
- 208 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La librería quemada
Descripción del libro
Querido lector, si alguna vez ha envidiado trabajar en una librería, si piensa que un librero posee una cultura que abarca desde los presocráticos hasta la nanotecnología y se pasa todo el día leyendo detrás de un mostrador, si es de los que huele los libros al pasar las páginas, si ha sentido la tentación de robar porque el dinero no le alcanzaba para llevarse todas las novedades, si cree que uno de los mejores sitios para ligar son las estanterías de narrativa extranjera, si lo han maltratado en una de esas grandes superficies donde cada día hay menos libros y más artículos de merchandising, si sospecha que una librería es un espejo de la sociedad y que la autoayuda es una de las mayores amenazas contemporáneas, usted tiene la obligación de leer esta novela.
Sergio Galarza cierra su trilogía sobre Madrid con este ácido y entrañable retrato de un grupo de libreros que mientras se esfuerzan por recomponer sus propias vidas rotas por el tedio, las claudicaciones y la desesperanza, se enfrentan diariamente a situaciones tan absurdas como tener que explicar a los clientes que los libros no se catalogan por colores y que los ascensores de la librería además de bajar, suben. Ahora deberán tratar de sobrevivir también a los despidos cada vez que bajen las ventas o a las nuevas y disparatadas políticas de mercadotecnia en un sector que vive una gran transformación y que no es ajeno a la crisis del país.
En La librería quemada todo arde. Dicen que los libros arden a 451 grados Fahrenheit, ¿pero alguien sabe a qué temperatura arde un librero?
Sergio Galarza cierra su trilogía sobre Madrid con este ácido y entrañable retrato de un grupo de libreros que mientras se esfuerzan por recomponer sus propias vidas rotas por el tedio, las claudicaciones y la desesperanza, se enfrentan diariamente a situaciones tan absurdas como tener que explicar a los clientes que los libros no se catalogan por colores y que los ascensores de la librería además de bajar, suben. Ahora deberán tratar de sobrevivir también a los despidos cada vez que bajen las ventas o a las nuevas y disparatadas políticas de mercadotecnia en un sector que vive una gran transformación y que no es ajeno a la crisis del país.
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Información
ISBN del libro electrónico
97884159342641
El viernes es el peor día de la semana. No cabe duda. Algunos dirán que son los lunes, por esa vuelta al trabajo que para muchos supone convertirse en una máquina de una planta de ensamblaje, una caja registradora o un dispensador de bebidas y comida. Pero el primer día de la semana mantiene por lo menos la alegría del reencuentro con otros autómatas que contarán sus averías etílicas del sábado por la noche. Otros se manifestarán en contra de los domingos y el tedio de sus tardes, cuando la resaca los tortura o su soledad crece con la misma rapidez con la que cambian de canal en el televisor, efectos que, lo saben por experiencia propia, se pueden combatir recordando victorias sobre resacas mayores o creyendo que hay otras soledades infinitas. Pero en La Gran Librería de Gran Vía no hay antídoto contra los viernes
Es interesante observar cómo las circunstancias modifican la fonética de las palabras. Para los empleados de aquella librería, “viernes” ha perdido la reconfortante cadencia que los hacía suspirar como si los hubieran indultado y pudieran escapar de esa cárcel de libros y clientes que a veces actúan como matones de discoteca. Viernes suena ahora con la brutalidad de una canción de death metal, es una advertencia del tsunami que un día los arrastrará hasta la orilla de ese manicomio que ya no quieren abandonar. Ha dejado de ser la misma palabra que figura en los carteles de la Gran Vía anunciando macrofiestas y diversión hasta el fin de los días. Ya nadie escribe planes para los viernes en sus agendas y tampoco cuentan las horas que quedan para irse a casa. Si pudieran harían horas extras y no remuneradas a cambio de eliminar los viernes del calendario.
Antes, hace unos años, a pesar de que el horario de trabajo ya se había ampliado hasta el sábado para los dependientes a tiempo completo, el viernes aún conservaba su promesa de libertad, sin pantallas de ordenador, sin quejas por teléfono, sin clientes que no recuerdan el nombre de un libro pero exigen que se lo busquen o que preguntan en la tercera planta si el ascensor en el que han subido también baja, sin aquel chaleco azul que, en vez de servir de chaleco antirreclamaciones, los hace más vulnerables a los caprichos de cualquier jefe o extraño. Desde que empezaron los despidos en La Gran Librería, nadie se libra del miedo que invade sus cuerpos ese día apenas entran de mañana por la puerta lateral, o por la tarde, cuando cruzan la puerta de vidrio de Gran Vía que les abre Usain, el nigeriano que se gana la vida esperando la caridad del público, y lo primero que hacen, tras recibir su reverencia, es buscar la mirada de los compañeros para saber si el parte de guerra incluye nuevas bajas. Lo usual es que las cabezas permanezcan hundidas entre los hombros derrotados, como los obreros que arrastraban piedras para construir las pirámides egipcias. Esa imagen la utilizó alguien una vez en una reunión informativa del Comité Defensor, y a todos los asistentes les pareció muy certera, incluso llegaron a reírse, cuando la risa era su forma de resistencia contra un enemigo invisible que llegó a convertirse en un mito, hasta que un mediodía vieron sus zapatos.
Aquellos zapatos blancos de tacón con un lazo dorado en la punta del empeine. ¡Cómo olvidarlos!
Los dependientes habían llegado a creer que Olga Labordeta, la gerente de Recursos Humanos, era un seudónimo inventado por los directivos de la empresa, uno de esos nombres ficticios que las editoriales utilizan para firmar libros infames. Cuando las ventas empezaron a caer por la pendiente de la crisis, Emiliano, el director de la tienda de Gran Vía, dijo que por fortuna La Gran Librería se encontraba a salvo, con las cuentas saneadas y un plan para conquistar el mercado de los libros electrónicos. Todos creyeron que ese comentario incluía a los trabajadores y siguieron ordenando las mesas y las estanterías cuando les apetecía, huyendo de los clientes, quitándose de encima a los más pesados, diciéndoles que el título que buscaban estaba descatalogado, tomándose descansos eternos para el desayuno o la merienda, abandonando la caja con la llave puesta, maldiciendo entre dientes si un jefe les ordenaba una tarea extra, alargando las bajas por depresión, inventándose días libres. Todos creyeron en la palabra de Emiliano, porque había sido uno de los suyos, un dependiente lento para descargar las banastas, así lo recuerda el Panceta, uno de los veteranos que trabajó con él, moviéndose por la planta con la misma torpeza que un jugador de baloncesto gigante, creando archivos de excel y powerpoint que dejaban alucinados a los jefes de las oficinas centrales y logrando, gracias a su pericia informática, ascender en dos años a la dirección de la sucursal más importante de La Gran Librería. Pero las ventas no dejaron de caer, y los culpables, como siempre, fueron los trabajadores.
La mayor sorpresa del primer despido no fue que sucediera, sino a quién le tocó marcharse. Cristo llevaba una década en la tienda y apenas rozaba los treinta años. Era delgado como una cerilla pero su cabeza nunca se encendía, aunque los clientes atacaran con preguntas desde todos los flancos. Mantenía la sonrisa adornada por sus gafas redondas a lo John Lennon y su melena se sacudía de forma leve al despedirse después de cada venta con un “muchas gracias por su visita”. Cristo era solidario con sus compañeros y los ayudaba a colocar los libros de su carro si él acababa antes. Era un melómano que hubiera alcanzado la felicidad creciendo en los Estados Unidos de los setenta, comprador compulsivo de vinilos por internet y jugador de baloncesto los domingos en una liga municipal. Un viernes, cuando faltaba media hora para que terminara el turno de la mañana, le pidieron por megafonía que llamara al 100, el anexo del despacho de Emiliano. Cristo estaba colocando libros en la sección de Filosofía. Nadie sospechó nada. Cuando bajó a reunirse con Emiliano, encontró en su despacho a un miembro del Comité Defensor y a un joven de camisa a rayas que se identificó como subalterno de Olga Labordeta. Hasta ese momento ni él mismo podía imaginarse lo que iba a pasar. Cinco minutos más tarde, al abandonar el despacho, habiendo aceptado el finiquito por su despido y con la noticia volando más rápido y alto que su ídolo Magic Johnson, un compañero le preguntó si iba a demandar a la empresa.
–No me gustan los problemas.
–¿Y qué vas a hacer ahora?
–La verdad es que he comprado un montón de discos nuevos y no he tenido tiempo de escucharlos.
Los siguientes días algunos compañeros lo llamaron para mostrarle su apoyo y saber cómo estaba. Pero la gente lo olvidó pronto, les daba pereza marcar su número, tanta como cuando veían un libro atravesado en una estantería y sus pies se volvían de plomo, giraban la cabeza hacia otro lado y evitaban pasar cerca de aquella estantería.
La Gran Librería era famosa porque sus abogados nunca ganaban ningún juicio por despido, pero Cristo decidió encerrarse en sus canciones y lo último que se supo de él fue que cultivaba una huerta en Murcia. Aunque un miembro del Comité Defensor estuvo presente y se informó por medio de un comunicado que la empresa se había amparado en la crisis económica que azotaba al país para echarlo, de manera extraoficial se llegó a especular que lo habían descubierto sustrayendo dinero de la caja en complicidad con un cliente que pagaba con tarjetas de devolución. Sustraer. Es el verbo que marcó una equis sobre su sonrisa en el recuerdo de los compañeros. Una vez sembrada la duda, hubo tiempo de sobra para tejer leyendas. La más delirante afirmaba que le urgía dinero para entrar en una puja por internet de una primera edición china del Let it be.
Un domingo de enero, por la mañana, mientras se realizaba el inventario anual, alguien encontró el chaleco azul de Cristo detrás de unos libros en el cuarto de las taquillas de la segunda planta. Al chaleco le habían crecido pelusas y parecía un caniche. Al sacudirlo, cayó un papel de uno de los bolsillos. Cristo había anotado lo siguiente: “Nacemos analógicos y morimos como copias piratas del top manta”.
El subalterno de Olga Labordeta empezó a visitar las sucursales de La Gran Librería cada dos meses como un sicario disfrazado de cartero. En vez de un carrito llevaba una carpeta negra de plástico, y en la carpeta una carta con las copias necesarias. Era rápido, el más eficaz, desenfundaba su carpeta sin aspavientos y disparaba a matar. Sus víctimas coincidían en señalar que no parpadeaba y apenas movía los labios al despedirse. Era alto, joven y se había rapado la cabeza para disimular una calvicie prematura. Se empezó a rumorear que era hijo de un director regional, pero la información que llegaba desde las oficinas centrales en Alcobendas era escasa. Uno de los anhelos de varios de los dependientes de las tiendas era trabajar allí, en ese refugio anticrisis donde el aire acondicionado nunca se estropeaba y los viernes terminaban a las tres de la tarde sin despidos. Los compañeros que lo habían logrado no habían vuelto a pisar ninguna tienda. ¿A alguien le gustaría volver a vivir en una barriada a punto de ser desalojada después de mudarse a una casa en La Moraleja?
Las ventas, sobre todo durante la campaña de texto escolar y universitario, se habían deslizado por una pendiente que atravesaba el subsuelo. Antes de que el gobierno aceptara que el país naufragaba en su peor crisis económica, La Gran Librería había batido todos sus récords, los clientes compraban incluso aquellos ejemplares que los distribuidores no aceptaban en las devoluciones. La gente no podía vivir sin un libro bajo el brazo. Rara vez preguntaban si había una edición de bolsillo y pagaban sin pedir descuento. Había fines de semana en los que las estanterías eran un desafío de Tetris y los lunes las mesas lucían como descampados, pero siempre llegaban las banastas salvadoras, ese ejército gris de plástico que servía para construir nuevas torres de libros. Entonces nadie preguntaba por qué se vendía tanto y tampoco había concursos entre las sucursales para motivar a los dependientes. Toni, un empleado de la tercera planta, fue el único que se marchó sin esperar a que lo despidieran, resumió así la situación crítica que siguió al boom libresco: “Esto es como un bajón de cocaína”.
Lo siguiente fue la contratación de sicarios en todas las empresas que no cumplían sus objetivos, multiplicándose así los obituarios de empleados. Un despido a los cincuenta años era igual que ser enterrado vivo. Y a los cuarenta, y a los treinta quizás, porque a los veinte solo se es becario, y eso apenas cuenta como agonía. Se multiplicó también el pánico y los empleados quedaron divididos como esquirlas de un hueso tras una paliza. Cuando echaban a un compañero ya no había lugar para la rabia, esa que debía concentrarse en un solo puño que tirara abajo la puerta del despacho de los jefes. Los que permanecían en su puesto se alegraban de seguir con vida, construían de inmediato una semblanza breve del ex compañero a varias voces, un retrato que oscilaba entre la querencia y el odio dependiendo de las veces que el despedido les había aceptado un cambio de turno, y luego se ponían a trabajar al mismo ritmo de siempre, entre la desgana y la resignación, como si el chaleco azul fuera un grillete.
El despido de Cristo había sido un mensaje que no habían comprendido. Uno de los mejores dependientes, quizás el mejor, un librero que podía encontrar el camino de Mick Jagger a John Stuart Mill, recomendando de paso a Thoreau, una enciclopedia de pelos largos y lomo torcido que recitaba de memoria códigos de catalogación de trece números de los clásicos y los más vendidos de Filosofía, había sido usado como chivo expiatorio, pero el ejemplo no había servido para nada. Los sobrevivientes seguían cultivando sus vicios y el más grave era no levantar la cabeza, ya no para buscar algún cliente despistado y ayudarle a encontrar un libro, sino para darse cuenta de que el muro que los protegía había sido derruido y que una cuadrilla de obreros con traje y corbata estaba levantando uno más alto que los mantendría aislados como si fueran pacientes de un psiquiátrico o portadores de una enfermedad rara.
Los dependientes sabían que las cartas de despido se redactaban en la gerencia de Recursos Humanos, donde habitaba ese mito llamado Olga Labordeta. Allí se elegían las palabras que el sicario dispararía. Pero si seguían eliminando empleados pronto serían ellos mismos los que tendrían que sacar los libros de las banastas, separarlos por secciones en los carros de madera y colocarlos arriesgándose a sufrir cortes en las manos o romperse las uñas, sobre todo en la tercera planta, donde aún se mantenían varias paredes con estanterías de metal. ¿Fue esa la razón por la que relevaron al subalterno de su tarea? Hubo un cambio aparente de estrategia. La empresa tenía que mantener encendido el miedo a la hoguera de los despidos, pero al no poder seguir avivando ese fuego con más dependientes, propagó rumores sobre otros recortes drásticos, como el cierre de varias sucursales, que no llegaban nunca a ejecutarse, y sobre inspecciones sorpresa de los directivos camuflados de paisano en las tiendas. Los dependientes más nuevos sucumbieron al pánico y no paraban de preguntar a los clientes si necesitaban ayuda mientras ordenaban las mesas y las estanterías. Indignados por este cambio de actitud que consideraban producto del abuso de poder, además de una traición por parte de sus compañeros, los más antiguos los convencieron de que no pasaría nada. Los convencieron contándoles anécdotas del pasado, cuando en horas de trabajo se escapaban a jugar al billar o al bar. ¿Y acaso les habían hecho algo? Pronto, la rutina del mínimo esfuerzo ganó la batalla y los clientes volvieron a dar palos de ciego, sin nadie que los ayudara a encontrar siquiera la puerta de salida.
Entonces los directivos decidieron concentrar todas sus fuerzas en la tienda de Gran Vía, convertirla en su conejillo de Indias y aniquilar sin piedad a los rebeldes. Y así es como puede decirse que nunca unos zapatos causaron tanto terror. Había y hay modelos más feos, horribles como las portadas de las novelas históricas, siempre con un detalle en dorado, aunque en la trama no haya ningún tesoro por descubrir y la prosa brille menos que una fregona. Blancos, con un lazo en la punta del empeine. El modelo correspondía más a una reina de barrio, excéntrica en su maquillaje de adjetivos con sílabas de menos, esa monarquía narrada a gritos en la televisión. Un alto cargo merecía un tacón más empinado que fortaleciera sus piernas, algo clásico, negro, sin adornos, que expresara en ese lenguaje corporal la misma economía minimalista que su dueña iba a aplicar en cada paso. Porque una carta de despido nunca es un tratado filosófico.
El primer viernes que Olga Labordeta pisó La Gran Librería de Gran Vía, la noticia de su visita corrió más rápido que los mensajes por megafonía. Sucedió al mediodía. Algunos dependientes, sobre todo los nuevos, corrieron hacia las estanterías más descuidadas de su planta a devolverles el orden alfabético de autor o de editorial, reconstruyeron pirámides en las mesas que parecían haber sido bombardeadas, limpiaron los mostradores de catálogos de años anteriores, papeles de pedidos olvidados, libros descabalados o a los que les habían robado el disco de ejercicios que los acompañaba, y pilas de novedades que no correspondían a su planta o que alguien no quería aceptar en su sección y llevaban semanas sin que nadie se hiciera cargo de ellas. Otros se atrincheraron detrás de los puntos de información, tecleando datos que nadie les había pedido, esperando mimetizarse con el ordenador o la columna más próxima. Hasta hubo una chica en la segunda planta que corría al baño a orinar cada vez que escuchaba abrirse las puertas del ascensor.
Los pocos que afirmaban conocer el rostro de Olga Labordeta eran incapaces de describirlo, se excusaban alegando que la habían visto una única vez y de pasada. Si nadie podía reconocerla, quizás en ese momento estaba paseándose por las plantas como cualquier cliente, haciéndose la despistada, sin ser atendida o provocando a cualquiera para que perdiera los papeles. Los dependientes se sentían como en un campo abierto a merced de un francotirador. Ni siquiera los libros de gran formato les servirían como escudo. Se miraron a las caras. El terror cedió a la resignación. Si había que morir sería de pie. Pasaron las horas, lentas, y alguno dijo que eso era como morir desangrado. Llegaron los compañeros del turno de la tarde y durante la media hora que coincidían en las plantas se sumaron a la desesperación de no saber qué pasaría.
Hasta que otro rumor recorrió la librería: Olga Labordeta se había marchado. Nadie se había tenido que ir a casa antes de fichar su salida, pero tampoco nadie había alcanzado a verla. Entonces empezaron las averiguaciones. Se llamó a un contacto en las oficinas centrales. Eran las cuatro de la tarde y ya se habían ido todos. Así como había clientes que identificaban a los dependientes aunque no llevaran el chaleco, y les pedían que les buscaran un libro en sus quince minutos de descanso, los dependientes tendrían que haber podido reconocer a su enemigo. Pensaron en los clientes que habían visto aquella mañana. Les costaba recordar los rostros, apenas se habían fijado en los comerciales de las editoriales y distribuidoras que solían pasarse el fin de semana, y en los locos usuales que los interrumpían con las mismas preguntas de siempre. Era raro que miraran de frente a los clientes, y si se les grababa su rostro era solo por el disgusto que había significado atenderlos. A muchos, no importaba la edad, se les olvidaba saludar, ordenaban con voz seca y firme que les buscaran un libro y si la base de datos no reflejaba ningún ejemplar disponible se atrevían a exigir que el dependiente echara un vistazo, por si acaso, incluso en otras plantas. El colmo de la mala educación eran esos viejos que llegaban con un pedazo de papel en la mano y se lo entregaban al dependiente sin decir nada. Si el libro no estaba, se dirigían a otro dependiente y repetían la operación.
Como no se pudo comprobar la presencia de Olga Labordeta, de quien no había ninguna foto en internet, se comenzó a especular sobre la veracidad de su visita. Los miembros del Comité Defensor señalaron que podía ser el inicio de otra campaña intimidatoria para domesticar a los empleados rebeldes. Uno de los dependientes más antiguos recordó que además de los túneles que servían como salida de emergencia del segundo sótano, había otro túnel al que solo se accedía por el despacho de Emiliano en la planta baja. ¿Y a dónde conducía ese túnel? Decían que a una habitación del hotel vecino, un privilegio del que gozaba el director de la tienda desde la fundación de la librería.
La visita sin confirmar de Olga Labordeta se perdió entre las conversaciones de los dependientes como el recuerdo de los despedidos, y le hicieron tanto caso a las primeras advertencias de los jefes de planta como se la hacían a esos correos electrónicos de los clientes que nadie respondía nunca. Si de verdad están interesados en el libro que vengan a la librería, se excusaban algunos dependientes, añadiendo que ya tenían bastante trabajo con llenar las estanterías y aguantar la mala educación del público. La advertencia de los jefes de planta apuntaba hacia la cacería de malos empleados. Aunque varios de los que habían sido echados a la calle no lo eran, pero tenían contratos antiguos, ganaban más que los nuevos y gozaban también de más días libres.
Algunos de los jefes actuaban como enfermos bipolares. Un día amenazaban a sus subordinados con despedirlos ellos mismos si no seguían al pie de la letra las nuevas directivas dictadas desde las oficinas centrales, y al otro se sumaban al corrillo detrás de los mostradores a criticar la política de terror nacida de la crisis que continuaba cavando una gran tumba en el subsuelo de las ventas. La directiva más importante que se había dictado señalaba a los clientes como el punto de atención máxima de los empleados. Si estaban colocando libros debían dejarlo y acercarse al cliente más próximo para preguntarle si necesitaba algo. Si no quería ayuda había que insistir y ofrecerle alguna novedad, tratar de entablar una conversación para averiguar sus gustos, fijarse en su estilo, aplicar los conocimientos de lenguaje corporal que se habían repartido en una separata y sobre todo blindar el ánimo para esos ¡no! que llegarían a mansalva.
Más útil hubiera sido que se repartiera un cuadernillo de ejercicios de memoria para no olvidar que el contador de despidos en las empresas era una máquina sin frenos. El Comité Defensor cuestionaba los informes de ventas, deslizando la posibilidad de que hubieran sido falseados. Los directores regionales de la empresa intensificaron sus visitas vestidos de traje y corbata, reforzando la sensación de una cacería de malos empleados. Los clientes empezaron a pedir descuento en los libros de bolsillo y amenazaban con poner una reclamación si no les regalaban puntos de lectura. Las estanterías cedieron varias paredes al nuevo espacio para la venta de lectores de libros electrónicos y artículos de papelería que los dependientes despreciaban como si fueran los saldos de una tienda de chinos. Pronto los libros se convertirían en una de esas naciones sin territorio. Se rumoreó que se planeaba cancelar el contrato con la empresa que brindaba seguridad y que las funciones del vigilante de la puerta las asumiría Usain, a quien le pagarían en negro porque no tenía papeles. Y un viernes echaron a Maruja, la contable de Gran Vía, una viuda que llevaba más de treinta años en la empresa. Esa fue la mañana en la que un dependiente vio por primera vez los zapatos de Olga Labordeta pasear por el altillo de poesía.
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Para implantar la nueva normativa NICER, el decálogo que pretende frenar la caída de las ventas convirtiendo a los empleados en un ejército de sonrisas sin importar si saben qué significa mecatrónica o quién es el autor de Los Hermanos Kamarazov, La Gran Librería contrató a una empresa consultora para darles una formación de dos días. La inscripción era voluntaria, pero todos sabían que les convenía asistir porque lo contrario podía ser visto como un acto de rebeldía
La consultora era una pareja de amigos que, al igual que en las películas de policías, actuaban fingiendo ser uno el poli bueno y el otro el malo. El Bueno llevaba barba y para darse un toque aún más informal calzaba unos mocasines gastados en la punta. El Malo iba recién afeitado y la melena negra peinada con laca le cubría la nuca. Ambos vestían camisas a rayas y pantalones color caqui. La formación consistió en sesiones intensivas, dentro del horario de trabajo, en la sala de actos de la tercera planta. Allí les explicaban cada punto del NICER con unos vídeos que habían grabado en otra sucursal de La Gran Librería. Los ejemplos que se planteaban en los vídeos apenas se correspondían con la realidad. ...
Índice
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- LA LIBRERÍA QUEMADA
- Candaya Narrativa, 30
- Para Gabriel y Hugo, mis patas del alma.
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