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El secreto de los Incas
Cuentos y relatos de los pueblos originarios de los Andes y la Patagonia
This book is available to read until 6º mayo, 2026
- 120 páginas
- Spanish
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El secreto de los Incas
Cuentos y relatos de los pueblos originarios de los Andes y la Patagonia
Descripción del libro
La escritura de Orlando Espósito es, una vez más, cinematográfica, profunda, apasionada, brutal.
En este nuevo libro suyo –y diría nuestro–, el autor abandona la novela negra, el género al que se había abocado hasta ahora, para incursionar en cuentos y relatos. Nos sitúa en un allí y entonces y en un aquí y ahora, y lo hace con tal maestría que será imposible no vivenciar en carne propia hechos, personajes, paisajes.
Relato tras relato consigue desnudar –desanudar– el presente, y se vale de la ficción para entretejer en ella experiencias de vida con aquellas fuentes de la historia que cita escrupulosamente.
Remontándonos en el tiempo y atravesando distancias nos urge al compromiso y la responsabilidad con la humanidad, con el otro que no es otro, con nosotros.
Leer sin precaución.
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Información
Editorial
Editorial Autores de ArgentinaAño
2020ISBN del libro electrónico
9789878706009Edición
1En nombre de Dios
“(…) salieron desprevenidos de sus casas y se nos acercaron sin armas, sin arcos ni flechas, en forma pacífica.”
Ulrico Schmidl
“Tomaban las criaturas de las tetas de las madres, por las piernas, y daban de cabeza con ellas en las peñas.”
Fray Bartolomé de las Casas
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache9 – Época actual
Juan siente que su sangre quiere atravesar las paredes de las arterias, atravesar sus órganos y su piel porque la furia es tan enorme, tan gigante, que está próximo al holocausto de su cuerpo. Odia su nombre. Es Juan porque ya nadie sabe cómo podría haber sido nombrado en la lengua de su tierra.
Acaba de escuchar en la radio la noticia del asesinato de Cristian Ferreira, que no es Cristian y no es Ferreira, como él no es Juan ni es Sosa. Ocurrió en San Antonio, cerca de Monte Quemado, en Santiago del Estero. Lo mataron de un tiro de escopeta a quemarropa, cerca de su mujer y de su hijo de dos años.
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – 1572
Cada vez es más difícil agarrarlos. Pusieron centinelas y nos ven llegar desde lejos. Están avisados de que venimos y mucho antes de que lleguemos se retiran a las lagunas de más adentro, las que están detrás de los bañados. Leguas y leguas de barro y pajonales. Dejan las chozas y se van adonde no podemos alcanzarlos. Se llevan a las mujeres y los hijos y lo único que queda son los viejos que no valen un cobre.
El año pasado, entre el primero y el segundo viaje nos llevamos doscientos treinta. Pero ya no los tomamos por sorpresa, corrieron la voz y saben qué asuntos nos traen. Desde luego, también nosotros ganamos experiencia, creció nuestra astucia. Al primero de los caseríos lo bautizamos con el nombre de Puerto Alegre, ¡vaya nombre! El cura Felipe aprendió bastante la lengua de ellos, acristianó a todos y los hace trabajar para que construyan la capilla, que va lenta pero va. En esta partida somos cincuenta soldados, así que nos veremos obligados a capturar mayor cantidad para que quede un poco a cada uno a la hora de repartir.
A veces se les va la mano, al cura y al Moro, con el Árbol de los Suplicios y los azotes. Al curita le gusta el látigo casi tanto como las muchachas. Se nota en la sonrisa que se le escapa cuando toma la tralla y da vueltas y vueltas alrededor del desgraciado para hacerlo sufrir, para demorar lo más posible el golpe.
Tomaron la costumbre de dejarlos atados al sol para que se agusanen. Eso fue idea del Moro, seguro. Pero mucho no resulta porque las viejas le ponen un emplasto a las heridas y en un par de días están secas y cerradas; tan bueno es, que ahora lo usamos para curarnos en lugar del hierro al rojo.
No tendría que haber venido, tarde lo digo. Tragué el cebo del oro y vine a caer en este infierno. Oro y diamantes, mujeres con los pechos al aire y una vida tan fácil que iba a ser como dar un paseo por la ribera del Guadalquivir.
SANLÚCAR DE BARRAMEDA – 1570
Dijeron “oro” y ya estaba arriba del barco, con tal de salir de la cueva, cabeza hueca, como si no hubiera sabido que nadie había vuelto. ¡Y tantos que se habían ido! Chorlito apurado por salir, para venir a meterme en ésta, de la que no se sale así porque sí. Del presidio al navío lo mismo da, pensé, que los piojos de allá serían iguales que los de acá, y que por lo menos habría aire y sol y en poco tiempo, más corto que la condena que me habían endilgado, el regreso con la alforja repleta de maravedíes.
Ni un pie había puesto sobre la planchada y ya estaba sabiendo que era una pifia, otra de las mías, de esas en las que me meto sin que nadie me llame. Después, el viaje hasta Nombre de Dios. Cruzar al otro mar y torcer a Valparaíso entre malos días y malas noches, mala comida y poca bebida. Una pifia, una maldita pifia. Tragué el cebo del oro y salté a la cubierta de aquello que más que un galeón era una carraca comida por la carcoma, que chorreaba estopa y brea por los cuatro costados.
Mucho tiempo pasó mientras nos aprontábamos para la partida. Hablaban de que iba a ser una flota grande, de más de cien naves y más grande, más grande que cien naves era nuestro entusiasmo, el mío y el de los otros desgraciados como yo.
Al principio los días volaban ocupados en acomodar la carga en las bodegas, chapaleando en el agua acumulada en la sentina, en hombrear toneles, bolsas, cabos, cajas de municiones, siempre bajo el ojo de rapaz del contramaestre; y después, tragar un plato de guiso duro de grasa fría e ir a caer en los jergones.
Las pocas veces que podía acodarme en la borda me gustaba mirar el barullo en el puerto, las naves abarloadas de a dos y de a tres y amarradas a la orilla hasta donde se perdía la vista, la Torre del Oro que se alzaba imponente y las mil barcas, galeras y fustas que iban de uno a otro barco llevando bastimentos. El Guadalquivir hervía.
Habría querido bajar un día al puerto aunque no tuviera un cobre. Veía la gente moviéndose de aquí para allá, parecían hormigas. Lo curas de negro; las putas de colores. No se sabía de qué había más pero había de todo, para el cielo y para el infierno.
No zarpábamos; esperábamos, como siempre, los soldados esperan y esperan; que se acabe la marcha, que llegue la comida, que no llegue la batalla, que llegue la hora de dormir. No se me ocurrió escapar en ese momento. Las historias que contaban de tesoros y mujeres y presidiarios venidos gobernadores no me dejaron pensar.
Era como si estuvieran al alcance de la mano: pirámides de metales preciosos, rubíes, esmeraldas, y nosotros de a caballo, de armadura y espada, y librada la orden de entrar a saco. Si hasta el más miserable soñaba con un poco de gloria a pesar de estar hundidos allí, en esas bodegas hediondas, comidos por los piojos y dándole con un madero a las ratas para que no royeran las galletas.
MAR OCÉANO – 1570
Así estuvimos, de la cuarta al pértigo, casi dos meses hasta que zarpamos un día de agosto. Más de setenta naves con viento a la cuadra, soltando cada vez más vela a medida que nos alejábamos de la costa, temblando a cada crujido del maderamen, vomitando, rezando y maldiciendo.
En dos semanas cruzamos el Mar de las Yeguas y arribamos a Tenerife para repostar. Cargamos muchas provisiones, pero nuestro guiso no mejoró. Calor y calma chicha y trabajo, inútil la más de las veces, fregar y fregar la cubierta, estibar lo ya estibado para mantener ocupados a los ciento cincuenta hombres apurados por ir a buscar nuestro oro.
Otra vez partimos. Nos esperaba una larga singladura hasta Nombre de Dios. Íbamos a toda vela con brisa de popa y mar calmo. Un par de veces por día nos llamaban a formar en cubierta y no había mucho más que hacer. Disfrutaba del aire limpio, me gustaba el mar. Gozaba viendo a las marsopas, que nos seguían durante horas.
Yo era uno de los asignados a los perros; esto daba algunas ventajas. Cada uno tenía su alano10. Había que sacarlos de la jaula y pasearlos por cubierta con el collar de ahorque. Luego les dábamos de comer un bocado, que engullían en un santiamén. El que me tocó cuidar a mí era blanco manchado de negro, bestia pesada de ojos pardos inyectados en sangre, orejas cortadas al ras y enormes colmillos.
Tiempo después vi de lo que eran capaces ante un indio que huía o adoptaba una actitud agresiva. Bastaba azuzarlos con un grito para que se lanzaran a toda carrera. De un salto certero los atrapaban por una pierna o un brazo para voltearlos y después, directo al cuello arrancando carne y huesos con cada mordida. Enseguida dejaban al malherido y seguían persiguiendo a otros, de tal forma que quedaba un reguero de mutilados que se retorcían y gritaban, hasta que llegábamos nosotros con la espada para darles muerte o tomarlos prisioneros.
SAN LUIS – Lagunas de Huanacache – Época actual
Juan, que no es Juan, que no es Sosa, busca información para documentar la continuación del exterminio de los pueblos originarios. Recorta la noticia de la muerte en Laguna Blanca, Formosa, Roberto López, Sixto Gómez, Samuel Gancete, Mario López; Daniel Chocobar en Chusc...
Índice
- Pieles y raíces –como prólogo–
- Un poco de calor
- En nombre de Dios
- Rawra, el alma
- La caja
- Parador Visión Futuro
- Las mujeres traen congoja
- El secreto de los Incas
- Rafael Nahuel –como epílogo–
- Novelas de Orlando Espósito
- Sobre el autor