— XII —
Serpiente que muerdes tu cola...
MATEO GOLPEÓ SUAVEMENTE a la puerta. Era tarde y no quería importunarla. Si no estaba despierta, esperaría hasta la mañana siguiente y tal vez entonces leerían juntos la carta.
—¿Quién es? —respondió Rosario.
—Soy yo, niña, Mateo.
Luego de unos instantes la puerta se abrió.
—¿Sucede algo? —preguntó, extrañada con la presencia del joven capataz a esas horas.
—Nada, niña… Usted me va a disculpar que la esté importunando tan tarde ya…, pero le traía una de las cartas que estoy seguro le… —Rosario tomó el pliego que él le alcanzaba.
—Debe ser muy especial para que no hayas esperado hasta mañana —agregó desdoblando el papel con gran curiosidad.
—Pues es que la otra tarde usted mencionó que la razón por la que su mamá jamás pensó en regresar no fue el rencor o el resentimiento, sino tal vez el temor a lo que pudiera encontrar aquí en La Victoria… Y como esta carta habla de eso, supuse que le ayudaría a entenderla a ella mucho mejor… y también conocer a su tío un poco más.
—Gracias, Mateo… ¿Quisieras….? —Rosario abrió la puerta un poco más e hizo un gesto con la mano invitándolo a pasar a la pequeña sala.
—Creo que es mejor que la lea usted sola, niña, que pase buena noche… —se adelantó a decir él y dio media vuelta sin ocultar la incomodidad que sentía por haberse tomado el atrevimiento de venir hasta sus habitaciones a esa hora de la noche.
La primera vez que escuchó hablar a su madre sobre La Victoria, Rosario tendría unos once años. Vivía junto con sus padres en las afueras del cantón de Guaduas, en una casucha ubicada a unas cien yardas del antiguo convento franciscano. Era una callejuela triste y olvidada por la cual no acostumbraba a pasar nadie ya que el convento había sido clausurado dos años atrás. Rosario era una muchacha sagaz y despierta, y la aburría vivir en aquel caserío donde su día transcurría entre los quehaceres domésticos y los pequeños trabajos que cumplía para ayudar con la economía de la casa.
Aprendió a leer, a pesar del poco interés que sus padres mostraron por su educación, asistiendo a las clases de catecismo, gramática y aritmética que, por caridad, impartía un párroco franciscano que permaneció en aquel lugar cuando el convento cerró.
—Leer y contar no le va a servir de nada, mija. Entre más rápido aprenda cuál es su sitio, menos sufrirá —le reprochaba Antonia. Su padre no le decía nada; era un borrachín que no creía que ella tuviera uso de razón, así que opinaba que todo aquello era una pérdida de tiempo de todas maneras.
—Pero tú sabes leer —le respondía ella a la madre, queriendo convencerla para que la enviará a una escuela de primera letras, así fuera en otro pueblo.
—¿Y de qué me sirvió…? En este maldito caserío las hembras solo tienen dos usos, parir hijos y… Mejor dicho, tenga la seguridad de que en La Victoria no habría salido de la cocina.
—Mamá, ¿cuándo vamos a ir a visitar a…? —empezó a decir con timidez—. ¿No has pensado que es hora de…?
—¡Ya le dije que esa familia es como si no existiera!
Toda conversación concluía en lo mismo. En seguida venían los largos sermones sobre el desamor de su padre y la cobardía de ese hermano que no levantó un dedo para defenderla. De su madre nunca esperó mucho ya que, según ella, doña Encarnación era un vástago más de esa sociedad donde los únicos que contaban eran los varones. Las mujeres se podían ir al mismísimo infierno porque no tenían voz ni voto en nada.
—Así que váyase acostumbrando, mija… Porque no importa qué tanto sepa leer y sumar, a la hora de la verdad, de nada le servirá tanto número y tanto garabato.
La niña no conoció al abuelo, quien murió cuando ella tenía seis años de edad, pero aprendió a odiarlo con un rencor visceral heredado de su madre. No obstante, siempre tuvo la curiosidad de conocer a su tío, así fuera solo para cantarle sus verdades en la cara si todo lo que su mamá decía de él resultaba ser cierto.
Tan pronto se retiró el joven capataz, ella encendió la lámpara que reposaba en la mesa junto a la cabecera de su cama y se recostó a leer. Antes de desdoblar el pliego reflexionó sobre cuánto había cambiado todo desde su llegada. Su tío no era la persona que pensó encontrar. Las cartas que leía en compañía de Mateo le revelaron a una persona muy distinta a la que ella imaginara.
Querido hijo:
Si vas a tenerle miedo a algo, que sea al temor. ¡Qué lacra más debilitante! Es una de las razones más comunes por la cual muchos nunca prosperan ya que le temen a todo: a lo desconocido, a los riesgos, al rechazo por parte de los demás o a la posibilidad de fracasar. Te puedo asegurar, mijo, que a través de todos mis años en esta tierra he visto más sueños morir a causa del miedo que por cualquier otra razón. Y debo confesarte que en ocasiones yo mismo permití que los temores me detuvieran de proceder como debía. Pero bueno, ya te hablaré de eso en otro momento.
Recuerdo que cuando yo tenía diez años llegó a San Sebastián la noticia de que el navío el Septentrión había naufragado en las costas de Málaga a causa de un temporal. El suceso hubiese pasado desapercibido de no ser porque tu abuelo, que por alguna razón siempre vivió entusiasmado con las peripecias militares del General de la Armada Real, Blas de Lezo, recordara que el Septentrión estuvo involucrado en la guerra en que los ingleses sitiaron a Cartagena de Indias durante tres meses.
Te preguntarás a dónde voy con todo esto. Pues pensando en los riesgos que a veces es necesario tomar en la vida, hay quienes alegarían que el buque, que fue construido en los muelles de la otra Cartagena, la peninsular, habría permanecido mucho más seguro si jamás hubiese zarpado y, en lugar, hubiese continuado acogido al resguardo que le ofrecía el puerto.
Por supuesto que existe cierto peligro con abandonar la seguridad del muelle y aventurarse a navegar por los mares profundos. Todo puede suceder. Es indudable que el Septentrión habría evitado cualquier desgracia con solo seguir en tierra firme. Sin embargo, mijo, él no fue construido para quedarse en el muelle, resguardándose de los riesgos, sino para navegar por los mares.
De esa misma manera, nosotros no fuimos creados con el único propósito de evadir los peligros. Fuimos puestos sobre la tierra para luchar por nuestros propósitos, y eso es lo que debemos hacer sin importar los riesgos que ello implique…
Mientras leía no lograba dejar de pensar en que su madre siempre vivió presa de los miedos y las dudas. El temor la detuvo de buscar resolución a su dolor. Aunque Rosario sabía que eso era solo una parte de la historia, la otra parte se escondía en algún lugar de la hacienda.
A la semana de haber llegado, una vez estuvo instalada y comenzó a familiarizarse con el funcionamiento de la hacienda, Rosario empezó a ganarse la confianza de las criadas, así que averiguaba sobre todo lo que se le venía a la cabeza. Como no veía a la señora de la casa supuso que ella tampoco tenía interés en verla ni en saber sobre la vida pasada de su marido. Cuando preguntó por ella se enteró de su muerte, supo que falleció casi de su misma edad, y vio la tristeza con la que las criadas se referían a la viudez de Simón.
Pese a que todos en la hacienda le tenían a su tío un profundo afecto, su relación con él seguía siendo fría y distante. Le molestaba que a él parecía no urgirle saber mucho más de ella o de su madre. Las veces que comían juntos hablaban de trivialidades, de los quehaceres diarios o de cualquier otro tema, pero el nombre de Antonia jamás salía en conversación. Esto la indignaba cada vez más y comenzó a pensar que quizá su madre tenía razón y que tampoco él la veía a ella como familia.
Un día, cuando ya no logró contener un instante más su desazón, entró en su oficina con la intención de preguntarle si él prefería que ella se marchara de la hacienda. Sentado detrás de su escritorio, Simón mantenía la mirada fija en un viejo jarrón de arcilla olvidado en un rincón en el que reposaban una rama de almendro seca y los restos de un puñado de flores petrificadas. Como no se dio cuenta de su presencia ella permaneció junto a la puerta observándolo en silencio, lo suficiente como para que los ánimos caldeados con que entrara se aquieta...