
- 96 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Biblioteca Básica
Descripción del libro
"Cuando Gregor Samsa despertó una mañana de una noche llena de sueños inquietos, se encontró en su cama, convertido en un bicho monstruoso..."Este es uno de los principios de relato más famosos de la literatura universal, el del libro que viene a continuación: La metamorfosis.Para quien sepa leerla, La metamorfosis es una lección sobre lo que hay que hacer, contado desde el punto de vista de lo que no hay que hacer. Es una lección sobre nuestros miedos y nuestra dificultad para superarlos, y un grito de amor desesperado. Somos los lectores los que tenemos que oír ese grito.
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Información
Editorial
Ediciones OctaedroAño
2015ISBN del libro electrónico
9788499216478Edición
1La metamorfosis
Franz Kafka
I

Cuando Gregor Samsa despertó una mañana de una noche llena de sueños inquietos, se encontró en su cama, convertido en un bicho monstruoso. Estaba tumbado sobre su dura y coriácea2 espalda y, si levantaba un poco la cabeza, podía ver su vientre abombado, marrón, dividido por arqueadas callosidades,3 en lo alto del cual la colcha, a punto de resbalar, apenas podía sostenerse. Sus muchas patas, lastimosamente delgadas en comparación con su normal volumen, se agitaban desvalidas ante sus ojos.
«¿Qué me ha sucedido?», pensó. No era un sueño. Su habitación, una digna habitación humana, solo un poco pequeña, continuaba tranquilamente entre las cuatro paredes bien conocidas. Sobre la mesa, en la que estaba extendido un muestrario4 de tejidos —Samsa era viajante5—, colgaba la fotografía que había recortado hacía poco de una revista y puesto en un hermoso marco dorado. Representaba a una dama con un sombrero y una boa de piel,6 sentada muy erguida y mostrando al espectador un gran manguito7 de piel en el que desaparecía su antebrazo.
La mirada de Gregor se dirigió entonces a la ventana, y el mal tiempo —se oían repicar gotas de lluvia contra la chapa de hojalata— le hizo ponerse melancólico. «Estaría bien seguir durmiendo un poco más y olvidarme de toda esta locura», pensó, pero esto era completamente irrealizable, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho, postura en la que no se podía colocar en su estado actual. Cualquiera que fuese la fuerza con que se echara hacia el lado derecho, una y otra vez se balanceaba hasta volver a quedar boca arriba. Lo intentó un centenar de veces, cerró los ojos para no tener que ver aquellas patas bullendo y solo dejó de intentarlo cuando empezó a sentir en el costado un ligero, sordo dolor, nunca sentido hasta entonces.
«¡Oh, Dios!», pensó, «¡qué profesión tan agotadora he elegido! De viaje día sí día no. Las preocupaciones son mucho mayores que cuando se tiene un negocio en casa, y además se me impone ese horror de los viajes, la preocupación por los enlaces de los trenes, las comidas malas e irregulares, un trato humano siempre cambiante, nunca duradero, que nunca llega a ser cordial. ¡Que se vaya todo al cuerno!». Sintió un ligero picor en lo alto del vientre; poco a poco se fue deslizando hacia la cabecera de la cama, para poder levantar mejor la cabeza; localizó el punto que le picaba, que se hallaba cubierto de pequeños puntitos blancos cuya causa no supo explicarse; quiso tocarlos con una pata, pero la retiró enseguida, porque el roce le produjo escalofríos.
Resbaló hasta su posición anterior. «Esto de levantarse temprano», pensó, «lo vuelve a uno idiota. El ser humano necesita dormir. Otros viajantes viven como huríes.8 Cuando yo vuelvo al hotel para anotar los pedidos de la mañana, ellos están sentándose a desayunar. Debería intentarlo con mi jefe: enseguida estaría en la calle. Aunque quién sabe si no me convendría. Si no fuera por mis padres, hace tiempo que me habría despedido, me habría puesto delante del jefe y le habría dicho todo lo que pienso. ¡Se hubiera caído de la mesa! También es curiosa la forma que tiene de sentarse en su mesa y hablar desde arriba con los empleados, que encima tienen que acercarse, por lo duro de oído que es. Bueno, no hay que perder las esperanzas; en cuanto haya reunido el dinero para pagarle la deuda de mis padres —dentro de cinco o seis años—, vaya si lo haré. Entonces daré el gran paso. Sea como fuere, por el momento tengo que levantarme, porque mi tren sale a las cinco». Y miró al despertador, que hacía tictac encima del baúl. «Dios mío», pensó. Eran las seis y media, y las manecillas seguían avanzando tranquilamente, incluso habían pasado la media; se acercaban ya a los tres cuartos. ¿Es que no había sonado el despertador? Desde la cama se veía que estaba bien puesto, a las cuatro; seguro que había sonado. Pero ¿era posible que hubiera seguido durmiendo tranquilamente con aquel ruido que sacudía los muebles? Bueno, su sueño no había sido tranquilo, pero quizá por eso había sido más profundo. ¿Qué podía hacer ahora? El próximo tren salía a las siete; para cogerlo hubiera tenido que correr como un loco, el muestrario aún no estaba recogido y él mismo no se sentía especialmente fresco y ágil. Y aunque cogiera el tren no se ahorraría la bronca del jefe, porque el chico de la tienda lo habría estado esperando en el tren de las cinco y hacía rato que habría dado aviso de que lo había perdido. Era una hechura9 del jefe, sin dignidad ni entendimiento. ¿Y si decía que estaba enfermo? Claro que eso sería extremadamente penoso, y sospechoso, porque, en sus cinco años de servicio, Gregor no había estado enfermo ni una sola vez. Seguro que el jefe vendría con el médico del seguro, reprocharía a los padres el tener un hijo tan vago y cortaría en seco la discusión remitiéndose al médico, para el que solo hay hombres completamente sanos, pero con pocas ganas de trabajar. Y por otro lado, ¿acaso le faltaría razón en este caso? De hecho, Gregor se sentía muy bien, aparte de una somnolencia realmente superflua tras el largo sueño, e incluso tenía un hambre especialmente fuerte.
Cuando pensaba en todo esto a toda prisa, sin poder decidirse a dejar la cama —en aquel momento el despertador daba las siete menos cuarto—, se oyó llamar cautelosamente a la puerta, a la cabecera de su cama.
—Gregor —se oyó; era su madre—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a irte?
¡Esa voz tan suave!… Gregor se asustó al oír la suya que contestaba, que indudablemente era la misma de antes, pero en la que se mezclaba, como desde abajo, un irreprimible y doloroso silbar, que solo al principio dejaba oír claramente las palabras, para destrozarlas después de tal forma que no se sabía si se había oído bien. Gregor hubiera querido contestar por extenso y explicarlo todo, pero en tales circunstancias se limitó a decir:
—Sí, sí, gracias, madre. Ya me levanto.
Debido a la puerta de madera, fuera no debía de haberse notado la transformación de la voz de Gregor, porque la madre se contentó con esta explicación y se fue arrastrando los pies. Pero la breve conversación había puesto sobre aviso a los otros miembros de la familia de que, en contra de lo esperado, Gregor aún estaba en casa, y enseguida a una de las puertas laterales llamó su padre, débilmente, pero con el puño.
—Gregor, Gregor —llamó—. ¿Qué pasa?
Y al cabo de un rato insistió con voz más grave:
—¡Gregor, Gregor!
Desde la otra puerta lateral, sonó quejumbrosa la voz de la hermana:
—¿Gregor? ¿No te encuentras bien? ¿Necesitas algo?
Gregor contestó a los dos lados: «Enseguida voy», y se esforzó en eliminar de su voz todo lo que pudiera llamar la atención, cuidando la pronunciación e intercalando largas pausas entre las diferentes palabras. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana susurró:
—Abre, Gregor, te lo ruego.
Pero Gregor no solo no pensaba abrir, sino que se felicitó por la precaución, adquirida en los viajes, de cerrar por la noche todas las puertas, incluso en casa.
Lo primero que tenía que hacer era levantarse, tranquilo y sin prisas, vestirse y, sobre todo, desayunar, y solo después pensar en lo demás, porque en la cama, eso estaba claro, sus pensamientos no lo llevarían a ninguna conclusión razonable. Se acordó de que había sentido otras veces ese suave dolor, producido quizá por una mala postura, y que al levantarse se veía que solo eran imaginaciones, y esperaba en tensión que sus actuales fantasías se desvanecieran paulatinamente. No tenía la menor duda de que la transformación de su voz no era más que el primer síntoma de un buen resfriado, una enfermedad profesional de los viajantes.
Librarse de la colcha fue muy fácil; solo tuvo que hinchar el pecho un poco y cayó por sí misma. Pero seguir adelante se hizo más difícil, especialmente por la enorme anchura de su cuerpo. Para incorporarse habría necesitado de brazos y manos; pero en lugar de estas solo tenía las muchas patitas que seguían haciendo sin interrupción los más variados movimientos y que él, además, no podía controlar. Si quería doblar una, era la primera en estirarse; cuando al fin conseguía hacer lo que quería con esa pata, eran las otras las que se ponían en la mayor y dolorosa agitación, como si acabaran de ser puestas en libertad. «Lo importante es no quedarme inútilmente en la cama», se dijo Gregor.
Primero quiso dejarse caer de la cama por la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior, que por otro lado aún no había visto y de cuyo aspecto no podía hacerse una idea clara, resultó ser demasiado pesada para moverla; avanzaba con mucha lentitud; y cuando por último, casi furioso, se lanzó adelante con todas sus fuerzas, calculó mal la dirección, chocó fuertemente con los pies de la cama y el ardiente dolor que sintió le enseñó que precisamente la parte inferior de su cuerpo quizá fuera en aquellos momentos también la más sensible.
Entonces intentó sacar primero de la cama la parte superior del cuerpo, y para ello giró con cuidado la cabeza en dirección al borde. Esto resultó fácil, y, a pesar de su peso y anchura, la masa del cuerpo siguió finalmente con lentitud la dirección marcada por la cabeza. Pero cuando por fin logró tener la cabeza colgando fuera de la cama, tuvo miedo a seguir deslizándose de ese modo, porque si llegaba a dejarse caer, tendría que ocurrir un milagro para que no se rompiera la cabeza. Y precisamente ahora no podía permitirse de ninguna manera perder el sentido; era preferible quedarse en la cama.
Pero cuando volvió a su posición inicial, jadeando con el mismo esfuerzo, y vio de nuevo sus patitas luchando entre sí con mayor furia que antes, si esto era posible, y no halló forma alguna de poner paz y concierto en aquel desbarajuste, volvió a decirse que no era posible continuar en la cama, y que lo más razonable era arriesgarlo todo, aunque solo tuviera una mínima esperanza, para salir de ella. Pero en el mismo instante recordó que la meditación serena, y hasta la más serena, es mejor que las decisiones desesperadas. En tales momentos volvió los ojos a la ventana, aguzando la vista, pero por desgracia poca confianza y alegría se podía sacar de la vista de la niebla matinal, que velaba incluso el otro lado de la estrecha calle. «Las siete ya», se dijo, al volver a sonar el despertador, «las siete ya y sigue la niebla». Y durante un rato permaneció tumbado con tranquilidad, respirando débilmente, como si de la calma absoluta esperara el retorno de las circunstancias reales y normales.
Pero entonces se dijo: «Antes de las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama. Seguro que entretanto vendrá alguien de la tienda a preguntar por mí, porque abren antes de las siete». Y se dispuso a dejarse caer de la cama cuan largo era, todo el cuerpo a la vez. Si se dejaba caer de esa forma, previsiblemente salvaría del golpe la cabeza, que pensaba mantener muy erguida al caer. Su espalda parecía dura; seguro que no le pasaría nada al caer en la alfombra. El mayor reparo se lo daba el pensar en el gran ruido que sin duda iba a provocar, y que probablemente suscitaría, si no susto, sí preocupación al otro lado de las puertas. Pero tenía que arriesgarse.
Cuando Gregor ya sobresalía a medias de la cama —el nuevo método era más un juego que un esfuerzo, solo tenía que balancearse sobre la espalda—, se le ocurrió pensar en lo fácil que sería todo si alguien le ayudara. Hubiera bastado con que dos personas fuertes —pensó en su padre y en la criada— deslizaran los brazos bajo su abombada espalda, le sacaran de la cama, se inclinaran con su carga y después simplemente le dejaran brincar con cuidado al suelo, donde era de esperar que las patitas tendrían sentido. Pero, aparte de que las puertas estaban cerradas, ¿debía realmente pedir ayuda? A pesar de sus cuitas,10 no pudo reprimir una sonrisa al pensarlo.
Había llegado a un punto en que con un balanceo mayor apenas podría mantener el equilibrio —y tenía que decidirse pronto, porque dentro de cinco minutos serían las siete y cuarto—, cuando llamaron a la puerta de la casa. «Será alguien de la tienda», se dijo, y casi se paralizó, mientras sus patitas danzaban aún más aprisa. Por un instante todo quedó en silencio. «No abren», se dijo Gregor, preso de una descabellada11 esperanza. Pero naturalmente entonces, como siempre, la criada fue con paso firme hacia la puerta y abrió. A Gregor solo le hizo falta oír el primer saludo del visitante para saber quién era: el gerente12 en persona. ¿Por qué estaría condenado Gregor a trabajar para una empresa donde la menor falta despertaba la mayor de las sospechas? ¿Es que todos y cada uno de los empleados eran unos granujas?, ¿no había entre ellos uno solo, leal y servicial, que porque había perdido un par de horas de trabajo se volvía loco de remordimiento y precisament...
Índice
- CoverImage
- Portadilla
- Portada
- Créditos
- Introducción: Frank Kafka
- Prólogo
- La metamorfosis
- Propuesta de actividades