Historia del teniente Yergunov
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Historia del teniente Yergunov

  1. 78 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Historia del teniente Yergunov

Descripción del libro

Durante un atardecer primaveral en la ciudad de Nicolaaiev, el joven teniente de la marina imperial Yergunov tropieza accidentalmente, o al menos eso parece, con una joven desconsolada llamada Emilia Carlovna. Por su talante como caballero -y por el atractivo de la joven- Yergunov le brinda su ayuda, sin percibir el peligroso mundo en el que se mueve su interlocutora.

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Información

Año
2019
ISBN del libro electrónico
9788432151491
Categoría
Literatura
II
FUERAN LAS QUE FUESEN LAS aprensiones del teniente, se desvanecieron con rapidez y sin dejar huellas. Continuó visitando cada vez con más frecuencia a las dos damas de Riga. Al principio, Yergunov fue a verlas a escondidas, pues le avergonzaba un poco semejante intimidad; luego, poco a poco, prefirió abiertamente aquel lugar a cualquier otra casa, sin exceptuar las tristes cuatro paredes de su habitación. La señora Fritsche ya no le producía una impresión desagradable, aun cuando continuaba tratándole con despego y hasta huraña. Las damas de aquella especie, por encima de todo, aprecian en sus visitantes la generosidad, y el teniente no dejaba de mostrar avaricia. En materia de regalos, lo que más le gustaba dar eran nueces, pasas y bollitos de alajú. Solo una vez se había arruinado, según su propia expresión: había ofrecido a Emilia una pañoleta de seda de color rosa y de auténtica fabricación francesa. El mismo día, ella le quemó las puntas a la luz de una vela; y, como él la reprendiese, ató la pañoleta al rabo de la gata; él se incomodó, y ella se rio en sus narices. El teniente, al fin, tuvo que confesarse a sí mismo que no inspiraba ningún respeto a las damas de Riga, sino que ni siquiera se había ganado su confianza, puesto que nunca le dejaban entrar de buenas a primeras y sin previo examen. A menudo le hacían esperar. Otras veces, le despedían sin más explicaciones; y para que no se enterase de sus confidencias particulares, hablaban en alemán delante de él. Emilia nunca le contaba lo que hacía, y siempre le respondía con evasivas a todas sus preguntas. Pero lo que más le chocaba era ver que constantemente le impidieran entrar en ciertas habitaciones de la casa de la señora Fritsche, que a pesar de parecer un barracón, era bastante espaciosa. A pesar de todo, Yergunov continuaba frecuentando el trato con Emilia. Le alagaba secretamente su amor propio que su joven amiga, que continuaba llamándole Florestán, percibiese cada vez más su belleza varonil, y le dijera que sus ojos se parecían a los de un páraro del paraíso.
Un día, en el rigor del verano y a la hora de la siesta, tras haber pasado el teniente toda la mañana al sol con los operarios del astillero, llegó molido y casi a rastras a la puerta falsa que tanto conocía. Llamó y no le hicieron esperar mucho. Apenas entró en lo que llamaban salón, se tumbó en el sofá. Emilia se le acercó y, con su pañuelo, enjugó la frente del oficial, bañada en sudor.
—¡Qué fatigado está usted! ¡Qué calor tiene! —dijo con tono compasivo—. ¡Pobre amigo mío! ¡Si se hubiese soltado nada más que la presilla del cuello! ¡Dios mío, si se le va a saltar el corazoncito del pecho!
—No puedo más —gimió Yergunov—. ¡De pie desde el alba y dándome en el chacó[1] un sol abrasador! Mi primera intención fue refugiarme en casa; pero me esperan allí esas serpientes de proveedores. Aquí, en tu casa, ¡qué fresco! Si me atreviese, creo que me echaría una siestecita.
—Pues hazlo, duérmete; nadie te molestará aquí.
—Pero tengo conciencia de que...
—¡Vaya una idea! Duerme, voy a acunarte.
Y se puso a tararear una canción de nodriza. El teniente exclamó:
—¡Si me dieses antes un vaso de agua!
—Toma, aquí la tienes, transparente como el cristal. Espera, voy a ponerte una almohadita debajo de la cabeza... Y también esto... contra las moscas.
Le cubrió la cara con su pañoleta del cuello.
—Muchas gracias, cupidillo mío —dijo él, y se quedó dormido.
Emilia canturreaba balanceándose como si le hubiera mecido, y se reía ella misma de sus propios ademanes y de su canción.
Al cabo de una hora se despertó Yergunov. En sueños le había parecido que alguien se inclinaba sobre él y lo tocaba. Levantó la pañoleta que le cubría los ojos... Emilia estaba de rodillas, junto al sofá, con una expresión rara en su rostro. Se levantó precipitadamente y corrió hacia la ventana, ocultando una cosa en el bolsillo. El teniente se desperezó, y dijo:
—¡Menudo sueñecito que me he echado! Acércate un poco a mí, mi querida damisela.
Emilia se aproximó. El marino se levantó bruscamente del sofá, metió la mano en el bolsillo de Emilia y sacó de él... unas tijeras pequeñas.
—¡Jesús! —exclamó Emilia, sin poderse contener.
—¡Son unas tijeras! —balbuceó el teniente.
—Claro. ¿Qué creías que ibas a encontrar? ¿Alguna pistola? ¡Vaya una cara pícara que tienes! Las mejillas arrugadas como un almohadón, y el pelo tieso en la nuca. Ni siquiera te sonríes... ¡Oh!
Emilia soltó su risa a todo trapo.
—Basta, basta —dijo enfadado el teniente—. Si no se te ocurre ninguna otra cosa más de chiste, me voy...
Y viendo que no cesaba de reírse, cogió el chacó y repitió:
—Me marcho.
Emilia se calló, pero luego dijo:
—¡Caramba, qué pícaro! Un verdadero ruso... Todos los rusos son malos. ¡O sea, que te vas! Ayer me prometiste cinco rublos, y hoy no me has dado nada y te marchas de aquí...
—No llevo dinero encima —murmuró el teniente desde el quicio de la puerta. Adiós.
Emilia lo siguió con la vista y lo amenazó con el dedo.
—¡Vaya con lo que sale, que no lleva dinero! ¡Todos estos rusos son unos embusteros! ¡Vaya, vaya, con el señor farsante! Tiíta, venga usted, que le voy a contar una cosa...
La noche del mismo día, al desnudarse para irse a la cama, advirtió el teniente que estaba descosido como la largura de un dedo el reborde superior del cinturón, de aquel cinturón que llevaba encima siempre. Como hombre ordenado que era, enseguida cogió hilo y aguja, dio cera al hilo y recosió con esmero el descosido; pero, fuera de esto, no prestó atención a aquella insignificante circunstancia.
El día siguiente lo consagró el teniente a los deberes de su cargo. No salió de casa ni siquiera después de comer. Y con grandes sudores estuvo hasta la noche redactando y pasando a limpio informes para la superioridad, confundiendo lastimosamente el acento grave con el agudo, poniendo siempre después de cada pero una coma, y después de sin embargo un punto y coma. A la mañana siguiente, un chicuelo judío,...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. ÍNDICE
  5. I
  6. II
  7. III
  8. IV
  9. AUTOR