
- 363 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Descripción del libro
Los ensayos que integran el presente libro (siete sobre el Antiguo y tres sobre el Nuevo Testamento) recogen un proceso de reflexión riguroso y sugerente sobre una parte esencial –aunque poco atendida en los últimos tiempos– de nuestra cultura. Con una visión netamente humanística, que subraya la entidad literaria, la trascendencia ética y la profundidad humana de los libros, textos o motivos seleccionados, el autor nos propone una original hermenéutica para el análisis de la literatura bíblica. Lo que de tópica y rudimentaria tiene la comprensión habitual de este corpus de origen judío, así como sus lecturas unilaterales o especializadas de diverso signo, queda de este modo trascendido por una perspectiva más amplia y ajustada, donde los matices y la evolución interna, así como la estimulante variedad de ámbitos de recepción y la interrelación fecunda con otros códigos y tradiciones son elementos imprescindibles.
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Información
Categoría
Theology & Religion1. Un estilo, una tradición
I
Los dos primeros libros de los Macabeos narran en la Biblia la histórica revuelta de los judíos ortodoxos, liderados por Judas Macabeo, frente a sus compatriotas helenizados. Los sucesos ocurrieron en el siglo II a de C., aunque la helenización del pueblo hebreo databa por lo menos de la conquista de Jerusalén por Alejandro Magno, un par de siglos antes. Muchos jóvenes judíos, en especial los de las clases superiores (y entre ellos muchos sacerdotes), se habían sentido fuertemente atraídos por la cultura de los griegos, considerando, por ejemplo, que la filosofía platónica era perfectamente armonizable con el monoteísmo de su religión. Ello, sin embargo, llevaba aparejada toda una revolución paulatina en el modo de vida, que afectaba a los hábitos, al tiempo de ocio y a las mismas prendas de vestir. El libro segundo de los Macabeos refiere el éxito absoluto de las costumbres foráneas bajo la monarquía de Antíoco IV y cómo accede al sumo sacerdocio la figura de Jasón (cuyo mismo nombre era una helenización de Josúa), que junto al Templo manda construir un gimnasio, al que los sacerdotes acudían, descuidando sus deberes religiosos, para ejercitarse en la palestra (4, 7 y ss.). Un síntoma evidente del peligro que ello comportaba para los tradicionales signos de identidad judía lo encontramos en la circunstancia de que muchos jóvenes hebreos se practicaron una dolorosa operación en el miembro viril con el fin de borrar las señales de la circuncisión, que les acomplejaban a la hora de lidiar desnudos en el gimnasio (I Mac. 1, 16). Dicho proceso helenizador tuvo su máxima inflexión con la colocación por el rey Antíoco de una estatua de Zeus en el Templo de Jerusalén. La reacción del judaísmo ortodoxo no se hizo esperar y finalmente alcanzó una victoria que se saldó con la muerte de Antíoco, la purificación del Templo, la reanudación purista del culto y el exilio de una buena parte de la aristocracia helenizada. Pero la monarquía emergente no pudo luchar contra el signo de los tiempos. La significativa reconstrucción de las murallas de Jerusalén, que había llevado a cabo Nehemías en el siglo V a. de C, y que había supuesto todo un símbolo del radical exclusivismo judío, era ahora una quimera. Durante la misma resistencia contra la helenización, Judas Macabeo recaba la ayuda de un naciente Imperio romano (I Mac., 8), que sería a la postre el nuevo opresor. Lo cierto es que, una vez lograda la victoria, la organización política instaurada por los Macabeos no pudo por menos que presentar el sello inequívoco de una monarquía helenística como tantas otras, donde los nobles y sacerdotes seguían adoptando nombres helenos, la educación de los rabinos obedecía a las pautas de la paideia griega y la atmósfera cultural se encaminó, en definitiva, hacia un sincretismo inevitable que culminaría en la gran figura del judaísmo helenístico: Filón de Alejandría.
Los textos Macabeos son un documento de frontera, extremadamente revelador de esa dinámica entre culturas que está en el origen mismo de nuestra tradición. Para empezar, el anónimo autor del libro segundo, que va a contarnos con vehemencia la lucha del purismo judío contra la helenización, escribe el texto en griego, introduce en su prefacio tópicos de exordio característicos de la tradición greco-latina y ausentes por completo en la anterior literatura bíblica, sustituye la idea tradicional del sheol por el concepto griego del «Hades» (6,23), e introduce, en fin, elementos patéticos y fantásticos que nos remiten directamente a la literatura helenística. Y, pese a ello, no cabe duda de que el relato, con la figura heroica y solitaria de Judas Macabeo, recupera ese viejo tono épico de la religiosidad judía más acendrada y nos recuerda el espíritu salvador y combativo de los relatos de los Jueces. La imagen del martirio, repetida con violenta espectacularidad en varias escenas de judíos (Eleazar, Racías, los hermanos Macabeos...) que prefieren la muerte antes que traicionar su purismo religioso, parece asimismo pertenecer al universo de la antigua y fanática fe hebrea. Y, sin embargo, la propia idea del martirio no es tan familiar como pudiera creerse en la literatura bíblica, donde los héroes suelen actuar con astucia y pragmatismo y las categorías históricas reconocibles son las de víctimas o verdugos mucho más que la de mártires. Esta imagen, en cambio, se ajusta mucho más al inminente modelo que inauguraría Cristo, y no es por azar que el libro gozara de mucho más predicamento en el seno de la tradición cristiana que en el de la judía. El culto de los «siete hermanos Macabeos» se extendió muy pronto entre el naciente cristianismo y el relato sirvió de modelo a diversas Actas de Mártires cristianos. Aunque ese no es el único elemento que en el texto macabeo prefigura el sentir y los planteamientos de la nueva religión: también encontramos (II Mac. 7, 9 y ss.) el texto más inequívoco del Antiguo Testamento sobre la vida eterna y la resurrección, convicciones ajenas al judaísmo tradicional pero que serían la bandera de los prosélitos de Cristo. Todo ello nos confirma el extraordinario interés de un libro sintomático que aglutina todas las confluencias imaginables de una encrucijada histórica: escrito por un autor helenizado para ensalzar la lucha del tradicionalismo judío contra la helenización, anticipa al propio tiempo esa nueva sensibilidad religiosa que haría eclosión con el inminente y poderosísimo rival de la fe hebrea: el cristianismo.
Si, por la inevitable presión del contexto, toda una corriente cultural del judaísmo se había helenizado a las alturas del siglo primero, ese mismo contexto marcó desde su origen a la escisión cristiana del judaísmo. El Nuevo Testamento da una fe clara de ello: la lengua griega utilizada (a veces tan refinadamente como en la Epístola de Santiago), la conceptualización del Evangelio de San Juan, con su fastuosa interpretación del Logos, o la propia figura de San Pablo, con su hibridismo cultural hebreo y greco-romano y con su riquísima rentabilización de la terminología religiosa de procedencia helénica (gnosis, mysterion, sophia, kyrios, soter...), son tan sólo algunos ejemplos. Pero también hubo, obviamente, todo tipo de fricciones. Si los apasionantes encuentros y desencuentros entre la secular tradición judía y la nueva hegemonía cultural griega quedaron ilustrados –mejor que a través de cualquier especulación histórica– por muchos lugares de la literatura bíblica veterotestamentaria, el Nuevo Testamento hace lo propio en varios pasajes impagables, donde la tensa dinámica que el cristianismo mantuvo con el pensamiento clásico dominante queda consignada y esclarecida.
El episodio más célebre en este sentido es el de la predicación de San Pablo en el Areópago de Atenas –incluido en los Hechos de los Apóstoles–, que tiene la virtud de hacer presente, de forma documental, casi periodística, el tiempo histórico ante nuestros ojos. Aunque de sobra conocido, no está de más profundizar en este suceso, que ocurrió en el curso del segundo viaje misional de Pablo, en torno al año 51. A mitad del siglo I, cuando el relato narrado por los Hechos tiene lugar, Atenas hacía tiempo que había perdido la supremacía política y económica, pero todavía constituía un centro cultural para las élites del Imperio y una estación de paso casi obligada para cualquier hombre cultivado. Es verdad que dentro del ámbito del helenismo, otras ciudades, como Alejandría, eran más boyantes, más cosmopolitas, pero Atenas seguía teniendo su prestigio filosófico y era un permanente bullidero de curiosos y pensadores. El balsámico «viaje a la docta Atenas» que anunciaba el refinado Propercio en una de sus Elegías (III,21), para olvidar con el estudio de las artes y las letras los tormentos de su amor por Cintia, refleja el carácter emblemático que mantenía a la sazón la antigua capital cultural de Occidente. Es verdad que la filosofía ateniense había cambiado con los nuevos tiempos. Abandonadas las tendencias más rígidas de los primeros maestros, los seguidores de la Academia y de la Stoa adoptaban ahora posiciones flexibles y conciliadoras, y se advertía una tendencia general hacia posturas sincréticas y de moderado eclecticismo. Por otro lado, el cultivo del pensamiento, tomado casi como un deporte de buen tono entre los miembros de las clases superiores, se había escorado hacia su vertiente más pragmática –aspectos éticos y eudemonológicos– en vez de las antiguas especulaciones metafísicas, gnoseológicas o cosmológicas–, y por eso proliferaban las corrientes cínicas, escépticas y epicúreas. Pero había asimismo una naciente inquietud espiritual, un florecimiento de saberes místico-esotéricos que provenía, sobre todo, del Oriente.
Con una de esas frases sencillas, pero tremendamente reveladoras, Lucas, el autor de los Hechos, nos informa de que «todos los atenienses y los forasteros allí domiciliados no se ocupan en otra cosa que en decir y en oír novedades» (17,21). Pablo predicaba –así se nos dice– todos los días en el ágora, un hervidero de doctrinas filosóficas y de hombres inquietos, dispuestos a escucharlas. Muchos debieron oírle, en efecto, pero Lucas alude en concreto sólo a filósofos «estoicos» y «epicúreos», representando con ello, tal vez, a las dos escuelas oficiales más consolidadas de esa filosofía de carácter pragmático que dominaba por entonces en Atenas. No es, pues, extraño, dados los intereses y la racionalidad de estas escuelas, que Pablo, de entrada, fuera motejado, de «charlatán» y concebido como uno de los numerosos introductores de «divinidades extranjeras» (17,18). Pero algo decididamente nuevo debieron percibir algunos en su predicación, algo que –como le dicen a Pablo– «es muy extraño a nuestros oídos» y que excitó, más que otras veces, su curiosidad, induciéndoles a llevarlo con ellos al Senado, es decir, al mismo lugar donde Sócrates fue juzgado y condenado varios siglos antes. Hay un apremio inquietante en el modo en que se nos relata que «tomándole, le llevaron» allí para saber «qué quieres decir con esas cosas» (17,20).
El discurso que hace Pablo, «puesto en pie en medio del Areópago» (17,22) es sumamente revelador, y demuestra, en primer lugar, las habilidades estratégicas que el autor del los Hechos atribuye en repetidas ocasiones al apóstol. Comienza con una captatio benevolentiae, elogiando a los atenienses como «sobremanera religiosos» (17,22) –algo que el apóstol no piensa verdaderamente, pues poco antes se nos ha dicho que «se consumía su espíritu viendo la ciudad llena de ídolos» (17,16)–, y continúa vinculando su nueva doctrina teosófica a las intuiciones naturales del pensamiento griego tradicional. Tomando como excusa la prevención de los atenienses, que, con un admirable sentido de la prudencia frente a los dioses, habían elevado en su ciudad un altar dedicado a cualquier divinidad que ellos pudieran desconocer, Pablo declara haber visto en las calles de Atenas ese homenaje «Al dios desconocido» y afirma que ése es el Dios que él viene a anunciarles. Este hábil recurso (más habil todavía al elegir un Deus ignotus alejado de toda forma y de toda aprehensión física o imaginaria) queda reforzado al citar incluso literalmente a algún poeta griego (Arato, s. III a. C) para significar que la visión espiritualista sobre la divinidad no es incompatible en absoluto con la poesía y la sabiduría helenas. La cita es por cierto rebuscada y se refiere a que los hombres somos estirpe de Dios. Pero con estos procedimientos Pablo inicia, de hecho, el camino hermenéutico que seguiría buena parte de la Patrística al tratar de espigar, con una actitud abierta hacia la cultura pagana, indicios, anticipaciones o profecías de Cristo y de su mensaje en la cultura greco-latina, creando un territorio común y abonado para sembrar entre los gentiles la semilla de la nueva doctrina.
El discurso de Pablo proclama, en su primera parte, la base judaica de su religión: monoteísmo, Dios universal, creador y providente, que se revela a sí mismo en la naturaleza y en la historia, rechazo de la idolatría... Hasta aquí el auditorio de Pablo no parece escandaliz...
Índice
- Índice
- Prólogo
- 1. Un estilo, una tradición
- 2. El Gran Pecado
- 3. Saúl y el silencio de Dios
- 4. Jonás, el antiprofeta
- 5. Super flumina Babylonis
- 6. Artes de seducción: Rut, Ester, Judit
- 7. El satori de Job
- 8. Jesús camina sobre las aguas
- 9. Saulo, revestido
- 10. Cristo en Giotto: el poder de una mirada
- Tabla de ilustraciones