que, finalmente, los suizos fueron curados de su tradicional tenacidad».
La táctica de los vencedores no es nueva: es prácticamente la misma que la adoptada con éxito por Fernández de Córdoba en Ceriñola, en abril de 1503. Pero entonces desplegó espingarderos y escopeteros, dotados de armas menos efectivas que el arcabuz.
Asistió a Bicoca el hombre que quizá vio antes que nadie las posibilidades del nuevo tipo de infante que era el arcabucero. El marqués de Pescara, napolitano de nacimiento, pero tan aficionado a lo español que vestía «a la española», y hablaba en castellano con su mujer, italiana, hallará en esas fuerzas el instrumento ideal para desarrollar su concepto de la guerra. Al frente de ellas, utilizará sistemáticamente técnicas que luego se convertirán en rutinarias: «encamisadas»; transporte de los infantes en las grupas de la caballería para aumentar su movilidad; maniobras ágiles, en orden disperso. Significativamente, en un combate, Bayardo, el caballero sin miedo y sin tacha, el arquetipo del jinete noble, recibirá un arcabuzazo que le parte la espina dorsal. Su muerte, como la del comandante en jefe francés en Ceriñola, duque de Nemours, víctima de tres disparos, anuncia el futuro de «esas armas diabólicas».
Si en Bicoca sucumbe el piquero suizo frente al arcabuz, en Pavía (24 de febrero de 1525) será el turno de la caballería aristocrática.
La batalla tiene lugar dentro de una campaña afortunada que Francisco I de Francia dirige en persona contra los imperiales en Italia. Ante su avance irresistible, estos se retiran hacia el este para reagruparse, dejando en Pavía a Antonio de Leyva, con una guarnición de mil españoles y cinco mil alemanes. Los muros de la plaza estaban en pésimas condiciones, pero Leyva, veterano de treinta y dos batallas y cuarenta y siete asedios, con su proverbial energía los hace reparar, a tiempo para rechazar los asaltos que un ejército enemigo de treinta y seis mil hombres lanzará a partir del 28 de octubre de 1524.
El fracaso de estos mueve al rey a optar por un bloqueo, esperando conseguir con él la capitulación. Pero el principal problema del gobernador no serán tanto los víveres como parte de sus hombres. Los tudescos, descontentos con los retrasos en las pagas, amenazarán al menos en dos ocasiones con amotinarse. Solo depondrán su actitud cuando se les abonan parte de sus haberes, con tributos impuestos a los burgueses, no sin que antes dos de sus compañeros hayan sido ahorcados por indisciplina. Su jefe, conde de Hohenzollern, morirá. Unos dicen que por causas naturales. Otros apuntan a un envenenamiento por órdenes de Leyva, lo que, en todo caso, sería una solución muy renacentista.
Mientras prosigue el cerco, los imperiales se han reorganizado, y levantan nuevas tropas, lo que permite al virrey de Nápoles, Lannoy, ponerse en marcha para liberar Pavía.
El 12 de enero de 1525, dos españoles atraviesan las líneas enemigas y entran en la ciudad. Llevan tres mil ducados para las tropas y la noticia de que unos veinticinco mil hombres marchan en su socorro, bajo la nieve y la lluvia. El 24, pasan el río Adda, avanzando directamente hacia la plaza.
Cuando llegan a la vista del campo francés, las condiciones metereológicas y las deserciones les han reducido a poco más de veinte mil: cuatro mil españoles, diez mil alemanes, tres mil italianos y alrededor de dos mil jinetes, la mayoría, ligeros. Tienen dieciséis piezas de artillería.
Francisco I cuenta con fuerzas similares. Forman su infantería suizos, alemanes de la famosa Banda Negra, italianos y franceses. Su caballería es más numerosa que la contraria, y se enorgullece de mil doscientos magníficos hombres de armas, la caballería pesada noble por excelencia. Dispone de cincuenta y tres cañones. En suma, «los franceses tienen una superioridad aplastante en número y calidad de caballería pesada; una leve superioridad numérica en caballería ligera; una sustancial igualdad numérica en infantería y una notable ventaja en artillería».
Se trata de ejércitos completamente distintos. El imperial, basado fundamentalmente en una infantería moderna, encarnada en los arcabuceros españoles. El francés, casi feudal, articulado en torno a los caballeros acorazados de la gendarmería. Junto a los suizos, destaca otro modelo de infante que ya empezaba a quedar asimismo anticuado. Es el lansquenete alemán, que también forma en las filas de Lannoy. Es un soldado que combate «a la suiza», pero que además de la pica, dispone en sus formaciones de un cierto número de armas de fuego (en torno al doce por ciento) y, en las primeras hileras, de hombres con alabardas y montantes –los «doble sueldos»– cuya función es abrir huecos en el cuadro adversario. Jinetes armados de punta en blanco, esguízaros y lansquenetes se mostrarán inferiores al arcabucero español.
Lannoy, escaso de dinero y de víveres, teme que sus tropas se le dispersen si la campaña se prolonga. Decide, por consiguiente, tomar la iniciativa.
Un ataque frontal parece imposible. Los franceses se encuentran protegidos por dos líneas de fortificaciones, una mirando a la ciudad, y la otra al exterior. Parte de ellas se apoyan en un gran parque, que llega hasta las murallas de Pavía, rodeado de una pared de más de dos metros y medio de alto, cuarenta centímetros de espesor y veintiún kilómetros de largo. En su centro se halla el lugar de Mirabello, con un palacete, próximo a otra pared que divide en sentido longitudinal el enorme cazadero entre el Parque Viejo y el Nuevo.
El plan de los imperiales, ante estos obstáculos, es desbordar la izquierda enemiga, penetrando en el parque, para amenazar sus comunicaciones con Milán, forzándole de esa manera a abandonar sus posiciones.
En la noche del 23 al 24 de febrero, a cubierto de un bombardeo artillero para distraer a los franceses, se realiza el movimiento de flanqueo, que pasa desapercibido. Los gastadores practican tres brechas en los muros, mientras destacamentos amagan ataques en otros puntos. Hay que añadir que, en noches anteriores, Pescara ha asestado varios duros golpes de mano con sus arcabuceros españoles. Ello hace pensar a los franceses que los movimientos imperiales responden a una operación de alcance limitado.
No por eso el trabajo fue menos laborioso. Se hacía en la oscuridad, las paredes eran gruesas y había que procurar no alertar a los contrarios. No se acabó hasta el alba, con cierto retraso sobre lo previsto....

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