La tierra llora
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La tierra llora

La amarga historia de las Guerras Indias por la Conquista del Oeste

Peter Cozzens, Rocío Moriones Alonso

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La amarga historia de las Guerras Indias por la Conquista del Oeste

Peter Cozzens, Rocío Moriones Alonso

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Si hay un fenómeno de la historia de los Estados Unidos que se ha explotado hasta la saciedad en la cultura popular occidental, este ha sido la conquista del Oeste y el conflicto con las tribus de nativos que lo habitaban, denominado como las Guerras Indias. De una demonización del indio o nativo norteamericano, el péndulo basculó a partir de la década de 1970 a su santificación, y a menudo se echan en falta visiones más ecuánimes, capaces de superar ese maniqueísmo de buenos y malos. Y eso es algo que Peter Cozzens consigue con La tierra llora. La amarga historia de las Guerras Indias por la conquista del Oeste, una narración apasionante merecedora del prestigioso Gilder Lehrman Prize for Military History y que ha sido elogiado por Booklist como "un maravilloso trabajo de comprensión y compasión".Comprensión, porque Peter Cozzens realiza un enorme esfuerzo en el análisis de las motivaciones que latían detrás del proceso de expansión hacia el Oeste del que nacerían los modernos Estados Unidos, pero también se pone en la piel de unos indios atrapados entre una mentalidad y modo de vida ancestrales y la modernidad. Pero compasión también, hacia hombres como Caballo Loco, Toro Sentado, Gerónimo y Nube Roja, que las más de las veces pelearon forzados, defendiendo a sus mujeres y niños, en un combate que sabían perdido de antemano. Empero, no hay sensiblería: no se hurtan ni las mezquindades ni el racismo latente en buena parte de la administración estadounidense, ni las continuas querellas intestinas y barbarie de apaches, sioux o comanches.La tierra llora. La amarga historia de las Guerras Indias por la conquista del Oestese devora página a página, tan rápidamente como veloz avanzó el tendido del ferrocarril por las llanuras del Oeste norteamericano, a lo largo de tres décadas que vieron la extinción de comunidades enteras, en una historia trágica del fin de un mundo pero que hace justicia a vencedores y vencidos.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412168709
Edición
1
Categoría
History
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La noche del 10 de abril de 1873, Capitán Jack y su grupo de cincuenta y seis guerreros modoc sopesaron las ventajas del asesinato. Apiñados en las cuevas de Lava Beds, al norte de California, ellos y sus familias, unos ciento cincuenta en total, estaban rodeados casi por completo por quinientos soldados norteamericanos reunidos para intimidar a los guerreros y persuadirlos de que volvieran a su reserva de forma pacífica. En un último intento de alcanzar una solución amistosa, el principal jefe modoc iba a entrevistarse a la mañana siguiente con el general de brigada Edward R. S. Canby y una pequeña comisión de paz. Los guerreros debatían sus opciones. ¿Debía Capitán Jack parlamentar con los comisionados de buena fe o sería mejor tenderles una emboscada y matarlos, con lo que así enviaba una advertencia al Gobierno de que dejara de saquear las tierras y el modo de vida indio?
Junto a las llamas de una fogata de artemisa, Jack escuchaba las duras palabras de sus rivales de la tribu. Las emociones estaban a flor de piel. El hombre-medicina del grupo, Doctor Rizos (Curly-Headed Doctor), defendió el asesinato de los comisionados. Si los elimináis, predijo, los soldados que han amenazado nuestro bastión se marcharán. Los sucesos recientes habían reforzado la posición de Doctor Rizos. Cuatro meses antes, cuando comenzaron los problemas, pronunció unos conjuros que, al parecer, habían protegido a los modoc. Los guerreros todavía no habían perdido a ningún hombre, y en las escaramuzas con los soldados blancos habían herido casi a tantos soldados como miembros tenía su grupo. La mayoría de la tribu estaba deseando aceptar la última promesa del hombre-medicina.
El jefe Schonchin John se hizo eco de la invitación a matar de Doctor Rizos. Ya habían hablado demasiado. Cada día había más soldados. Argumentó que cuando cuatro meses antes el jefe Hooker Jim y su banda habían matado a catorce colonos como venganza por un ataque gratuito a la tribu, ya se habían ganado la venganza del Gobierno, probablemente con la horca. Ahora la paz era imposible.
Al final, Capitán Jack se levantó para hablar y dijo que intentaría persuadir al comisionado de paz, Canby, para que perdonara a los hombres de Hooker Jim y permitiera a los modoc vivir en su tierra. Los hombres respondieron con maldiciones e insultos. Uno de ellos gritó: «Jack, no vas a salvar nunca a tu pueblo. No puedes hacerlo». El ejército tenía artillería y estaba a punto de utilizarla, añadió. Los comisionados pretendían hacer la paz volándole la cabeza a Capitán Jack.
«Eres como una vieja squaw; no has luchado nunca. No vales para ser jefe –añadió Hooker Jim–. O matas a Canby o te mataremos a ti».
Matar a Canby sería un «acto cobarde», dijo Capitán Jack. Entonces los guerreros lo agarraron, le echaron por encima un chal y un sombrero de mujer y lo arrojaron al suelo. Lo llamaron squaw de rostro pálido al que los blancos habían robado el corazón.
Capitán Jack, dolido, se quitó las ropas y se rindió ante la mayoría: «Soy modoc. Soy vuestro jefe. Lo haré. Sé que es un acto cobarde, pero lo haré. Mataré a Canby, aunque soy consciente de que me costará la vida y la de todo mi pueblo».1
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El pueblo de Capitán Jack pertenecía a una tribu pequeña pero orgullosamente independiente. Durante trescientos años, los modoc habían ocupado una extensión de 8000 km2 a lo largo de la actual frontera entre Oregón y California. Entre el resto de los indios tenían fama de ser unos saqueadores despiadados, que intercambiaban hombres por caballos y trocaban con las tribus poderosas las mujeres cautivas que habían secuestrado de otras tribus más débiles. Cuando, en 1840, entraron por primera vez en contacto con los norteamericanos, la tribu solo contaba con ochocientos miembros. Los colonos los llamaron «Digger Indians» («indios excavadores»), un apelativo peyorativo aplicado a los que comían raíces (la base de la dieta modoc consistía en raíces de nenúfares), a los que los blancos consideraban un tipo inferior de indio. Los modoc les devolvieron el cumplido con violencia.
El problema comenzó en 1846, cuando un par de colonos, Lindsay y Jesse Applegate, siguieron un atajo hasta Willamette Valley a través del territorio modoc, entre los lagos Klamath y Goose. Durante dos años, las caravanas de inmigrantes traquetearon sin problemas por la ruta Applegate, pero los colonos dejaron a su paso el azote de la viruela y la enfermedad arrasó los poblados modoc. Solo sobrevivieron cuatrocientos. Como venganza, los guerreros atacaron con saña la Ruta Applegate hasta el otoño de 1852, momento en el que una banda procedente de Yreka, en California, atacó un poblado modoc, matando y arrancando las cabelleras a 41 de los 46 hombres modoc que encontraron. La matanza dejó a los modoc tan paralizados que firmaron la paz, de la cual se podría decir que sacaron provecho. Los hombres hacían pequeñas tareas en Yreka o en los grandes ranchos, y los muchachos encontraron trabajo como criados en las casas. Se cortaron el pelo, vistieron las ropas de los blancos, y aceptaron los, en ocasiones, poco halagadores nombres que los californianos les dieron. Muchos de ellos aprendieron inglés. Aquellos menos inclinados al trabajo prostituyeron a sus mujeres con los buscadores de oro. Kintpuash, nacido en 1837 del viejo jefe de los modoc de río Perdido, poseía grandes dotes como proxeneta. Medía un metro con setenta centímetros, la altura media de un hombre modoc. Era delgado, pero de constitución fuerte, tenía la mandíbula cuadrada y era bien parecido. Lucía una melena negra como el jade hasta debajo de las orejas e iba peinado con raya en medio.
Kintpuash hablaba poco inglés pero afirmaba «conocer el corazón del hombre blanco», que, en su opinión, era en esencia bueno. Su mejor amigo blanco era el abogado de Yreka, Elijah Steele, que supuestamente bautizó a Kintpuash como Capitán Jack porque se parecía a un minero de Yreka y por su afición a las insignias militares. La hermana de Capitán Jack compartía la belleza de su hermano y hacía buen uso de ella, ya que consiguió atesorar una pequeña fortuna como amante de cinco mineros, pues los desvalijó a todos.2
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No todas las relaciones entre los mineros y las mujeres modoc eran informales o basadas en el dinero. En el territorio áureo de California (al igual que en otras partes del Oeste donde las mujeres casaderas eran escasas) hubo algunas relaciones que florecieron hasta convertirse en matrimonios por amor. Estos enlaces mixtos superaron las barreras de la lengua, la cultura y los prejuicios raciales y ayudaron a aminorar la desconfianza entre los indios y los hombres fronterizos.
Una de esas relaciones duraderas fue la de Frank y Toby Riddle. Frank Riddle nació en Kentucky en 1832, y con dieciocho años se unió a la andrajosa procesión de jóvenes inquietos que se dirigían al Oeste, a las minas de oro de California. Aunque entre sus compañeros mineros se ganó la reputación de ser un compañero amable y templado, como minero no tuvo éxito. Sin embargo, era un buen cazador, y nadie discutía su afirmación de haber matado 132 osos.
Toby Riddle era la prima de Capitán Jack. Se decía que su gente le puso el nombre de Nan-ook-to-wa, «la niña extraña», porque era solitaria y sentía asimismo una rara curiosidad por la cultura del hombre blanco. En 1862, su padre llevó a Nan-ook-to-wa, atractiva y, al parecer, bien desarrollada para sus escasos doce años, a la cabaña de Frank Riddle, que en ese momento tenía treinta años, y le preguntó por señas si «quería comprar una squaw». Como era india, a nadie le habría importado la diferencia de edad, pero Riddle rehusó la oferta. El padre y la hija visitaron a Frank Riddle una segunda vez. En esa ocasión, Nan-ook-to-wa le hizo saber por medio del lenguaje de signos que deseaba ser de su «propiedad». Una vez más este rechazó la propuesta. Diez días más tarde, volvió ella sola con sus pertenencias y se instaló en la cabaña. Riddle transigió. Le dio al padre dos caballos y sellaron el trato. Al cabo de un año, la pareja tenía un hijo.3
Nan-ook-to-wa adoptó el nombre de Toby y se adaptó con facilidad a las costumbres de los blancos. Los Riddle se ganaron el afecto y la confianza tanto de los blancos como de los modoc. Cada uno se preocupaba por el bienestar del pueblo del otro. Aceptaron trabajar como intérpretes del Gobierno con el superintendente de Asuntos Indios de Oregón, Alfred. B. Meacham, un importante hombre en la política del Estado que sentía auténtica empatía por los indios. Pero eran tiempos difíciles para el superintendente. Los ataques esporádicos de los modoc a las caravanas continuaron hasta 1860, cuando disminuyó la inmigración. A continuación, la Guerra Civil condujo hasta allí a una avalancha de familias que se habían acogido a la Ley de Asentamientos Rurales o que tan solo pretendían alejarse del conflicto. Para evitar que se produjera un derramamiento de sangre entre los colonos y los indios, el Gobierno negoció un tratado con los modoc y sus vecinos klamath, según el cual ambas tribus cedían todo su terreno excepto una extensión de 3000 km2 (768 000 acres) al norte del valle del río Perdido que se convertiría en la reserva india Klamath.
Era una tierra buena y debería haber sido más que suficiente para cubrir las necesidades de los klamath y los modoc, que hablaban la misma lengua y que antaño habían sido buenos aliados. Pero la reserva se hallaba en territorio klamath, de modo que estos se sentían con derecho a pedir un tributo a los modoc. En abril de 1870, Jack y sus seguidores se cansaron y abandonaron la reserva para volver a río Perdido, pero se encontraron con un número creciente de colonos. Molestos por esta invasión de lo que consideraban su territorio, empezaron a importunar a los colonos, entraban en sus casas sin permiso y se marchaban solo después de que les hubieran dado de comer, asustaban (pero sin hacer nunca daño) a las mujeres y a los niños, y, en general, fastidiaban. Aunque las ofensas de los indios eran menores, los colonos, nerviosos, los demonizaron como «malhechores, una banda inmunda de salvajes miserables», que puso al país «al borde de una desoladora guerra india».4
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La Guerra Modoc, 1872-1873.
Las tensiones en el territorio del río Perdido aumentaron. A principios de febrero de 1872, los colonos, frustrados, solicitaron al general Canby que obligara a los modoc de Capitán Jack a volver a la reserva Klamath. El general revisó las pruebas desde su centro de operaciones en Portland, y aconsejó que no se llevara a cabo ninguna acción hasta que el Departamento del Interior resolviera la cuestión de encontrar un lugar permanente para ellos.
Canby tenía más experiencia con los indios que la mayoría de sus colegas generales. Antes de la Guerra Civil, había luchado contra los seminolas en Florida y contra los navajos en el Territorio de Nuevo México, y había negociado una rendición incondicional de veinticuatro jefes navajos enemigos. Durante sus treinta y tres años de carrera militar, había reunido un expediente que, si bien no era espectacular, sí era sólido. La mayoría de sus colegas oficiales lo describían como «prudente». Canby, que tenía poca ambición y que era conciliador por naturaleza, era el único oficial general del ejército regular sin enemigos conocidos. Hacía lo que le decían e iba donde le decían.
O, al menos, así fue hasta 1870. Cuatro años de servicio sobre el terreno durante la Guerra Civil, seguidos de cinco años dedicado a la Reconstrucción en un sur hostil, habían hecho mella en el general de cincuenta y dos años. En una de las pocas acciones egoístas de su carrera, solicitó el mando del Departamento de Columbia a fin de reposar un poco. El general Sherman le complació, y se despidió del general Canby y de su mujer cuando se marcharon a Oregón, «deseándoles un buen viaje».5
La esperanza de Canby de tener un buen viaje se desvaneció con la misma velocidad que aumentó la agitación contra los modoc. A principios de abril de 1872, el Departamento del Interior reemplazó a Meacham por Thomas B. Odeneal, un juez del condado de Oregón con poca paciencia y una comprensión menor de los indios, al que ordenó que «si era posible», trasladara a los modoc a otro lugar.
El verano de 1872 trascurrió con relativa tranquilidad. Capitán Jack prometió controlar a su pueblo, pero a cambio solicitó que los colonos se mantuvieran alejados de la desembocadura del río Perdido, donde su tribu pasaba el invierno. Sin embargo, Odeneal no quería negociar y lo que hizo fue darles un ultimátum: marchaos o haremos que os marchéis. Como era de esperar, Capitán Jack hizo caso omiso de la orden. Cuando empeoró el tiempo, Odeneal actuó de manera rápida y temeraria. El 26 de noviembre, envió al intérprete de la agencia Ivan Applegate (que pertenecía a la familia de los pioneros que había dado apellido a la ruta) para que convocara a Capitán Jack a una conferencia en Linkville. Jack se negó. Estaba «cansado de que le soltaran discursos, y ya no quería más peroratas». Lo mismo le ocurría a Odeneal que, sin consultar ni a Canby n...

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