
- 198 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
En la casa vacía
Descripción del libro
"Tu cuerpo no es nada frente a un muro de hormigón."
¿En qué momento exacto se torció todo? ¿En qué punto tu cuerpo se convirtió en un estorbo, en un cruel recordatorio de un pasado al que no tienes más remedio que volver? Posiblemente estas sean algunas de las preguntas que se hace Eva, la protagonista de esta novela, a quien el peso de las miradas, las palabras y los deseos ajenos resulta cada vez más insoportable. Presa de un dolor físico constante y de una rutina que tampoco parece tener fin, se ha visto obligada durante los últimos diez años a malvivir encadenando trabajos como chapuzas a domicilio y camarera, realizando día tras día el mismo trayecto sin escalas, ese que va desde la apatía a la resistencia y viceversa. Sin embargo, cuando finalmente el dinero se acabe y su casera le ordene abandonar su hogar, Eva también se verá obligada a regresar al único lugar que en el fondo ha conocido, la casa de sus padres, la de su infancia, aquella que una noche abandonó sin mirar atrás. Ahora, de vuelta en el pueblo donde se crio, el Infierno primigenio, deberá elegir entre vivir para siempre en el pasado o recorrer un camino distinto a aquel que los demás ya han elegido por ella.
En este extraordinario estudio de personaje, Manuel Barea se vale de un estilo y una voz complejos para contar una historia simple aunque no por ello menos cautivadora, la de una mujer que lucha contra su propia piel y el daño que en esta infligen otros en sucesivas batallas cotidianas que componen una vívida reflexión sobre la tradición, la muerte, la religión, la familia y, por encima de todo, el tiempo y su caprichosa voluntad para sanar heridas.
¿En qué momento exacto se torció todo? ¿En qué punto tu cuerpo se convirtió en un estorbo, en un cruel recordatorio de un pasado al que no tienes más remedio que volver? Posiblemente estas sean algunas de las preguntas que se hace Eva, la protagonista de esta novela, a quien el peso de las miradas, las palabras y los deseos ajenos resulta cada vez más insoportable. Presa de un dolor físico constante y de una rutina que tampoco parece tener fin, se ha visto obligada durante los últimos diez años a malvivir encadenando trabajos como chapuzas a domicilio y camarera, realizando día tras día el mismo trayecto sin escalas, ese que va desde la apatía a la resistencia y viceversa. Sin embargo, cuando finalmente el dinero se acabe y su casera le ordene abandonar su hogar, Eva también se verá obligada a regresar al único lugar que en el fondo ha conocido, la casa de sus padres, la de su infancia, aquella que una noche abandonó sin mirar atrás. Ahora, de vuelta en el pueblo donde se crio, el Infierno primigenio, deberá elegir entre vivir para siempre en el pasado o recorrer un camino distinto a aquel que los demás ya han elegido por ella.
En este extraordinario estudio de personaje, Manuel Barea se vale de un estilo y una voz complejos para contar una historia simple aunque no por ello menos cautivadora, la de una mujer que lucha contra su propia piel y el daño que en esta infligen otros en sucesivas batallas cotidianas que componen una vívida reflexión sobre la tradición, la muerte, la religión, la familia y, por encima de todo, el tiempo y su caprichosa voluntad para sanar heridas.
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Información
PRIMERA PARTE
Algo frágil sostiene un peso insoportable.
La estructura metálica está tan oxidada que las rebabas de los listones de hierro se desmigan cuando los recorro con la mano.
Estoy acuclillada a un costado de la estructura. Llevo mi peto vaquero, el jersey de lana gorda y el chaquetón. También los guantes de trabajo.
Estoy en la azotea.
Inspecciono la claraboya.
He subido a pie los cinco pisos.
He cargado con la caja de herramientas porque, en algún momento de la semana, el ascensor ha dejado de funcionar.
Después tendré que arreglarlo.
Ahora debo centrarme en esto.
Ahora la claraboya es más importante porque estamos en enero y lleva diluviando desde el jueves y no parece que vaya a parar. El agua se filtra por la claraboya.
No he reparado una claraboya en mi vida.
Debe de pesar más de noventa kilos. No es muy grande. Pero sí pesada. Maciza. Antigua. Y se sostiene sobre algo frágil. Es peligroso. Ha habido accidentes. El suelo del pasillo se ha estado encharcando y ya se han caído dos propietarias.
Hay una fregona metida en un cubo, apoyada en el saliente del pasillo al final de la escalera, que nadie parece utilizar.
A la señora Rubio no le ha gustado nada que se hayan producido accidentes.
Tampoco al señor Rubio.
Ni pizca.
¡Eva!
El señor Rubio me llama por teléfono y vierte toda su frustración sobre mí. Se suceden varios gritos y órdenes. Yo simplemente digo:
Sí, vale, voy para allá.
Entonces llovía a mares. Ya solo cae agua pulverizada. Cuatro grados. El cielo es un terrón de cemento. Muy uniforme. Las 11:05. Llevo doce minutos acuclillada. A veces abandono la vista de la claraboya y hago oscilar la cabeza.
Destaco en la azotea, que es entera gris, por culpa de mis guantes de trabajo amarillos. Tengo el pelo húmedo hacia atrás y así es bonito. Llevo lentillas y botas de montañismo.
Los muslos se me están durmiendo.
Me pongo en pie.
Mi cuello agradece la reciente subida de temperatura corporal. Por eso casi siempre voy con bufanda. Gracias al calor, la rigidez disminuye un poco. Aunque el agarre trémulo permanezca. Incesante. Indescriptible.
En cualquier caso, el invierno nunca ayuda.
Abro la caja de herramientas después de unos pasos adelante y atrás por el largo de la azotea.
A veces las suelas de las botas patinan sobre la superficie de la azotea.
Por ejemplo, cuando me agacho.
Me agacho y encorvo el cuello y siento una contracción.
Empuño la sierra para metal. Empiezo a serrar una de las aristas de los listones más herrumbrosos.
Levanto ligeramente los ojos.
Como si ahí enfrente pudiera haber alguien que me dijera cómo hacer esto.
Pero solo tengo una mancha gris.
Me digo que es apropiado.
El edificio, visto desde aquí, tiene aspecto de búnker: como si la azotea fuera la tierra descolorida, ya que el único acceso es una escotilla situada en el suelo.
Para subir hay que utilizar unas escaleras metálicas que parecen sacadas de un submarino y que están en un extremo de la quinta planta.
El señor Rubio se encuentra en ese punto exacto, a los pies de la escalera, y de vez en cuando me grita preguntas por el hueco de la escotilla. El señor Rubio no quiere salir. No quiere mojarse. Durante los brevísimos instantes de silencio repara en el enjambre de motas cristalinas pegándose a la lámina de la escotilla y a los últimos escalones hacia la azotea.
¡Eva!
El señor Rubio vuelve a gritar —¡¿Qué estás haciendo ahora?!— después de escuchar el chirrido de la sierra.
No contesto de inmediato. No me gusta mantener conversaciones con el señor Rubio, en especial si estas tratan sobre mis métodos para el mantenimiento del edificio.
Lo que contesto al cabo de unos segundos es:
Voy a intentar quitar lo podrido.
Mi respuesta no surge al mismo volumen que el que emplea el señor Rubio, o al menos no al volumen que el señor Rubio espera.
El señor Rubio grita de nuevo:
¡¿Qué?!
Resoplo.
Repito mi frase alzando la voz. Muy atenta a lo que hago. Continúo serrando. La lluvia aprieta de nuevo. A la azotea, de repente, la inunda un brillo escandinavo.
Dejo la sierra a un lado con la máxima suavidad, sin emitir sonido alguno, después de comprobar que mi esfuerzo no está sirviendo para nada.
Nunca he visto una claraboya tan de cerca, y menos una así de maltrecha.
Si vuelvo a subir los ojos, si estiro más el cuello, tan solo veré el grueso trazo vacío del cielo que se extiende sobre la azotea, como si —de nuevo— esta fuera el suelo, la tierra pálida, y el pretil que destella al otro lado, el horizonte.
Pero es simplemente un edificio que construyeron hace mucho en las afueras y punto.
De ...
Índice
- Cubierta
- Autor
- Resumen
- Título
- Créditos
- Nota del editor
- Primera parte
- Segunda parte
- Tercera parte
- Breve nota y agradecimientos