Banderas olvidadas
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Banderas olvidadas

El Ejército español en las guerras de Emancipación

  1. 432 páginas
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Banderas olvidadas

El Ejército español en las guerras de Emancipación

Descripción del libro

Reeditamos con orgullo Banderas olvidadas. El Ejército español en las guerras de Emancipación , uno de los escasos estudios dedicados a los ejércitos que combatieron en pro de la Monarquía española durante los procesos de emancipación en la América española a comienzos del siglo XIX. Julio Albi de la Cuesta, autor de éxitos como De Pavía a Rocroi, describe con pasión, pero ecuanimidad, un quinquenio de conflictos decisivo tanto para el futuro del continente como para la metrópoli, que en sus primeros años se desarrolla al compás de la Guerra de la Independencia y vendría marcado por las nuevas ideas políticas que eclosionaban a ambos lados del Atlántico.
En cada capítulo de Banderas olvidadas. El Ejército español en las guerras de Emancipación, Albi los principales teatros de operaciones, analiza las fuerzas implicadas y describe las batallas combatidas, en un conflicto que tuvo tanto de guerra civil como de emancipación, con muchos americanos militando en las filas de los ejércitos realistas. Unos hombres, una historia y unas banderas que merecen salir del olvido.

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Información

Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788494954054
ISBN del libro electrónico
9788412168716
Edición
1
Categoría
History

1

EL EJÉRCITO DE ESPAÑA

La conducta de Vds. en el Perú como militares merece el aplauso de los mismos contrarios. Es una especie de prodigio lo que Vds. han hecho en este país. Vds. solos han retrasado la Emancipación del Nuevo Mundo dictada por la naturaleza y por los nuevos destinos.
Carta de Bolívar al general realista Canterac, tras la batalla de Ayacucho
Cuando se inicia la Guerra de la Independencia contra Napoleón, que tendría directas repercusiones en la América hispana, el Ejército español contaba con 101 865 hombres1 –aunque sus efectivos teóricos eran más de 150 000– organizados de la siguiente forma:
De un lado, la Guardia Real, con el equivalente de dos regimientos de caballería y con dos de infantería, que sumaban en total algo más de ocho mil hombres.
De otro, lo que se llamaba «Cuerpo de Ejército», formado por 45 regimientos de infantería de línea –35 españoles, 4 «extranjeros» (irlandeses e italianos) y 6 suizos– 12 regimientos de infantería ligera, 12 de caballería de línea, 8 de dragones, 2 de cazadores y 2 de húsares.
La Artillería contaba con cuatro regimientos, con 34 baterías de campaña, 6 de a caballo y 21 de guarnición, con 240 cañones.
Los Ingenieros tenían 169 jefes y oficiales y su regimiento, recientemente creado, mil plazas.
Como fuerzas de reserva estaban las Milicias, formadas por ciudadanos movilizados en caso de crisis o de guerra. En 1808 alineaban 43 batallones con 39 000 hombres, todos de infantería.
En ese mismo año, los reglamentos vigentes habían estructurado a los regimientos de infantería española y extranjera en tres batallones, con unos 647 hombres cada uno. En la práctica, los terceros batallones estaban en cuadro y solo se completaban si eran movilizados.2 Los regimientos suizos tenían dos batallones, y los ligeros, uno, de algo más de mil plazas. Estas cifras oficiales no siempre reflejaban la realidad, ya que casi ninguno de los batallones existentes en la Península, exceptuados quizá los de la Guardia, estaban al completo. Por otro lado, tanto las unidades teóricamente irlandesas como las «extranjeras» contaban con un gran número de españoles en sus filas.
En cuanto a la Caballería, cada regimiento estaba dividido en cinco escuadrones de poco más de cien hombres, según plantilla, aunque normalmente eran más débiles.
Los hombres que integraban las distintas unidades se clasificaban, según su procedencia, en tres grupos. En primer lugar, los enrolados voluntariamente, que habían hecho de las armas su profesión. Con largos años de servicio, bien disciplinados e instruidos formaban la columna vertebral de los cuerpos. En segundo lugar, los alistados a través de las quintas, sorteados entre la población. Aunque era un hecho conocido que los alcaldes utilizaban estas para librarse de los elementos menos recomendables de la localidad, los hombres así reclutados podrían llegar a convertirse en buenos combatientes, siempre que contaran con cuadros adecuados. Por último, estaban los hombres que procedían de levas forzosas entre vagabundos, maleantes, etc. Eran, con diferencia, la parte más débil de cada unidad y planteaban continuos problemas de disciplina que se castigaban con tremenda severidad.
Tradicionalmente, Artillería e Ingenieros alardeaban de contar con hombres de una calidad superior a la media y de ser especialmente selectivos a la hora de elegir el personal. Este, por las funciones específicas de ambos cuerpos, que se enorgullecían del título Real, debía ciertamente reunir unas condiciones tanto de inteligencia como de robustez que no se exigían de un simple infante. La Caballería, apoyada en la aureola de aristocracia que rodeaba a sus regimientos, en la brillantez de los uniformes y en el servicio relativamente más cómodo que se prestaba en ellos, tampoco acostumbraba a tener grandes problemas de reclutamiento. Eran estos especialmente graves en la Infantería, más numerosa y menos atractiva y que, por tanto, acogía un porcentaje mayor de gente procedente de la leva. En cuanto a la oficialidad, la de Infantería y la de Caballería podían tener un doble origen; o de clase de cadetes o de sargentos ascendidos. Los primeros eran sobre todo nobles o hijos de militares. Para los segundos se requería que fuesen «de calidad honrada».
En principio, el aprendizaje de la profesión se realizaba, como en otros ejércitos europeos, en el seno de las propias unidades, con resultados mediocres. Desde el siglo anterior habían existido colegios militares, que daban una mejor preparación, pero todos ellos habían tenido una trayectoria espasmódica, cerrándose unos al poco tiempo de ser inaugurados, para ser sustituidos por otros que a su vez no tardaban en ser suprimidos. También en esto Artillería e Ingenieros eran una excepción, contando con sendas academias en Segovia y Alcalá de Henares, donde se impartía una cuidada educación. Los ascensos hasta la clase de capitán eran por rigurosa antigüedad, en principio, pero a partir de ese grado pasaban a ser por elección, lo que facilitaba carreras insólitamente rápidas para los oficiales con buenas conexiones sociales. Ello favorecía sobre todo a los procedentes de cadetes, mientras que los antiguos sargentos, a pesar de que a veces conocían mejor su profesión, podían pasarse decenas de años sin ascender.
La existencia de tropas de diversas especialidades que hemos mencionado, se justificaba por las misiones que les estaban atribuidas. La infantería de línea, que constituía el núcleo del Ejército, operaba en formaciones cerradas y principalmente mediante el fuego. La ligera, por su parte, actuaba en formaciones abiertas y flexibles. Su objetivo era desplegar a vanguardia de la línea y molestar con su fuego independiente al enemigo, procurando a la vez eliminar a sus oficiales. Su función era preparar un ataque o debilitar una ofensiva contraria.
La caballería de línea se utilizaba en formaciones cerradas. Actuaba ante todo mediante el choque al arma blanca. Los dragones constituían una vieja especialidad cuya característica original era su capacidad para combatir tanto pie a tierra, con sus armas de fuego, como a caballo, con espada o sable. Sin embargo, por su evolución natural, el instituto se había convertido en el siglo XIX prácticamente en caballería convencional, aunque sus hombres y sus caballos acostumbraban a ser menos robustos que en las tropas de línea.
La caballería ligera, en sus diversos tipos –cazadores, húsares– se empleaba para el reconocimiento, para los ataques a las líneas de comunicaciones y para golpes de mano. En principio, combatía en formaciones muy poco densas, y estaba integrada por hombres y monturas ágiles pero de poca talla, lo que no le hacía apta para el choque frontal con escuadrones de línea.
En cuanto a la Artillería, la de a pie se caracterizaba porque los sirvientes caminaban junto a las piezas, mientras que la de a caballo tenía a los artilleros montados. De ahí que la primera, que estaba dotada de piezas más pesadas, se usase durante la batalla en misiones estáticas o cuasi estáticas, mientras que la segunda, por su mayor movilidad y su capacidad para acompañar tropas en marcha, se empleará para apoyar el ataque. Los Ingenieros tenían como misión realizar obras de campaña o de asedio, tender puentes, erigir y mantener fortificaciones, etc.
Las especialidades básicas que hemos citado no agotaban todas las existentes en un ejército de la época. Así, tanto la Infantería como la Caballería solían contar en sus regimientos con una compañía de preferencia, formada por hombres de especial confianza, seleccionados por su estatura y veteranía, que se empleaban en misiones de reconocida dificultad. Recibían el nombre de granaderos, en la infantería de línea y en los dragones, y de carabineros en los batallones ligeros y en la caballería de línea. En algunos casos, existían cuerpos enteros con esta denominación, como los Carabineros Reales en el Ejército español.
La infantería, tanto de línea como ligera, podía tener una segunda compañía de preferencia, constituida por soldados escogidos por su agilidad y puntería. En la infantería de línea recibían el nombre de cazadores y constituían una especie de infantería ligera propia de la unidad. En los batallones ligeros se les llamaba tiradores. En la organización francesa eran designados como voltigeurs y a ello obedecerá la presencia en el ejército de Bolívar de un cuerpo bautizado como «voltígeros».
En cuanto a la Caballería, además de los Institutos citados, podía tener otros como los Granaderos a Caballo, coraceros o lanceros, por solo citar algunos. Ninguno de ellos existía en España en 1808, pero no tardarían en aparecer en la Península primero y más tarde en América. Los primeros constituían, en teoría, unidades de élite. Los segundos formaban la caballería llamada pesada, y se distinguían por la protección adicional que llevaban. Los terceros estaban a medio camino entre la caballería de línea y la ligera y su empleo venía determinado por los inconvenientes y las ventajas de su armamento. En efecto, si bien la lanza confería una notable superioridad en el primer momento del choque, resultaba un estorbo en el cuerpo a cuerpo, era embarazosa en las marchas y exigía una larga instrucción.

ARMAMENTO Y TÁCTICAS

Las características de las armas de la época, y por tanto de las tácticas empleadas, hacían necesaria la existencia de tan variadas tropas. Empecemos por la Infantería, la clásica «reina de las batallas», la parte más numerosa del ejército y cuya victoria o derrota decidía el resultado de un combate. Estaba dotada de un fusil que solo se podía cargar estando de pie y cuya cadencia de tiro no superaba uno o dos disparos por minuto. Su alcance eficaz en teoría se situaba entre los 100 y los 200 metros.3 Pero, en la práctica, a 130 metros resultaba casi imposible acertar un blanco del tamaño de un hombre. De ahí que se utilizara casi exclusivamente el fuego por descargas, es decir, varios fusiles disparando a la vez contra un mismo objetivo. Pero aun así, una unidad tirando a un objetivo que ocupaba un frente similar al suyo, a 300 metros de distancia solo conseguía un 20 % de impactos; a 225, un 25 %; a 150, el 40 %; a 75, el 60 %. Estos resultados, obtenidos en condiciones óptimas, disminuían aún más en acción por los efectos naturales del miedo, nerviosismo, cansancio, confusión, falta de visibilidad (se utilizaba pólvora negra, que producía una enorme cortina de humo) etc., de forma que en la práctica se estimaba que el alcance eficaz no pasaba de 90 metros, y aún entonces solo se obtenía un 15 % de blancos. Consecuencia de todo ello era que, en primer lugar, el soldado tenía que combatir de pie, porque solo así podía cargar el arma. En segundo lugar, lo hacía en formaciones de cierta profundidad –dos o tres filas– para que siempre hubiera una con el arma preparada, cubriendo a la que estaba cargando tras haber disparado. Por otro lado, para batir eficazmente un blanco había que reunir contra él el mayor número posible de fusiles. Es decir, acumular en la menor superficie tantas armas como se pudiera, lo que se obtenía colocando a los hombres casi hombro con hombro. Por otra parte, la misma falta de precisión llevaba a «reservar el fuego» hasta estar cerca del enemigo. Finalmente, la lentitud de la cadencia de tiro significaba que una unidad de infantería no podía detener únicamente con sus disparos a otro cuerpo que se acercara a gran velocidad, sobre todo si era de caballería. Por lo tanto, cuando esta se aproximaba, hubiera sido suicida para los infantes mantener la formación en línea, que sería barrida irremisiblemente por el choque de los jinetes. Para evitar esto, se pasaba a otra formación, el cuadro. Este, que en realidad era un rectángulo, presentaba al enemigo un frente sin flancos que, por tanto, no podía ser envuelto. Tenía en cambio el inconveniente de que ofrecía un sólido blanco a la artillería enemiga y de que reducía el número de fusiles que podían batir cada uno de sus costados a una cuarta parte del total de la unidad. Había una tercera formación para la infantería: la columna. Avanzar en cuadro era prácticamente imposible. Hacerlo en línea resultaba una operación lenta y difícil, ante la imperiosa necesidad de mantener un contacto estrechísimo entre los hombres. Por ello era frecuente mover a las tropas en columnas de poco frente y gran profundidad, desplegándolas en línea para hacer fuego solo cuando se estaba cerca del objetivo. Si se trataba de unidades no perfectamente instruidas, o si se quería imprimir mayor velocidad a la acción, se conservaba la formación en columnas hasta el momento mismo del cuerpo a cuerpo. El problema que ello entrañaba era que la columna tenía una capacidad mínima de defenderse con su fuego propio, ya que las dos primeras filas, las únicas que podían disparar, ocupaban un frente relativamente pequeño, al estar la unidad formada en profundidad. Además, ofrecían un blanco considerable a los fusiles y los cañones enemigos, al tiempo que si la caballería contraria se acercaba resultaba muy difícil pasar de la columna al cuadro.
Aunque en muchos casos la infantería ligera actuaba de idéntica manera a la de la línea, también tenía funciones propias. Eso no implica que necesariamente contara siempre con un armamento distinto, aunque la tendencia era dotarla con fusiles más perfeccionados. Así, algunas unidades, como los «rifles» británicos tenían fusiles rayados que si bien ofrecían mayor alcance y precisión, poseían una cadencia de tiro inferior. En muchos casos, pues, los cazadores tenían que fiarse exclusivamente de su mejor puntería y de su agilidad para desempeñar la misión que les estaba encomendada de hostigar con su fuego independiente al enemigo. Para hacerlo, desplegaban por parejas en una larga línea, «en tiradores», como se llamaba, y aprovechando los accidentes del terreno se aproximaban todo lo posible a la línea contraria, procurando eliminar a los oficiales. Normalmente, una parte de la unidad permanecía agrupada a retaguardia, en calidad de reserva. El hecho de que actuaran de dos en dos obedecía a la necesidad de que ningún hombre estuviera inerme, tras haber disparado, frente a una reacción enemiga, ya que así contaba con la protección de su compañero que mantenía el arma cargada. Desde luego, la formación «en tiradores» alcanzaba su eficacia máxima frente a un enemigo dispuesto en línea, ya que los cazadores desplegados en un amplio frente y protegidos por obstáculos ofrecían un blanco pequeño a una descarga. Era, en cambio, vulnerable frente a infantería ligera enemiga que adoptará la misma formación y, sobre todo, frente a una carga de caballería. Tampoco podía detener un avance masivo de tropas de línea.
En cuanto a la caballería de línea, utilizaba casi exclusivamente sus armas blancas mediante cargas en línea, bota con bota. Por las mismas razones que la infantería, acostumbraba a hacer todos los movimientos previos en columna. La carga en sí, para tener éxito, debía ser siempre rígidamente controlada. De ahí que se iniciara al paso y se continuara el trote para luego completarla al galope corto. Únicamente se lanzaban los caballos a rienda abatida en los últimos metros, con objeto de que la unidad llegara al choque formando un bloque compacto, obteniéndose así el máximo impacto. La carga, eficaz contra otras unidades de caballería, contra infantería ligera «en tiradores» y contra infantería de línea desplegada era –a pesar de la leyenda– prácticamente inútil contra un cuadro bien formado que presentaba una muralla de fuego y bayonetas, sin flancos, casi inabordable. En realidad, raramente los jinetes cargaban un cuadro intacto, sino que tendían a girar en torno a él disparando sus poco precisas pistolas, esperando que los infantes perdieran, por nerviosismo o por las bajas sufridas, el contacto hombro con hombro que les hacía, a todos los efectos, invulnerables. Si esto llegaba a suceder, si se abr...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Prólogo a esta edición
  6. Introducción a la edición original
  7. 1 El ejército de españa
  8. 2 El ejército de américa
  9. 3 Los primeros embates (1809-1811)
  10. 4 La reacción española (1812-1813)
  11. 5 1814. Triunfos realistas
  12. 6 1815. Grandes esperanzas
  13. 7 1816. La guerra interminable
  14. 8 1817. La pérdida de la iniciativa realista. chacabuco
  15. 9 1818. Maipú
  16. 10 1819. Boyacá
  17. 11 1820. Solos
  18. 12 El ejército realista
  19. 13 1821. Carabobo, el principio del fin
  20. 14 1822. Pichincha
  21. 15 1823. Reveses y triunfos realistas
  22. 16 1824. Junín y ayacucho. paso de vencedores
  23. Epílogo
  24. Conclusión
  25. Apéndice I. Los cuerpos realistas
  26. Apéndice II. Las unidades peninsulares y sus bajas
  27. Bibliografía
  28. Imagenes