
- 264 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La promesa de Pisa
Descripción del libro
Sam Zafar, hijo de inmigrantes analfabetas y fieles seguidores del Islam, le hizo una promesa a su hermano en Pisa: no equivocarse como él lo hizo, no terminar en la cárcel.Mientras vive en uno de los barrios más peligrosos de Ámsterdam, su amor por la música clásica y su sueño por convertirse en pianista terminan por convertirlo en el niño gay dentro de su comunidad. Muchos pueden llamar a Sam el hijo modelo, pero su historia deja al descubierto los problemas culturales de la migración."Un nueva y poderosa voz en la literatura holandesa. Lo políticamente correcto nunca volverá a ser igual."Hermann Koch
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Información
Categoría
LittératureCategoría
Littérature généralePrólogo
¡Virgen santa! ¡Me han admitido en el instituto Hervormd Zuid, la puta madre!
Mi hermano y yo bajábamos sonrientes la escalinata llena de jóvenes fumadores del instituto donde acababa de tener lugar mi entrevista de admisión. Como la inútil de mi profesora de primaria había recomendado que fuera a la enseñanza secundaria profesional VMBO —en contra de los resultados de las pruebas CITO, que me aupaban a la enseñanza preuniversitaria VWO—, dijeron que tenía que acudir a la cita acompañado por uno de mis padres. Dependiendo de cómo transcurriera ese encuentro, decidirían si era apto para el liceo. Como de costumbre cuando citaban a mis padres en el colegio, fue mi hermano quien me acompañó.
Una profesora de holandés me sometió a un interrogatorio de película. Le faltó poco para atarme a los apoyabrazos de la silla. A los tres cuartos de hora concluyó la entrevista diciendo:
—¿Me prometes que te esforzarás al máximo si te admitimos en este instituto?
—Sin duda, señora.
Miró a mi hermano, sentado a mi lado.
—¿Lo ha oído también? Perfecto. Por lo menos tengo un testigo. ¿Velará usted por que lo haga?
—Como un carcelero, pierda cuidado. Los próximos seis años, será mi prisionero.
Mi hermano me agarraba por el cogote con su zarpa caliente. Cruzamos la calle y nos acercamos a Suse, el brazo derecho de mi hermano, que nos esperaba en la acera de enfrente sentado en su motocicleta y con las suelas de los zapatos apoyadas en la Vespa de mi hermano.
—Pon cara triste— me susurró antes de gritarle a Suse —¡quita tus sucias patas de mi escúter!
Suse se levantó de un salto al vernos. Hablaba con más acento amsterdamés que Johan Cruijff.
—A este colegio vienen unas nenitas buenísimas, colega. ¿Y? ¿Qué han dicho? ¿Cómo ha ido todo? ¿Te han admitido?
Yo me tocaba la visera de la gorra Lacoste. La llevaba al revés para que mi copete saliera por la abertura como una gran ola.
—No, Suse —dije suspirando.
—¿Qué dices? —miró a mi hermano—. ¿Tengo que ir yo a hablar? ¡Entro allí ahora mismo, me importa todo una mierda; estas cosas me sacan de quicio!
Suse levantó el sillín de su moto y empezó a buscar algo con la cabeza medio metida en el agujero.
—¿Y qué vas a hacer, dispararle al director en la pierna? —preguntó mi hermano.
—Si hace falta…
—No seas bruto.
—Son unos putos traidores. Tenía que haber entrado yo. Pero nada, a mí me dicen que espere en la calle. ¿Te avergüenzas de mí o qué?
—¡Han admitido a Sam!
Suse levantó la mirada.
—No jodas.
Yo asentía con ímpetu.
—¡Lo sabía! No me lo había comido, ¿qué se creen? ¡Ven aquí, gusano! —me abrazó—. Tenemos que celebrar. Vamos por un helado.
Suse observaba de reojo un grupo de retozantes vestiditos de verano; probablemente del último curso, pues disponían de todos los atributos femeninos necesarios.
—Ensaya con el helado, hay mucho que lamer en este colegio. A la vista está…
—¡Qué asco! —le dije.
—Un cinturón de castidad le voy a poner. Se va a dedicar solo a estudiar, ¿verdad, Sam?
Suse ignoró a mi hermano y me miró a los ojos.
—¿Asco? ¿No te gusta el helado?
Ahora sí se giró hacia mi hermano.
—Cinturones de cantidad o como se llamen, eso es lo que tendrían que ponerte a ti. Me pregunto cuándo tardará en caerse muerta esa pinga tuya.
—Suse, te mereces pasar el resto de tu vida en camisa de fuerza. Hace un momento querías cargarte a una inocente profesora.
—Nadie es inocente. Los profesores menos aún. ¿Por qué crees que se hacen profesores? Efectivamente, no es mala idea, eso del cinturón de castidad para Sam.
—Mierda, ¡qué asqueroso eres! —dijo mi hermano.
—Ya lo sé.
—No me extraña que solo te jodas la mano derecha.
—Me conoces de toda tu miserable vida; me hago las pajas con la izquierda, maricón. Pero en serio, ¿a qué heladería andiamo? ¿Pisa o Venecia?
—Que elija Sam, es su día.
—Súbete, tigre —dijo Suse—, te voy a contar una historia grandiosa sobre tu futuro instituto.
Me senté detrás de él en la moto y le dije:
—Venecia no me gusta. Vamos a Pisa.
Mientras íbamos por la Stadionweg, Suse me contó girándose una y otra vez hacia atrás que en la Segunda Guerra Mundial, el director del Hervormd Zuid había sido un traidor de mierda, un miembro del MNS, Movimiento Nacional Socialista. Que tuviera cuidado, no sea que el director actual fuera su nieto.
—¿Sabes lo que tienes que hacer? Entérate; si es su nieto le quemamos el carro. Con él dentro, claro.
Suse era un experto en materia de historia, le fascinaba especialmente la Segunda Guerra Mundial. Llevaba años trabajando para un tendero del mercado Albert Cuyp. Mientras chambeaban, su jefe, Benjamín de Jood, le contaba historias fascinantes sobre el Holocausto.
Suse era marroquí, pero parecía un negro. Sus padres eran de Uarzazat, capital y provincia en el sur de Marruecos; allá la gente tiene la piel quemada por el sol. Los grandes estudios cinematográficos se encuentran también en esa ciudad. Muchos directores de cine de Hollywood rodaron allí escenas del desierto. Sus cuatro filmes favoritos, Gladiador, Cruzada, Lawrence de Arabia y La guerra de las galaxias, se habían rodado allí. Yo me preguntaba si serían sus favoritos si los hubieran rodado en otro sitio. Bueno, ya vale.
De cuando en cuando veía un trocito del nuevo tatuaje de Suse asomar por el cuello de su camiseta del Ajax: “El orgullo de Ámsterdam”.
Suse lo dijo en alguna ocasión: “Quiero más a Ámsterdam que a mi madre”.
A veces decía en broma que quería tatuarse en la verga tres cruces como las que aparecen en el escudo de la capital y en los amsterdamitos, los bolardos de la ciudad. Así, todas las chicas que se tirara sabrían que lo estaban haciendo con un amsterdamito.
En la calle Ferdinand Bolstraat, a la altura del hotel...
Índice
- La promesa de Pisa
- Prólogo
- Autor