El concepto de ficción
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El concepto de ficción

Juan José Saer

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El concepto de ficción

Juan José Saer

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El concepto de ficción es una obra intensa que abarca el conjunto completo de la producción ensayística de Juan José Saer sobre lo que es y debe ser escribir ficción.Con una visión profunda y crítica, Saer establece diálogos inexistentes entre autores de una fuerza arrolladora indiscutible como William Faulkner, Alain Robbe-Grillet, Witold Gombrowicz, James Joyce, Marcel Proust, Howard Phillip Lovecraft, Henry James o Franz Kafka con Jorge Luis Borges, Juan L. Ortiz, Antonio Di Benedetto, José Hernández, Domingo Faustino Sarmiento y Adolfo Bioy Casares, para desarrollar su ideario sobre la narración y reflexionar sobre la literatura contemporánea.En este libro se recogen varios de sus ensayos sobre literatura, que cualquier lector voraz, amante de los grandes escritores de todos los tiempos, disfrutará intensamente.

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Información

Año
2017
ISBN
9788416689187
Edición
1
Categoría
Literatura

UNA LITERATURA
SIN ATRIBUTOS

Los ensayos incluidos en este volumen han sido publicados originariamente en francés. Son versiones francesas, en unos casos de textos o borradores en español, retrabajados durante la traducción, en la cual a veces el propio Saer ha participado, y en otras ocasiones de intervenciones orales en español o en francés. En todos los casos el texto francés puede ser considerado el «original». De estos textos franceses se ofrece esta traducción, realizada por Marilyn Contardi.

La selva espesa de lo real

Todos saben, o deberían saber, que la novela es la forma adoptada por la narración en la época burguesa para representar su visión realista del mundo. El conflicto del héroe con el mundo, típico de la novela, descripto por Lukács, no cuestiona toda la historicidad, sino que se limita a señalar sus imperfecciones. Realismo significa, desde cierto punto de vista, adecuación de la escritura a una visión del hombre que se agota en la historicidad. El origen del realismo se halla en la comedia que es, podría decirse, el arte de la realidad como tal. Cervantes, padre del realismo, introduce en la narración la comedia como fuente y garantía de historicidad.
Avatar legítimo de la narración, la función de la novela entra en vigor en un período histórico bien definido, así que es absurdo pretender eternizarla. Para los grandes narradores de este siglo, desde Joyce al Nouveau Roman, el objetivo principal es romper las barreras impuestas por la concepción perimida de una historicidad sin fallas. En Joyce el simbolismo se opone dialécticamente al realismo. En Kafka, la parábola y la alegoría sugieren la indefinición. En Pavese o en Thomas Mann las búsquedas míticas sitúan la posibilidad de sentido en una dimensión cultural, en un sentido amplio, que excede la realidad puramente histórica, etcétera.
En la Argentina dos escritores han abordado (el primero de manera radical) estos problemas: Macedonio Fernández y su discípulo Jorge Luis Borges. Esta crítica de la novela ya había sido enunciada desde mediados de los años treinta, y de antemano transformaba en anacrónica prácticamente a toda tentativa novelesca que se publicaría después en lengua española.
Adhiero plenamente a las posiciones de Macedonio Fernández y pienso que su Museo de la novela de la Eterna es un monumento teórico sin precedentes en la literatura de lengua española. Pero pienso que es imposible no tener en cuenta las objeciones fundamentales que Macedonio opone a la novela, porque su crítica de la novela no es otra cosa que una crítica de lo real. Mi primera preocupación de escritor es, en consecuencia, esa crítica de lo que se presenta como real y a la cual todo el resto debe estar subordinado. Ser argentino, por ejemplo, es un hecho de la realidad ingenuamente concebida que necesita, como todos los demás, un examen minucioso. No escribo para exhibir mi pretendida argentinidad, aunque la expectativa de muchos lectores, especialmente no argentinos, se sienta frustrada. No hablo como argentino sino como escritor. La narración no es un documento etnográfico ni un documento sociológico, ni tampoco el narrador es un término medio individual cuya finalidad sería la de representar a la totalidad de una nacionalidad.
La tendencia de la crítica europea a considerar la literatura latinoamericana por lo que tiene de específicamente latinoamericano me parece una confusión y un peligro, porque parte de ideas preconcebidas sobre América Latina y contribuye a confinar a los escritores en el gueto de la latinoamericanidad. Si la obra de un escritor no coincide con la imagen latinoamericana que tiene un lector europeo se deduce (inmediatamente) de esta divergencia la inautenticidad del escritor, descubriéndosele además, en ciertos casos, singulares inclinaciones europeizantes. Lo que significa que Europa se reserva los temas y las formas que considera de su pertenencia dejándonos lo que concibe como típicamente latinoamericano. La mayoría de los escritores latinoamericanos comparte esa opinión; el nacionalismo y el colonialismo son así dos aspectos de un mismo fenómeno que, en consecuencia, no deben ser estudiados por separado, aun cuando por un lado se trate del nacionalismo del colonizador y por el otro del nacionalismo del colonizado.
Tres peligros acechan a la literatura latinoamericana. El primero es justamente el de presentarse a priori como latinoamericana. La función de la literatura no es la de investigar los diversos aspectos de una nacionalidad, porque no podría hacerlo sino imperfectamente, sin el rigor y el conjunto de posibilidades ofrecidas por otras disciplinas. El error más grande que puede cometer un escritor es el de creer que el hecho de ser latinoamericano es una razón suficiente para ponerse a escribir. Lo que pueda haber de latinoamericano en su obra debe ser secundario y venir «por añadidura». Su especificidad proviene, no del accidente geográfico de su nacimiento, sino de su trabajo de escritor. Hölderlin, en su carta a Böhlendorf del 4 de diciembre de 1801, le decía con exactitud y claridad: «A través del progreso de la cultura el elemento propiamente nacional será siempre el de menor provecho». La pretendida especificidad nacional no es otra cosa que una especie de simulación, la persistencia de viejas máscaras irrazonables destinadas a preservar un statu quo ideológico. De todos los niveles que componen la realidad, el de la especificidad nacional es el que primero debe cuestionarse, porque es justamente el primero que, sostenido por razones políticas y morales, aparenta ser indiscutible.
Esta pretendida especificidad nacional de los latinoamericanos (como cualquiera de sus variantes regionales) origina otros dos riesgos que acechan permanentemente a nuestra literatura. El primero es el vitalismo, verdadera ideología de colonizados, basada en un sofisma corriente que deduce de nuestro subdesarrollo económico una supuesta relación privilegiada con la naturaleza. La abundancia, la exageración, el clisé de la pasión excesiva, el culto de lo insólito, atributos globales de lo que habitualmente se llama el realismo mágico y que, confundiendo, deliberadamente o no, la desmesura geográfica del continente con la multiplicación vertiginosa de la vida primitiva, atribuyen al hombre latinoamericano, en ese vasto paisaje natural químicamente puro, el rol del buen salvaje. El segundo riesgo, consecuencia de nuestra miseria política y social, es el voluntarismo, que considera la literatura como un instrumento inmediato del cambio social y la emplea como ilustración de principios teóricos definidos de antemano. Es evidente que el terrorismo de Estado, la explotación del hombre por el hombre, el uso del poder político contra las clases populares y contra el individuo exigen un cambio inmediato y absoluto de las estructuras sociales; desgraciadamente no es la literatura la que podrá realizarlo.
Al comienzo, el narrador no posee más que una teoría negativa. Lo que ya ha sido formulado no le es de ninguna utilidad. La narración es una praxis que, al desarrollarse, segrega su propia teoría. Antes de escribir uno sabe lo que no se debe hacer, y lo que queda de eso (o sea lo que uno está haciendo) es el resultado de repetidas decisiones tomadas por el narrador a medida que escribe, en todos los niveles de su praxis creadora. Todo apriorismo ideológico del tipo: «Dado que soy latinoamericano, y que los latinoamericanos somos así, mi trabajo consistirá en describirnos tal como somos», implica una actitud tautológica, porque si de antemano se sabe lo que son los latinoamericanos, describirlos es inútil y redundante.
Los problemas latinoamericanos son de orden histórico, político, económico y social y exigen soluciones precisas con instrumentos adecuados. Desplazarlos a la praxis singular de la literatura implica, necesariamente, ingenuidad, oportunismo o mala conciencia. La mala conciencia proviene del malestar que los escritores sienten confrontando la situación histórica con los imperativos particulares de su propia escritura. Frente a esta alternativa son posibles dos actitudes: la equivocada, que se limita a la repetición voluntarista de la circunstancia social, o bien la que me parece «actualmente» la única correcta y que, a partir justamente de la situación problemática que supone esta mala conciencia, consiste en analizar la propia experiencia y en desplegar este análisis en la praxis de la escritura.
La novela es sólo un género literario; la narración, un modo de relación del hombre con el mundo. Ser latinoamericano no nos pone al margen de esta verdad, ni nos exime de las responsabilidades que implica. Ser narrador exige una enorme capacidad de disponibilidad, de incertidumbre y de abandono y esto es válido para todos los narradores, sea cual fuere su nacionalidad. Todos los narradores viven en la misma patria: la espesa selva virgen de lo real.
(1979)

Una literatura sin atributos

El trabajo de un escritor no puede definirse de antemano. Aun en el caso de que el escritor parezca perfectamente identificado y conforme con la sociedad de su tiempo, de que su proyecto sea el de ser ejemplar y bien pensante, si es un gran escritor su obra será modificada, en primer lugar en la escritura y después en las lecturas sucesivas, por la intervención de elementos específicamente poéticos que sobrepasan las intenciones ideológicas.
Se sabe que Sófocles fue descripto por uno de sus contemporáneos como uno de los hombres más felices de su tiempo; amigo personal de Pericles, soldado inteligente y victorioso, alcanzó una vejez serena y sin sufrimientos. El objetivo de sus versos trágicos sería más bien el de mostrar los desastres que puede causar la desmesura en los pobres humanos. Si observamos atentamente, esta intención es oficial y conservadora (al menos esa sería la opinión de cualquier intelectual contemporáneo). Y sin embargo, por una vía inesperada, no son los peligros del incesto, sino, en definitiva, su atracción lo que Sófocles nos revela y, al mismo tiempo, nos dice que el destino trágico no está hecho sólo de desmesura sino que es también la culminación del peso irresistible de la objetividad.
La obra de un escritor tampoco debe definirse por sus intenciones sino por sus resultados. Considero que actualmente, por razones económicas, políticas y sociales, el lector está condicionado de antemano y que los contenidos de tal o cual literatura le son impuestos a través de elementos extraliterarios. En la cubierta de los libros, en los artículos de los periódicos, en la publicidad, en el chantaje de la superioridad numérica de las obras más vendidas, se escamotea la realidad material del texto, cuyo valor objetivo pasa a segundo plano. El lector cree saber de antemano lo que debe encontrar en un libro —y que lo encuentre o no, no tiene finalmente ninguna importancia. Se podría decir, me parece, que se trata de una maquinación de carácter represivo destinada a abolir la experiencia estética que es un modo radical de libertad.
Se dice que cuando Sófocles presentó su obra en la Olimpíada, fue un tal Filocles, sobrino de Esquilo, el premiado. Puede pensarse que lo que disgustó en su trilogía fue justamente la desmesura que pretendía criticar y que es en realidad el fundamento poético gracias al cual ha llegado hasta nosotros. Sófocles nos vuelve un poco más conscientes de nuestra animalidad. Él veía el mundo con los ojos de un poeta trágico, a despecho de las reglas sociales que defendía sinceramente y que sin duda había perfectamente interiorizado. La poesía, especie de acto fallido, obedecería en cierta medida a los mecanismos del lapsus linguae, tal como Freud lo describe en El chiste y su relación con el inconsciente. Buscando la forma de un discurso social inteligible, el poeta corre el riesgo de poner al desnudo, desnudándose a sí mismo, aspectos insospechados de la condición humana y de la relación del hombre con el mundo.
Las reglas de conducta y de pensamiento en la sociedad contemporánea se objetivan bajo la forma de instituciones. El poder político, la censura, el periodismo, los imperativos de rentabilidad, el trabajo de promoción de las editoriales y los medios audiovisuales suministran las consignas que debe seguir el producto estético para que no solamente el artista sino también el consumidor se adecuen a ellas. Vivimos, como dice justamente Nathalie Sarraute, en «la era del recelo». Todo debe ser definido de antemano para que nada, ni siquiera la experiencia estética que es tan personal, escape al control social.
Es así como ciertas designaciones que deberían ser simplemente informativas y secundarias se convierten, por el solo hecho de existir, en categorías estéticas. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la expresión «literatura latinoamericana». Esta expresión, corriente en los medios de difusión y en la obediente crítica universitaria, no se limita a informar sobre el origen de los autores, sino que está cargada de intenciones estéticas y además es portadora de valores; su empleo presupone temas, estilos y una cierta relación estética entre autor y sociedad. Se le atribuyen a la literatura latinoamericana la fuerza, la inocencia estética, el sano primitivismo, el compromiso político. La mayoría de los autores —a sabiendas o no— cae en la trampa de esta sobredeterminación, actuando y escribiendo conforme a las expectativas del público (por no decir, más crudamente, del mercado). Como en la edad de oro de la explotación colonial, la mayoría de los escritos latinoamericanos procura al lector europeo ciertos productos que, como pretenden los expertos, escasean en la metrópoli y recuerdan las materias primas y los frutos tropicales que el clima europeo no puede producir: exuberancia, frescura, fuerza, inocencia, retorno a las fuentes.
Además, es necesario que todo producto tenga una apariencia decentemente latinoamericana y que las obras editadas conserven cierto aire de familia. La literatura latinoamericana debe cumplir así, no una praxis iluminadora, sino una simple función ideológica.
Es inútil decir que los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX —Rubén Darío, César Vallejo, Macedonio Fernández, Vicente Huidobro, el Neruda de los años treinta y cuarenta, Jorge Luis Borges, Juan L. Ortiz, Felisberto Hernández, etc.— son en su mayoría casi desconocidos en Europa y mal leídos en su propio continente. Además, cuando nos familiarizamos con sus obras, descubrimos que no sólo tienen poco o nada en común, sino que también se oponen violentamente los unos a los otros. Todos, sin embargo, poseen en sus escritos un elemento que no se encuentra más que en los textos mayores de la literatura moderna: la voluntad de construir una obra personal, un discurso único, retomado sin cesar para ser enriquecido, afinado, individualizado en cuanto al estilo, hasta el punto de que el hombre que está detrás se convierte en su propio discurso y termina por identificarse con él. Todas las fuerzas de su personalidad, conscientes o inconscientes, se encuentran en una imagen obstinada del mundo, en un emblema que tiende a universalizar su experiencia personal. Que la sociedad mercantil se ilusione en seguida con la recuperación de esas obras mayores oficializándolas, es un fenómeno que merece ser estudiado en detalle, pero podemos afirmar desde ya que estas obras siguen siendo de cierta manera secretas y escapan siempre al juego de la oferta y la demanda, y que sólo el amor y la admiración pueden penetrar en su aura viviente y generosa.
Por todas estas razones, creo que un escritor en nuestra sociedad, sea cual fuere su nacionalidad, debe negarse a representar, como escritor, cualquier tipo de intereses ideológicos y dogmas estéticos o políticos, aun cuando eso lo condene a la marginalidad y a la oscuridad. Todo escritor debe fundar su propia estética —los dogmas y las determinaciones previas deben ser excluidas de su visión del mundo. El escritor debe ser, según las palabras de Musil, un «hombre sin atributos», es decir un hombre que no se llena como un espantapájaros con un puñado de certezas adquiridas o dictadas por la presión social, sino que rechaza a priori toda determinación. Esto es válido para cualquier escritor, cualquiera sea su nacionalidad. En un mundo gobernado por la planificación paranoica, el escritor debe ser el guardián de lo posible.
(1980)

Exilio y literatura

La tendencia a considerar nuestra experiencia individual y presente como única puede hacernos olvidar que en la Argentina el exilio de los hombres de letras, más que la resultante esporádica de un conflicto de personas aisladas con su circunstancia histórica, es casi una tradición. Toda la literatura argentina del siglo XIX ha sido escrita por exiliados. Los ejemplos clásicos de Sarmiento y Hernández van más allá de la caracterización biográfica para pasar a la categoría de modelos o arquetipos. Sus exilios individuales son más bien un síntoma de las constantes estructurales de nuestra sociedad que mostrarían que, en la Argentina, la situación del escritor, y en general del intelectual, es incierta y problemática.
El simple análisis político, que podría en numerosos casos aportar una respuesta superficial, no basta para explicar esta situación, a menos que la misma noción de política sea suficientemente ampliada y enriquecida para abarcar las...

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