Diez principios para ciudades que funcionen
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Diez principios para ciudades que funcionen

Marcelo Corti

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Diez principios para ciudades que funcionen

Marcelo Corti

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Citas

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Una ciudad que funciona permite distintas alternativas de encuentro, relación, conflicto y aislamiento entre un grupo muy amplio y diverso de personas. Si esto no es así, la ciudad no funciona o funciona mal. Los sistemas de transporte, las normativas urbanísticas, la oferta de viviendas, servicios y espacios públicos o las condiciones del medio ambiente –o todos ellos…– dificultan el encuentro y la relación, exacerban o invisibilizan los conflictos, impiden (o por el contrario, obligan a) el aislamiento de las personas, reducen la diversidad de la experiencia humana y dejan a mucha, demasiada gente afuera del uso y disfrute de los atributos urbanos. La idea que fundamenta este libro es que las ciudades no funcionan, pero pueden funcionar.

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Información

Año
2020
ISBN
9789873627286
1.
Tiene derecho a tener su propia agenda urbana (o también: consiga dinero, no consejos)
(*)
Buenos Aires 1974, por Luis Caporossi. “Este dibujo no es imaginación, fue producto de mis viajes en el colectivo 86, cuando trabajaba en el proyecto del conjunto Piedrabuena”. Fue imagen de presentación del número (2)157-158 de Café de las ciudades, febrero de 2018.
*- Anticipo que el contenido de este principio se aplica también a este libro y a su autor… Para formularlo en esos términos, tiene usted el derecho y la obligación de tener sus propios principios, y su ciudad tiene el derecho y el deber de tener su propia agenda.
En general, no le vendrá mal a su ciudad aplicar los principios y recomendaciones de la Nueva Agenda Urbana (NAU). Pero este documento (y los Objetivos del Desarrollo Sustentable, y los Objetivos del Milenio, y tantos objetivos, pactos, tratados, consensos, declaraciones, manifiestos, etc., etc.) es el fruto de un trabajoso consenso entre 193 gobiernos de diferentes signos políticos y muy distintos grados de respeto por la democracia y los derechos humanos. Para llegar a ese acuerdo, seguramente hubo que aplanar criterios, omitir objetivos y resignar ideales que quizás sean justamente los que más necesita su ciudad.
Es muy probable, por ejemplo, que su ciudad no tenga como problema “poner fin a la defecación al aire libre”, como sostiene el punto 119 de la NAU. El mismo punto compromete a los firmantes a promover “inversiones adecuadas en infraestructuras de protección accesibles y sostenibles y en sistemas de servicios de agua, saneamiento e higiene”, pero no aclara como se promoverán. El punto 13 imagina ciudades que “cumplen su función social, entre ellas la función social y ecológica de la tierra”, mientras que el punto 53 compromete a “promover la creación de espacios públicos seguros, integradores, accesibles, verdes y de calidad que fomenten el desarrollo social y económico, con el fin de aprovechar de manera sostenible su potencial para generar mayores valores sociales y económicos, entre otros, el valor de la propiedad, y facilitar la actividad empresarial y las inversiones públicas y privadas, así como las oportunidades de generar medios de subsistencia para todos”. Pero en realidad, toda operación de mejora y calificación de espacios públicos debería incluir mecanismos de prevención de aumentos del valor inmobiliario, o su recuperación por el Estado y la sociedad –el aumento del precio de la propiedad no es un factor de crecimiento económico sino, por el contrario, un obstáculo a este y a la justa distribución de sus frutos. Más apropiado es el reconocimiento, en el punto 15, de la “función rectora de los gobiernos nacionales”. La visión anterior de los organismos multilaterales privilegiaba en cambio una visión particular del principio de subsidiariedad, que establece que los gobiernos de proximidad son los más adecuados para gestionar los asuntos locales; esta visión parece de una lógica irreprochable, pero fue muchas veces una coartada para justificar el abandono de los temas urbanos por los gobiernos nacionales, muchas veces sin siquiera una transferencia de recursos que compensara las nuevas funciones transferidas a los municipios.
La contradicción más evidente de la NAU es la que enfrenta subrepticiamente las dimensiones social y económica de sus compromisos de transformación. Durante la confección del documento estas dimensiones alternaron el primer y segundo lugar en el orden de aparición (la dimensión ambiental siempre ocupó el tercer lugar). Esto indica una discrepancia entre la prioridad para “el desarrollo urbano sostenible para la inclusión social y la erradicación de la pobreza” frente a la “prosperidad urbana sostenible e inclusiva y oportunidades para todos”. Vale decir, la vieja pero siempre actual discusión sobre si primero debe crecer la economía para que luego sus beneficios se derramen o si es necesario primero acordar el reparto de beneficios para pasar luego a generar riquezas (opción esta que, en todo caso, fue la que parece haberse acordado con toda la precariedad del caso).
Estas contradicciones, que son bastante evidentes para los documentos y agendas que elaboran las burocracias internacionales, también se encuentran en los discursos y relatos de los gurúes particulares, el mundo “ogeneístico” o las corporaciones multinacionales. Jan Gehl, cuyo trabajo sobre la humanización del espacio público resulta de utilidad para cualquier gestor urbano, fue contratado para amenizar la megaurbanización privada Nordelta, en la zona norte de la región metropolitana de Buenos Aires. ¿Cómo creer en su prédica sobre el espacio público si él mismo acepta que pueda aplicar sus ideas a una de las privatopías más brutales de América Latina?
En ocasiones los consejos de “expertos” vienen en formato de asistencia por parte de organizaciones más o menos no gubernamentales. Prefiera seguirlos a comprarlos, pero verifique antes qué o quienes están detrás de esos consejos. Nada es solo “no gubernamental” o “no algo”, siempre hay algún “sí” que lo define mejor y eso no es necesariamente malo, pero es necesario que usted sepa cuál es ese “sí”. Y por cierto, evite con cualquier excusa razonable que su valioso tiempo o el de su equipo sean malgastados en las reuniones de karaoke o ejercicios de multiple choice a los que muchas veces suelen recurrir estas organizaciones para presentarse como buena gente, divertida y no convencional.
En fin, las mismas prevenciones serán necesarias cuando Siemens, IBM, Microsoft, Tesla, Odebrecht o cualquier otra corporación le vengan a ofrecer soluciones para transformar su ciudad en inteligente, resolver sus problemas de tránsito con una megaobra vial, evitar inundaciones con la canalización de un arroyo o dar un destino mejor a la basura que genera su ciudad con algún método novedoso y caro.
Por supuesto que necesitará experiencia y ayuda externa, por supuesto que deberá pagar por ella en algún momento. Pero es esencial que sea usted (o mejor dicho, su ciudad, entendida como un dispositivo colectivo social, cultural, técnico y político) quien determine cuáles son sus problemas, cuales las prioridades y cuales las soluciones posibles y efectivas.
Estas soluciones, por supuesto, requerirán dinero para concretarse (“yo no digo que todas, pero hay algunas”, como dice la copla). No acepte consejos que no vengan acompañados de recursos económicos o financieros sostenibles. Y si no le pueden dar dinero, que al menos le digan donde conseguirlo. De eso se trata el principio siguiente.
2
¿De qué va a vivir la ciudad?

Ciudad en marcha, por Celina Caporossi (2008).
Esta pregunta es, según me dijo el gran alcalde de Curitiba Jaime Lerner en una entrevista, la primera que debe responder alguien que vaya a formular una política urbana. Obviamente, y como todo en las ciudades, lo más probable es que viva de lo que ya está viviendo: de los servicios que le brinda a una región (un hinterland rural, un área de innovación tecnológica, un eje industrial), de lo que producen sus industrias, de las bellezas naturales de su entorno o de la riqueza cultural de su historia. Esto es lo que se denomina base económica: aquello que la ciudad elabora y ofrece pero no consume, o que consumen gentes que no residen en ella.
Hemos formulado este principio como una pregunta; el principio tácito es que usted debe saber de qué va a vivir su ciudad y de este se derivan principios relacionados. El primero de ellos es que la base económica no debería afectar la calidad de la vida urbana, sea a través de la contaminación que genere la industria o la ruralidad extensiva o a través de la afectación a la renta urbana y la diversidad barrial que pueden generar los servicios y el turismo. Es algo fácil de aceptar en teoría pero muchas veces difícil de aplicar sin afrontar conflictos, muchas veces muy fuertes. Cómo afrontar esos conflictos es esencialmente una cuestión de habilidad política, de generar alianzas con actores sociales y sectores de la ciudadanía que puedan contrapesar o mitigar el peso de las grandes corporaciones y sus heraldos mediáticos. Si usted ha llegado a ocupar una posición que le obligue a enfrentar estos desafíos, se supone que al menos tiene la voluntad de jugar el juego desde los principios e ideales que hicieron que su electorado confiara en usted: apóyese en esa confianza y no defraude a su pueblo.
En un futuro más o menos cercano, las ciudades enfrentarán dos grandes cambios en aspectos socioeconómicos que históricamente determinaron sus formas, sus espacios y sus relaciones sociales: el comercio y el trabajo (o mejor dicho, el empleo).
Por un lado, la definitiva hegemonía del comercio electrónico amenazará la vitalidad de los centros comerciales (tanto los tradicionales como los de los shopping-malls) e introducirá cada vez más complejas cuestiones de logística para satisfacer demandas y pedidos formulados por la web. La vieja y efectiva fórmula de barrios densos con plantas bajas comerciales para generar vitalidad quedará en riesgo. Un ejemplo: quizás quien esto lea habrá notado la reciente proliferación de peluquerías diseñadas como pequeños clubes de usuarios, en locales que pocas semanas antes albergaban tiendas o negocios. La cabeza de los clientes, “insumo” básico del servicio, requiere el lugar físico concreto; no es posible manejar ese proceso por Amazon o Mercado Libre… Ese tipo de usos, estos nuevos ritos (o los lavaderos de ropa, o las cervecerías artesanales para el “after office” del milennial de cuello blanco) son la esperanza de supervivencia de las áreas centrales de las ciudades, una nueva excusa para la necesidad gregaria de reunión humana.
Por otro lado, la robotización/automatización productiva hará cada vez menos necesario el trabajo humano, el empleo. Estamos acostumbrados, en particular desde la crisis de los años ´30 del siglo XX, a que la producción y el bienestar económico tienen un correlato de generación de trabajo o, específicamente, empleos para la población. Un problema que deberemos afrontar en modo creciente es que la ciudad del futuro será para gente que no tendrá trabajo.
Esto puede resolverse en dos formas:
- la deseable, un reparto equitativo del empleo en pocas horas semanales y una sociedad de renta básica universal, orientada por primera vez en la historia por el ocio, en la que los robots cumplan la función que en las grandes civilizaciones de la antigüedad estaban a cargo de esclavos,
- o una sociedad dividida violentamente (en sentido literal) entre incluidos y excluidos del nuevo orden.
Esta encrucijada, por supuesto, se resolverá en las calles y en las redes, en la disputa política y con conflicto.
En cualquier caso, un principio que deberá esforzarse para aplicar en su ciudad es el de movilizar el capital local hacia la construcción física y social de la ciudad. Esto involucra los excedentes de la base económica, la acumulación comercial, etc. Su desafío será lograr que ese capital o la mayor parte de él se vuelque hacia el mejoramiento de su ciudad y la generación de empleo local. Para eso es fundamental el liderazgo público y la credibilidad en los objetivos de desarrollo urbano explicitados en planes, programas y normativas, como también la conformación de algunos instrumentos (fideicomisos, empresas públicas de urbanización con capacidad de establecer alianzas con sectores privados, etc.) y el planteo de formas de desarrollo cuya escala sea amigable con la de los inversores locales. Es esencial que el municipio conozca la cantidad de operadores privados para cada rango de inversión y pueda prever la participación local en distintos tipos de desarrollos; esto impacta por ejemplo en la determinación de tamaños de parcelas y de índices de constructividad o factores de ocupación por terreno en las normativas urbanísticas. Un municipio puede generar alianzas beneficiosas con empresas locales (industrias, comerciantes, proveedores de servicios y, por supuesto, constructoras y desarrollistas urbanos) a condición de mantener y defender el liderazgo público de la urbanización. Una asociación con una empresa o un desarrollista es para un municipio como una pareja, como un noviazgo: puede ser muy útil y ayudar a crecer, pero hay que dejarlos si se tornan posesivos o amenazantes –además, ya aparecerán otros.
Dentro de ese capital local debe y puede incluirse el generado por las llamadas economías populares. En particular, el dinero (y el trabajo) invertido por sectores populares en la llamada producción social del hábitat, incluso los más pobres en asentamientos irregulares, es también una riqueza que se origina y se invierte en la ciudad.
El patrimonio cultural, artístico y arquitectónico es claramente una riqueza muy factible de aprovechar en la ciudad; esto también aplica al patrimonio natural. Aquí corresponde una prevención: no matar la gallina de los huevos de oro… Esto implica no sobrecargar las actividades derivadas de estos patrimonios, no permitir intervenciones que atenten contra el paisaje, no banalizarlos.
Otro principio derivado o consecuente del enunciado en este punto es que la ciudad genera dinero por sí misma. Hay actividades y procesos económicos que se desarrollan en las ciudades, en particular los mercados privados –que las utilizan como lugares de producción y consumo de bienes y servicios– y la economía del sector público, especialmente en los aspectos tributarios y en el financiamiento de obras y servicios públicos. Pero también hay una economía que es propia y específica de las ciudades: la renta del suelo urbano en sus distintas formas (comercial, residencial, o industrial).
Esta economía del suelo tiene varias particularidades: por empezar, no tiene las mismas características respecto a la oferta y demanda que otros productos; no es posible reducir el costo del suelo simplemente ampliando la oferta, como ocurre con el trigo o con el petróleo. Otra peculiaridad del suelo urbano es que su valor no está determinado por acciones de su propietario sino por las que genera la sociedad en su conjunto y el sector público en particular: las obras de infraestructura, equipamiento y servicios, la normativa urbanística, la cercanía de parques, etc.
Recientemente, Barr, Smith y Kulkarni han publicado un estudio cuya conclusión es que el valor sumado de todo el suelo urbano disponible en la isla de Manhattan alcanza a 1,74 billones de dólares (billones en el sentido que la palabra tiene en castellano: millones de millones). Este valor supera al del PBI de Canadá y al de las tres principales corporaciones multinacionales sumadas. Si usted hiciera un estudio semejante sobre su ciudad, los resultados serían mucho más modestos pero también lo sorprenderían por su magnitud relativa. La mala (o buena) noticia es que, salvo una catástrofe inimaginable, jamás la totalidad del suelo de Manhattan ni de su ciudad estarán en oferta al mismo tiempo. Y en caso de producirse esa catástrofe, o por lo menos una crisis que obligue o motive a muchos propietarios a desprenderse de suelo, esos valores decrecerán dramáticamente.
El problema con ello es que todas las personas propietarias de suelo urbano piensan que poseen un respaldo que solo un reducidísimo porcentaje de ellas realizará en un plazo más o menos cercano. Mientras tanto, todas actuarán en función de esa expectativa e influirán sobre el acceso de toda la sociedad a la vivienda y a los atributos urbanos en general; por ejemplo, en el valor que fijen al alquiler de sus propiedades o en su negativa a construir una superficie menor a lo que la normativa permita en el área. Usando una analogía futbolística, son como los jugadores de ese equipo que queda con un hombre más en cancha por la expulsión de un rival y que, por no recibir órdenes adecuadas de su director técnico o por mera indisciplina, creen ...

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