La vida cotidiana en la edad media
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La vida cotidiana en la edad media

El paso de la aldea a la ciudad

  1. 176 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La vida cotidiana en la edad media

El paso de la aldea a la ciudad

Descripción del libro

Existe una bella palabra en latín para describir los materiales procedentes de edificios antiguos reutilizados en construcciones posteriores. Esa palabra, spolia, podría caracterizar lo que fue en esencia la Edad Media.

Las bases que sustentaban el mundo antiguo se aprovecharon para construir, junto con los cimientos del cristianismo y el islam, una sociedad rica, colorida, diferente y a la vez muy parecida a los seres humanos de la actualidad. Tanto la arqueología como las fuentes escritas han tendido puentes para mostrarnos la cotidianeidad de esa gente y los cambios políticos, económicos, sociales y religiosos que dejaron huella en su día a día.


En La vida cotidiana en la Edad Media se analizan los principales espacios públicos y privados en las aldeas medievales y la manera en que este tipo de vida se transformó con la aparición de las primeras ciudades. Nos acercamos así a la realidad de las sensaciones, los gestos, lo íntimo, lo cercano y lo familiar de los hombres y las mujeres corrientes que vivieron bajo esos diez siglos de luz y oscuridad.

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Información

Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788418139130

El castillo y el palacio del señor

~ Siglos xi-xiv ~

En la lámina de agosto del libro iluminado del siglo xv Las muy ricas horas del duque de Berry, se puede contemplar a un noble, tal vez el propio duque, acompañado de un séquito de damas y cortesanos. Dos de los personajes sostienen sendas aves de presa en las manos y el jinete que va en la delantera sujeta un pajarillo por la cola, a punto de soltarlo, para incitar a los halcones a cazar. El cortejo viene precedido por un criado que camina sosteniendo otro par de rapaces y junto a los caballos corretean dos perros inquietos. Al fondo aparece el castillo d’Étampes, situado al sur de París, que el duque había adquirido recientemente. Junto a este, en una escena idealizada, se puede ver a unos campesinos recogiendo la mies y bañándose desnudos en un río.
Lámina de agosto del libro Las muy ricas horas del duque de Berry, del siglo xv.
Lámina de agosto del libro Las muy ricas horas del duque de Berry, del siglo xv.
A partir de ilustraciones como la que se ha descrito y de diversos textos, no es difícil hacerse una imagen de la cotidianidad de estos señores. Para ellos, pasar los días entre los muros del castillo era muy aburrido, por lo que necesitaban distraerse y quizá, como podemos ver en la miniatura, salir a cazar con un halcón. Tal vez incluso con un gerifalte llegado de las frías tierras de Islandia, que podía costar una fortuna en buena moneda de oro y plata. Don Juan Manuel afirma en su Libro de la caza que estas aves son más grandes que las del sur de Europa, más ligeras y que cazan con mayor elegancia.
Antes de salir, se preparaba todo lo necesario para la cacería. Las aves se encontrarían en grandes perchas como las que se describen en el Cantar de Mio Cid, atendidas con sumo cuidado como las preciosas joyas que son.
Además del gerifalte, el señor quizá tiene un azor joven, recién mudado, o un viejo halcón sacre. Con ellos caza cornejas, grullas, patos e incluso alguna liebre. Con el recuerdo de los combates en el aire de este bello animal con sus presas, se deleitaría el señor junto al fuego a lo largo de todo el año.
Como puede observarse en otra miniatura, también de los hermanos Limbourg, tal vez la comitiva de este noble atravesase a buen paso sus campos, su reserva señorial. Aunque fuera temprano, los campesinos llevarían ya horas segando, pues cuando llegasen los calores del mediodía sería muy difícil trabajar. El señor se alegraría si las espigas recogidas eran altas y abundantes, ya que así sus almacenes estarían repletos de buen grano.
El día a día en la corte del señor
La vida en las cortes señoriales suele ser monótona y tan solo se anima un poco en determinadas fechas: cuando se convierte en un centro militar desde el que se prepara una campaña, con motivo de una feria cercana, con las fiestas que suceden a la cosecha, cuando el señor se encarga de juzgar o los días en que los campesinos pagan las rentas.
El resto del año, los señores pasan el rato cazando, entrenándose para los torneos, participando en ellos o bien inmersos en alguna de esas innumerables e interminables querellas con algún señor feudal vecino. De estas actividades, su preferida es la caza. Cazan ciervos y jabalíes, osos y lobos, palomas y garzas. A caballo, a pie, con lanza, con arco, con perros y con halcones.
Y las mujeres dedican la vida a actividades más tranquilas como coser y bordar o charlar en los jardines del castillo.
En este mundo cíclico y repetitivo, la llegada de un peregrino o un mercader de tierras lejanas suele ser recibida con alegría y numerosas manifestaciones de hospitalidad caballeresca.
Cuando comenzase a bajar el sol, cerca de las vísperas, sería buen momento de regresar a casa. Allí, con la mesa repleta de comida y los vasos rebosantes de vino, podría rememorar la jornada de caza y, tal vez, mientras observa las armas y el escudo colgados en la pared, recordase el último torneo al que acudió, en las bellas tierras de Champaña.

La vivienda del señor

Durante el período medieval, las élites pudieron disfrutar de una enorme variedad de alojamientos. Entre las torres de madera de época vikinga, los castillos de Normandía, los palacios renacentistas de la Italia del Quatroccento o las casas fortificadas de Inglaterra hay muchas, y obvias, diferencias. No obstante, en este caso, con objeto de dar una visión general, tomaremos una residencia señorial arquetípica: un castillo del siglo xii para, a partir de su análisis, comprender mejor la morada modelo de estos señores.
La fortaleza, por lo general, estaba ubicada en lo alto de un montículo rocoso, cuyas laderas resultaban difíciles de escalar por cualquier atacante. En otros casos se utilizaban profundos fosos de más de 10 metros de profundidad y setos de espinos que dificultaban el movimiento de los atacantes.
El edificio propiamente dicho está compuesto, en primer lugar, por unos fuertes muros denominados «cortinas», en los que hay hay engastados diversos torreones de forma generalmente cilíndrica, más altos que las murallas, y que se suelen ubicar en los ángulos salientes del edificio y junto a la puerta de entrada para concentrar la potencia de ataque en caso de ser necesario. Su interior está dividido en diversos pisos con suelo de madera y escaleras engastadas en los muros, y en el centro o el lateral de cada piso hay un hueco para que los defensores puedan elevar los proyectiles con poleas. Sobre la muralla, detrás de las almenas, se sitúa el adarve o camino de ronda que rodea el perímetro amurallado y sirve de comunicación entre las diversas torres. En muchos casos, el suelo de estos adarves sobresale unos centímetros hacia el exterior en forma de saledizos, denominados «matacanes», que tienen unas pequeñas aberturas, con objeto de que los ballesteros puedan disparar de forma perpendicular a los atacantes sin riesgo. Anteriormente, estas estructuras se realizaban en madera, pero lo inflamable de este material dio lugar a que, poco a poco, se reemplazasen por estructuras de piedra.
El punto más vulnerable de la fortaleza es la puerta y es por ello que se pone especial cuidado en asegurarla. En primer lugar, se realiza en madera dura revestida de hierro y se protege con un rastrillo con forma de rejilla de madera que se recubre con planchas de hierro. Además, delante del portón se suele ubicar un puente levadizo que se levantaba con un simple pero eficaz mecanismo de cadenas que se enrollan mediante un torno. Como medida de protección añadida, frente a la puerta y al otro lado del foso se sitúa una pequeña fortificación, denominada «barbacana», que constituía la primera barrera defensiva.
El interior de los castillos acostumbra a ser sencillo y tener una clara vocación de practicidad. Así, tras el primer cinturón defensivo, suele haber un gran espacio donde durante buena parte de la Edad Media se ubican las viviendas y talleres de aquellos que trabajan para el señor: herrero, carpintero, canteros, personal de las granjas, cocineros e incluso algún mercader, de tal manera que se llegaban a formar verdaderas aldeas dentro de la estructura defensiva. Dado lo frágil e inflamable de estas casas, poco a poco se las irá desplazando al exterior del recinto amurallado.
Por supuesto, el edificio principal lo constituye la torre del homenaje, denominada así por ser el lugar donde se desarrolla la ceremonia del homenaje, verdadero centro simbólico del feudalismo, en la que un vasallo jura fidelidad a un señor por medio de una ritualidad preestablecida. Este edificio se ubica, con frecuencia, en uno de los extremos del castillo, normalmente en la parte más elevada y más fácilmente defendible de toda la estructura. Al igual que el resto de las torres, se halla compartimentada en distintos niveles, cada uno de los cuales tiene una función bien definida.
La evolución de los castillos durante la Edad Media
Los primeros castillos medievales eran edificios de madera situados sobre un montículo y rodeados por una empalizada y un foso. Este complejo constructivo servía como recinto defensivo en caso de ataque y como residencia del señor.
Desde finales del siglo x, los sistemas de fortificación se van perfeccionando. La piedra comienza a reemplazar la madera. Los muros se elevan y se hacen más anchos. También se ensanchan los fosos y el trazado de la muralla, y los accesos se perfeccionan para mejorar la defensa.
En los primeros años del siglo xiii aparece el castillo de tipo gótico, caracterizado por poseer un recinto más pequeño y un mayor número de mecanismos defensivos.
En los últimos siglos medievales, el desarrollo de la artillería supuso un serio problema para los constructores de castillos, cuyos conocimientos eran muy valorados. Entre las soluciones ofrecidas por estos, encontramos el uso del ladrillo, ya que absorbe mucho mejor que la piedra los impactos de bala.
El acceso al edificio se produce por una puerta ubicada en la primera planta, a varios metros de altura y por medio de una escalera ligera que pueda retirarse con facilidad en caso de ataque. El primer piso es el principal, donde se encuentra una gran sala que suele ocupar casi todo el espacio de la planta y donde se celebran los banquetes y se reúne la corte del señor. Allí tienen lugar las ceremonias de homenaje y es, asimismo, el lugar donde se administra justicia. Esta habitación suele tener los techos muy elevados y, con el tiempo, las estructuras de madera que lo componen se adornan con pinturas y con bellas estructuras también de madera llamadas «artesonados». Se suele subir a la segunda planta por medio de una estrecha escalera y es allí donde se ubican las alcobas del señor y de su esposa. El tercer y el cuarto piso se dedican a los dormitorios de los hijos y los vasallos o incluso de algunos criados. Por último, la azotea almenada, por ser la parte más alta del complejo, funciona como atalaya desde la que un vigía otea el horizonte en busca de señales de peligro. La planta baja, al contrario de lo que popularmente se cree, no se utiliza como calabozo, sino como almacén donde guardar desde harina o carne salada hasta vino y armas.
Escena de un banquete representado en La verdadera historia de Alejandro Magno, siglo xv.
Escena de un banquete representado en La verdadera historia de Alejandro Magno, siglo xv.
El interior de estas torres es con frecuencia sencillo y está escasamente amueblado, tal y como puede verse en diversas representaciones iconográficas. La luz entra por estrechas y alargadas ventanas, y se suele aprovechar su ensanchamiento hacia el interior como lugar de asiento, colocando unos poyos de piedra. Allí es donde la señora o las damas observan el exterior, cosen y leen con la poca luz que entra por el vano que a veces se cubre con pergamino engrasado para iluminar y proteger del frío. Debido a la escasa iluminación que se cuela por estas aberturas, es frecuente que el interior de la torre se alumbre con velas de sebo, antorchas o lámparas de aceite. El suelo se cubre, a veces, con esteras de paja entrelazada.
A partir del siglo xiii se extiende el gusto por decorar paredes y techos con vistosos y coloridos motivos geométricos que, junto con los tapices que el señor hubiese podido comprar, dan un toque vistoso a las estancias que contrasta con la imagen generalmente extendida de castillos tétricos de muros de piedra desnuda.
En la gran sala, la gente se acomoda en bancos colectivos y taburetes, un tipo de asiento que se emplea tanto para comidas diarias, banquetes y ocasiones especiales. La mesa se erige a partir de unos caballetes sobre los que se colocan unas grandes planchas de madera que se retiran una vez concluida la comida.
En lo que respecta a las alcobas, predominaban las grandes camas con dosel y los bancos en que se guardan las pertenencias y los ropajes.
La escasez de mobiliario era comprensible si tenemos en cuenta que buena parte de estos nobles pasan el año desplazándose de uno de sus castillos a otro, en largas procesiones de señores, cortesanos, sirvientes y carruajes. Las mulas y las carretas de cuatro ruedas que se usaban en estos desplazamientos se cargaban hasta los topes con alimentos, bebidas, la ropa de los señores y de los acompañantes, sábanas y colchas, arcones, alfombras y tapices, vajilla, capillas portátiles, camas desmontadas e incluso los vidrios de las ventanas, lo que hacía realidad el dicho de «llevar la casa a cuestas».

El linaje

A lo largo de la Edad Media, se fue forjando una élite aristocrática compuesta por un conjunto de familias que, mediante la gestación de linajes, consiguieron perpetuar y transmitir sus apellidos, así como su riqueza e influencia política. Se trataba de comunidades de parientes con vínculos de sangre comunes e incluso allegados externos. Lo que une a los miembros del linaje es principalmente la solidaridad tanto en el campo de batalla como en los asuntos económicos y, sobre todo, en los asuntos de honor. Esta solidaridad se manifiesta de manera evidente en las venganzas privadas, la famosa vendetta que tiñó de sangre las ciudades y los campos europeos durante todo el período medieval. De ahí la importancia de poseer una nutrida parentela dispuesta a ayudar en caso de necesidad. Así, por ejemplo, entre los frisones, en el norte de la actual Holanda, existía la costumbre de guardar en casa el cadáver del pariente asesinado hasta que se hubiese ejecutado la venganza, momento en el que, por fin, podía ser enterrado. En la villa castellana de Sepúlveda, por poner otro caso, en pleno siglo xiii, la venganza sobre el asesino de un familiar podía quedar impune simplemente con que el vengador tuviese un tatarabuelo en común con el asesinado.
No obstante, y a pesar de las lealtades debidas entre los miembros de un mismo linaje, los enfrentamientos dentro de estos, de hermanos contra hermanos o de hijos contra padres, fueron frecuentes. Tal es el caso de un caballero de Flandes del que nos habla Geoffroy du Breuil, que, tras ser expulsado de su casa por sus hermanos, pudo contemplar horrorizado como estos asesinaban a su hijo y a su mujer, lo que desató una fuerte represalia. Por casos como estos, la mayoría tenía claro que debilitar el linaje redundaba, en última instancia, en perjuicio para todos sus miembros.
El linaje se hace patente para el entorno a través de símbolos visuales como colores y blasones con los que se adorna casi cualquier elemento imaginable, desde la vestimenta o los estandartes hasta las paredes de los castillos. Asimismo, se recurre a antepasados lejanos o fantásticos con objeto de engrandecer la estirpe familiar. Las grandes genealogías, que tan populares fueron en los últimos siglos de este período, suelen incluir antecesores que pueden llegar incluso hasta la guerra de Troya. De hecho, cualquier elemento del clan que hubiese destacado por su valentía y destreza en el uso de las armas o por su santidad contribuía a engrandecer la estirpe y, como si se tratase de la savia que corre por las ramas de un gran árbol, redundaba en el prestigio de todos los miembros de la familia. Tal vez por ello, el linaje también funcionaba como una especie de juez colectivo de la moralidad y los comportamientos de sus miembros. El miedo a deshonrar y manchar a la familia suele estar presente en la mente del hombre medieval, en los momentos más delicados de la vida. De esta forma piensa el legendario Roldán del cantar cuando desecha la idea de tocar el cuerno y solicitar la ayuda de las tropas de Carlomagno, por miedo a que ese acto de supuesta cobardía represente una ignominia para toda su familia.
Los escudos de armas
Los escudos de armas aparecieron en Euro...

Índice

  1. Introducción
  2. La vida de las personas en la Edad Media
  3. La aldea: vivir en el campo
  4. Vivir en la ciudad
  5. El castillo y el palacio del señor
  6. El monasterio, la catedral y la universidad
  7. Conclusiones
  8. Apéndices
  9. Sobre el autor