Roma. La creación del Estado Mundo
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Roma. La creación del Estado Mundo

Josiah Osgood, Jorge García Cardiel

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Roma. La creación del Estado Mundo

Josiah Osgood, Jorge García Cardiel

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La visión tradicional del último siglo de la República romana, deudora de la obra de contemporáneos como Salustio o Cicerón, es el de un periodo de caótica entropía, en el que políticos sin escrúpulos sumieron al Estado en una violenta espiral de autodestrucción. Múltiples fueron los retos que Roma hubo de afrontar, desde la rebelión de los aliados itálicos en pos de la ciudadanía al levantamiento de esclavos y campesinos empobrecidos que fue la revuelta de Espartaco, desde la amenaza del temible Mitrídates a la invasión de cimbrios y teutones. Y todo ello enmarcado por continuas luchas fratricidas, desplazado el debate político de las instituciones al campo de batalla, trocada la oratoria por las espadas de un Mario, un Sila, un Pompeyo o un César.Ante esta coyuntura atroz, ¿cómo pudo Roma evitar su desintegración? Josiah Osgood, profesor de la Universidad de Georgetown, desgrana el relato de ese tiempo axial para demostrar que fue entonces cuando se plantaron los cimientos del "Estado mundo" que sería el Imperio. Se desarrollaron nuevas ideas y prácticas políticas y de ciudadanía, la economía del Mediterráneo experimentó un florecimiento sin precedentes, y la propia ciudad de Roma, metrópoli con más de un millón de habitantes, se convirtió en un centro intelectual sin parangón. Osgood supera las viejas narrativas centradas en los conflictos políticos y amplía su lente a todo el Mediterráneo, para integrar aspectos culturales, sociales y económicos, en un relato apasionante, crónica de agilidad pasmosa y de calado intelectual profundo, que desafía las viejas concepciones para poner el acento en cómo Roma, siempre resiliente, fue capaz de superar el marasmo, aunque esto abocara a su transformación y al nacimiento del primer Estado mundo.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412168723
Edición
1
Categoría
Historia

1

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DE POTENCIA MUNDIAL A ESTADO MUNDO: INTRODUCCIÓN

A finales de los años 40 a. C., un desengañado político y oficial de Julio César llamado Salustio se retiró de la vida pública y comenzó a escribir historia. Su primera obra fue una breve crónica del complot que un senador sin escrúpulos, Catilina, había urdido dos décadas antes con objeto de abatir la República romana. Salustio encontró el tema sumamente oportuno, pues ilustraba a la perfección su tesis de que se había producido un completo deterioro de los valores que sustentaban la política romana. Para prosperar en la Roma de su tiempo, sostenía Salustio, había que mentir, sobornar, acostarse con cualquiera, robar y valerse de la violencia. El historiador admitía que ni siquiera él era del todo inocente. En sus trabajos no nos ofreció detalles al respecto, pero uno de sus contemporáneos, Varrón, reveló que Salustio había sido sorprendido con la mujer de otro senador, a resultas de lo cual había sido flagelado y solo había recuperado su libertad tras pagar un elevado soborno.
Después de presentar a Catilina en sus primeros trabajos, Salustio pasó a relatar el despegue del Estado romano hacia sus más altas cotas de grandeza, para proseguir más tarde con la deriva que lo había convertido en «el peor y el más vergonzoso». Según su narración, cuando los romanos expulsaron a los reyes que los dirigían y establecieron un gobierno republicano hacia 500 a. C., la libertad recién conquistada inspiró sus ansias de gloria. Los varones de la época se deleitaban con armaduras y caballos de guerra en vez de con «prostitutas y fiestas». Cada soldado ansiaba ser el primero en escalar las murallas enemigas. Los hombres honraban a los dioses y cuidaban de sus familias. Pero, en cuanto Roma destruyó a su rival imperial, Cartago, en 146 a. C., continúa Salustio, la codicia y la ambición personales se dispararon. Los intereses de los soldados romanos se centraron en los asuntos amorosos y la bebida, mientras sus generales saqueaban templos y se construían villas del tamaño de ciudades. El ansia de conquistas alimentó la expansión del imperio ultramarino, pero la codicia que acompañó el proceso desembocó en la guerra civil que con el tiempo había destruido la República.
Durante los dos mil años siguientes a la época de Salustio, no ha sido fácil rebatir la visión pesimista que este vertió sobre la Roma posterior a la caída de Cartago. Los historiadores modernos publican con cierta regularidad artículos y libros sobre el siglo que concluyó con el asesinato de Julio César en 44 a. C., donde se centran en los factores que condujeron al final de la República. La idea de la «caída de la República romana» está tan arraigada que aparece, a menudo, en los debates políticos y la cultura popular. Los críticos de la Guerra de Vietnam, por ejemplo, anunciaban con pesimismo el nacimiento de un «Imperio americano», y sugerían que el destino de los Estados Unidos sería el mismo que el de la República romana. Otro tanto se dijo durante la presidencia de George Bush. En su libro de 2007, Nemesis: The Last Days of the American Republic, Chalmers Johnson sostuvo que el militarismo de Bush había situado a los Estados Unidos en el sendero hacia la dictadura. Entretanto, la primera temporada de la miniserie de la HBO/BBC Roma (2005) presentaba a sus espectadores la historia semificticia de un final de la República protagonizado por soldados brutales y mujeres sexualmente voraces. El título de uno de los episodios de la primera temporada no pudo ser más gráfico: «Cómo Tito Pulo derribó la República».
Enfoques así resuenan con pujanza en una era de ansiedad como la que vivimos, pero obvian toda una serie de notables logros que se sucedieron al poco de que Salustio propusiera por primera vez su interpretación. Veinte años después de que el historiador comenzara su lóbrega crónica, por ejemplo, Virgilio concluía la epopeya que todo el mundo coincide en catalogar como la obra maestra de la literatura latina, la Eneida. En este poema, el Imperio romano se resignifica como una fuerza del bien encargada de propagar la paz por el mundo. De hecho, cuando murió Virgilio, en 19 a. C. (un cuarto de siglo después del asesinato de César), el Mediterráneo y las tierras que se extendían más allá de este gozaban de unas cotas de paz sin precedentes. Nuevas ciudades florecían en Europa occidental, bien provistas de bulliciosos mercados, templos de mármol, teatros y termas calefactadas. Para conectarlas entre sí se construyó toda una red de calzadas y puentes, verdaderos prodigios de ingeniería que, en algunos casos, todavía permanecen en uso. Todo ello fue posible porque el heredero de Julio César, Augusto, al que solemos contemplar como el primer emperador de Roma, marcó el comienzo de una nueva era de estabilidad gubernativa que permitió administrar el gigantesco Imperio con mucha más efectividad que en el pasado. El propio Augusto se embarcó en numerosos viajes de inspección por todo el Imperio. Su deseo era asegurarse de que los impuestos se recaudaban de la manera más eficiente y justa posible, y de que el dinero se empleaba para financiar un ejército permanente que se adivinaba esencial para el mantenimiento de la paz. Como consecuencia, el comercio floreció como nunca antes lo había hecho.
A lo largo del presente libro, para evitar farragosos circunloquios, me referiré al Estado romano de tiempos de Augusto mediante la denominación «Estado mundo». Como es evidente, Roma no llegó nunca a extenderse por todo el planeta, pero sí englobaba todos los principales núcleos de la antigua civilización mediterránea y se prolongaba por territorios mucho más septentrionales, en una expansión sin precedentes. Es más, en vida de Augusto cientos de miles de hombres y mujeres obtuvieron la ciudadanía romana, pese a que decenas de miles de ellos habitaban en lugares tan distantes de Roma como Hispania u Oriente Medio. Esta colosal red ayudó a proporcionar nuevas respuestas a la cuestión de qué significaba ser romano. La gente leía la Eneida, cenaba en bellos platos de buena cerámica itálica, respetaba como día de asueto el cumpleaños de Augusto y sacrificaba a los dioses en honor del princeps. Incluso los no ciudadanos se unían a estas actividades, y al hacerlo comenzaban, ellos también, a convertirse en romanos. Las nuevas costumbres entretejieron el mundo a unos niveles que las formas tradicionales de ciudadanía, basadas en acontecimientos de la ciudad-estado tales como escuchar discursos en el Foro romano, nunca podrían haber soñado.
Centrarse de un modo obsesivo en la «caída de la República romana» no solo minimiza todos estos logros políticos y las innovaciones en el campo de la literatura, el comercio y la religión que acompañaron a aquellos; soslaya el hecho de que muchas de las transformaciones que convirtieron a Roma en un Estado mundo tuvieron lugar en el siglo que antecedió a la archiconocida fecha de los idus de marzo de 44 a. C. Debemos admitir que fue durante la larga «caída de la República romana» cuando se desarrolló una administración provincial más ambiciosa, la cual llegó acompañada de una visión más coherente del Imperio que prometía una paz duradera a cambio de la lealtad a Roma y la satisfacción de los impuestos. Fue a lo largo de esta «caída de la República romana», además, cuando la propia ciudad de Roma se convirtió en el núcleo cultural e intelectual que eclipsó a las otras ciudades mediterráneas y proclamó, así, de manera incuestionable, el poderío romano. Este libro arranca en 150 a. C. y se extiende hasta el año 20 d. C., poco después de que Augusto fuera sucedido de forma pacífica por Tiberio. Y desgrana unos éxitos que han sido obviados por Salustio y muchos de los historiadores que le siguieron, concentrados como estaban en relatar la caída de la República.

LAS TRANSFORMACIONES DE ROMA

Como punto de partida, puede ser útil comenzar nuestras reflexiones ofreciendo un breve bosquejo acerca de la Roma del año 150 a. C. y de los cambios que esta experimentó durante el siglo siguiente, así como proponiendo, de paso, un marco general desde el que reflexionar sobre dichas transformaciones. Para ello, nos centraremos en tres aspectos: el Imperio ultramarino, la cultura y, por último, la política.
En 150 a. C., Roma era la potencia dominante en el Mediterráneo. El Senado romano despachaba de forma periódica comandantes militares para que supervisaran una parte de Hispania y de las islas de Sicilia y Cerdeña. Otras regiones recibían instrucciones puntuales de la Cámara, ya fueran estas redactadas en la propia Roma o acordadas por delegaciones de senadores desplazadas al efecto. En líneas generales, la administración era exigua. Durante los cien años siguientes, en cambio, Roma logró un control más férreo de un territorio mucho mayor, que llegó a extenderse entre Europa noroccidental, África, Asia Menor y Oriente Medio. A la altura de 50 a. C., existían ya más de una docena de provincias distribuidas en tres continentes, cuyos gobernadores romanos se aseguraban de que los impuestos fueran recaudados y se mantuviera un cierto orden interno. Las autoridades provinciales se encargaban, además, de la defensa de los intereses de los millares de ciudadanos romanos que vivían en ultramar. No existía, sin embargo, un ejército regular. Las legiones se movilizaban cuando eran necesarias y se disolvían al dejar de serlo, y los soldados reclamaban a sus generales, cada vez con más ahínco, gratificaciones que les compensaran por sus licenciamientos, en especial, concesiones de tierras y dinero.
Durante ese mismo siglo, acaeció una profunda transformación cultural. En 154 a. C. se estaba llevando a cabo la construcción del primer teatro con graderíos de piedra de la ciudad de Roma. Antes de que pudiera completarse, no obstante, el Senado acordó demolerlo. Los sectores conservadores creían que era «demasiado griego», pues los «verdaderos romanos» –adujeron– debían contar con el vigor suficiente como para permanecer en pie durante las representaciones. Cien años después, en cambio, Roma disponía de un enorme teatro de mármol. Adosado a él, un pórtico repleto de obras de arte servía, a decir de los poetas contemporáneos, de punto de encuentro. Las mismas viviendas, decoradas con esculturas, pinturas y columnas de mármol de estilo griego, proclamaban los gustos de sus dueños. Los romanos abrazaban ahora la extravagancia y el individualismo que había caracterizado a la cultura griega desde las conquistas de Alejandro Magno. Hacia el año 44 a. C., algunos de los habitantes de Roma escribían autobiografías e incluso poemas sobre sus lances amorosos.
Por lo que a la política respecta, a mediados del siglo II a. C., Roma era una república gobernada por sus ciudadanos. De hecho, la designación oficial del Estado era la de «Pueblo romano», en nombre del cual se suscribían todos los tratados con las potencias vecinas. Entre los propios romanos, en cambio, solían referirse al Estado como res publica, locución que significaba literalmente «lo común». El poder residía, en última instancia, en el Pueblo romano, lo que en la práctica se circunscribía a los ciudadanos varones que se reunían en las asambleas celebradas en la ciudad de Roma. En ellas se elegía a los magistrados y se votaban las leyes que estos últimos proponían en el ejercicio de sus funciones. Los magistrados vigentes y los que lo habían sido en el pasado, unos dos centenares en número, conformaban el Senado, institución que gestionaba buena parte de la política de la República. Los senadores, en general vitalicios, controlaban el presupuesto del Estado, orientaban las relaciones internacionales y determinaban a qué magistrados se les confería el mando militar y dónde habrían estos de actuar. De hecho, dada la importancia de la cámara, a menudo el gobierno de la República se concebía como el «Senado y el Pueblo de Roma» (senatus populusque romanus), pomposo enunciado que se solía abreviar mediante las siglas «SPQR».
A pesar de la aparente continuidad, el gobierno del SPQR afrontó diversas transformaciones durante el siglo que siguió a 150 a. C. Los senadores, en la práctica, se duplicaron y las normas que regían el ingreso en el órgano fluctuaron. También creció el número de magistrados. Uno de los principios fundamentales de la República romana era que estos debían permanecer en ejercicio durante un único año y que su poder siempre debía ser compartido con, al menos, otro magistrado de igual rango. Pero, desde finales del siglo II a. C., este principio comenzó a violarse cada vez con más frecuencia. El gran general Cayo Mario, por ejemplo, alcanzó la magistratura suprema, el consulado, cinco veces consecutivas, entre los años 104 y 100 a. C. Algo más tarde, el rival de Julio César, Pompeyo, ostentó un poder extraordinario durante buena parte de la década de 60 a. C. para combatir a los piratas que infestaban el Mediterráneo y, más tarde, para enfrentarse a uno de los enemigos extranjeros más peligrosos de cuantos se habían alzado nunca contra Roma, Mitrídates, rey del Ponto, en el norte de Asia Menor. Pero, a medida que ciertos individuos iban alcanzando cotas de poder sin precedentes, la República experimentaba otro cambio significativo: aunque las instituciones del SPQR permanecieron vigentes, su legitimidad quedó en entredicho durante largos periodos de tiempo. Los grandes líderes confiaban en sus soldados y en las luchas callejeras para salirse con la suya. Las espadas y los puñales reemplazaron a los discursos, las leyes y las votaciones.
En 44 a. C., los ciudadanos aún se congregaban en sus asambleas y el Senado todavía se reunía. En la práctica, no obstante, Roma se encontraba bajo el gobierno de Julio César, quien ostentaba el ominoso título de dictador vitalicio. Era César, respaldado por sus asistentes privados, quien administraba las finanzas y dirigía la política exterior, e incluso quien convocaba a las asambleas para que estas «eligieran» a los candidatos que él había designado con anterioridad. A finales del año 45 a. C., por ejemplo, uno de los cónsules falleció y, en su lugar, César impuso a un magistrado para un solo día, en lo que no fue sino una burda farsa electoral. Uno de los enemigos del dictador, el gran orador Cicerón, bromeó irónico: «Así que nadie almorzó bajo el consulado de Caninio; ni tampoco se cometió ningún delito, pues mantuvo una milagrosa vigilia sin llegar a ver el sueño durante todo su consulado». Pocos meses después, César fue asesinado. Cicerón, simpatizante de los magnicidas, pretendió retornar al gobierno republicano tradicional, pero fue un fracaso estrepitoso. En vez de ello, se sucedieron quince años de guerra civil, periodo durante el cual Salustio redactó las pesimistas crónicas a las que antes aludíamos.
A lo largo de estas últimas, por cierto, este cronista estableció una relación inequívoca entre las transformaciones políticas y la decadencia moral. Habida cuenta que el Estado romano era el Pueblo, la aproximación resultaba lógica. El argumento del historiador era que lo que durante largo tiempo había cohesionado a los romanos era el miedo a Cartago, pero que, una vez desaparecido este, tanto los nobles como la gente corriente habían comenzado a acaparar todas las riquezas posibles para su propio beneficio personal. En general, los nobles lo hicieron mucho mejor y se llevaron la «parte del león» de los beneficios del floreciente Imperio, no obstante, unos pocos se mostraron dispuestos a desafiar a sus pares y erigirse en adalides de la gente ordinaria. Las furibundas luchas políticas pronto devinieron en violencia armada y originaron una peligrosa espiral.
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Mapa 1: Expansión de las áreas administradas por Roma, 150-50 a. C. Los topónimos del mapa de 50 a. C. representan áreas que Roma comenzó a administrar de forma regular después de 150 a. C.
Los historiadores modernos tienden a contemplar con escepticismo el énfasis que Salustio hacía en la crisis moral de su época. Para empezar, porque a lo largo del siglo II a. C. ya hubo otras voces agoreras. El historiador Lucio Calpurnio Pisón, por ejemplo, se lamentaba del colapso de la moral sexual romana y de la influencia en Roma, ya antes de la destrucción de Cartago, de los peligrosos lujos griegos, tales como las mesas de una sola pata. Si la moral ya había declinado por entonces, ¿cómo consiguió la República sobrevivir durante tanto tiempo? Ahora bien, es importante considerar voces como las de Pisón o Salustio para comprender mejor cómo percibían los romanos los profundos cambios que su sociedad estaba experimentando. Es más, Salustio merece todo nuestro respeto por su intento de sistematizar una teoría coherente sobre la interconexión que existía entre la adquisición del Imperio por Roma, su desarrollo cultural y su revolución política. Como el propio Salustio, la mayoría de los historiadores actuales no se contentan con interpretar los progresos romanos posteriores al año 150 a. C. como una mera concatenación más o menos accidental de acontecimientos puntuales.

LOS DESPOJOS DEL IMPERIO

En última instancia, cada estudioso debe decidir por sí mismo cómo explicar las transformaciones de Roma, lo que incluye la llamada «caída de la República romana». La narración que sigue tan solo pretende facilitar dicha tarea. Pero es imposible construir un relato sin tener siquiera una opinión formada sobre lo que, en realidad, importa y lo que no, de modo que comenzaré por explicitar en pocas palabras la mía. Con demasiada frecuencia, los historiadores han circunscrito sus investigaciones a uno de los campos antes mencionados: política, cultura o relaciones internacionales. Yo creo, sin embargo, que los tres están interconectados, e intentaré conjugarlos desarrollando la aproximación del historiador Keith Hopkins, según el cual las riquezas que fluyeron hacia Roma e Italia provenientes del pujante Imperio acarrearon diferenciaciones estructurales en la sociedad. Aparecieron nuevos grupos, como los prestamistas, una copiosa población urbana y una clase gobernante adinerada distribuida por las ciudades de Italia. Todos ellos se enfrentaron entre sí por los despojos del Imperio, protagonizando una pugna de la que también formaron parte los senadores.
Aunque los historiadores modernos pueden aislar en sus análisis determinados grupos de interés como el de los prestamistas, hemos de tener en cuenta que los propios romanos dividían su sociedad según una jerarquía de grupos definidos oficialmente según su posición. En ocasiones, estos grupos recibían el nombre de «órdenes», concepto este que todavía pervive en nuestros días referido a agrupaciones religiosas o fraternales, como por ejemplo los masones. En todo caso, una distinción de estatus fundamental separaba a quienes gozaban de la plena ciudadanía romana de quienes no la tenían. Aunque los varones eran los únicos que podían votar, las mujeres podían ser ciudadanas. Todos los esclavos, en cambio, carecían de ciudadanía, al igual que los miembros libres pertenecientes a otras comunidades. A la altura del año 150 a. C., algunas localidades itálicas habían recibido ya la ciudadanía romana, mientras que el resto, lo quisieran o no, se consideraban «aliadas» de Roma y habían de auxiliarla en sus guerras. Todo esto cambió con una gran revuelta que comenzó en el año 91 a. C., y que solo pudo sofocarse años después tras conceder la ciudanía romana completa a toda Italia. Este fue uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia de Roma; crucial, cuando menos, para la posterior extensión de la ciudadanía a todos los habitantes del Estado mundo.
Por otro lado, entre los ciudadanos varones, podemos distinguir dos grupos de características especiales. Uno de ellos era el compuesto por los senadores, que, en esencia, no eran sino los magistrados en ejercicio y quienes lo habían sido en el pasado. Puesto que todos los magistrados habían de ser elegidos para su actividad, no existía en Roma una aristocracia hereditaria formal, aunque en la práctica algunas familias conseguían que sus miembros accedieran a estos cargos generación tras generación. Estos son los «nobles» de los q...

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