Una breve historia de los árabes
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Una breve historia de los árabes

John McHugo, José Adrián Vitier

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Una breve historia de los árabes

John McHugo, José Adrián Vitier

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Un viaje a través de la política, la sociedad y la cultura de los árabes desde los días del Imperio romano hasta la actualidad. La clave para entender el mundo árabe actual (y futuro) es comprender su pasado. McHugo revela cómo el mundo árabe llegó a ser lo que es hoy, por qué el cambio era inevitable, y qué podemos esperar después de la primavera árabe. Concisa, breve, útil y práctica, esta historia sirve también de guía sobre la cultura y la política de la región. Revisada y actualizada, el autor la ha ampliado

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788416354634
Edición
1
Categoría
Historia

VI
OCCIDENTE PARECE REPLEGARSE

I

La Segunda Guerra Mundial sorprendió al mundo árabe en un entreacto, a medio camino entre un sitio y otro, tanto en sentido literal como metafórico. La región era importante estratégicamente debido al canal de Suez, cuya pérdida habría resultado demoledora para Gran Bretaña. Ahora eran Alemania e Italia las interesadas en fomentar y apoyar revueltas en los países árabes, que, casi en su totalidad (con la notable excepción de Libia, ocupada por Italia), continuaban bajo el control de Gran Bretaña y Francia. De haberse producido otra “revuelta árabe” durante la Segunda Guerra Mundial, habría sido para liberar el área de Gran Bretaña y Francia. En consecuencia, el Eje comenzó a usar la radio, medio de comunicación por entonces relativamente nuevo, para llegar a las partes más remotas del mundo árabe. Glubb Pashá, el general al frente de la Legión Árabe de Jordania, se encontró con la desagradable sorpresa de que las tribus analfabetas de Arabia central se mantenían al tanto de los acontecimientos en Palestina a través de las emisiones radiofónicas del Eje.
Los nacionalistas árabes desconfiaban de Alemania, igual que habían desconfiado de Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial, pero no veían razón alguna para rechazar la ayuda del Eje cada vez que les conviniera. La lucha en Europa no era su lucha. Desde su punto de vista, la guerra era esencialmente otra etapa de la eterna rivalidad entre las potencias de occidente; las mismas que habían caído como buitres sobre el imperio otomano, esperando la oportunidad de zamparse la mayor parte de la región. Jalil al Sakanini, prudente y mesurado nacionalista palestino que incluso había dado refugio a un sionista perseguido por la policía durante las últimas horas del dominio otomano en Jerusalén, llegó a escribir después de la caída de Tobruk en 1942: “Cuando Tobruk pasó a manos alemanas se alegraron no solo los hijos de Palestina, sino todo el mundo árabe, en Egipto y Palestina, en Irak y Siria y en el Líbano. No porque les gustaran los alemanes, sino porque odiaban a los británicos”.1
La política británica sobre Palestina seguía rigiéndose por el Libro Blanco de 1939. La inmigración hebrea se limitaría a quince mil personas al año hasta 1944, y cinco años después se celebrarían elecciones democráticas que llevarían a la independencia palestina. Obviamente, de haberse implementado las políticas contenidas en el Libro Blanco se habría puesto fin al proyecto de un estado específicamente judío, pero los sionistas estaban resueltos a cambiar esta situación. Según la famosa frase de su líder, David Ben Gurión, los sionistas debían luchar contra el nazismo como si no hubiera un Libro Blanco, y al mismo tiempo luchar contra el Libro Blanco como si no hubiera una guerra. El sionismo se unió al bando británico contra Alemania, decisión lógica teniendo en cuenta el extremo antisemitismo de la ideología nazi. Aunque muchos árabes se unieron a la lucha junto a los suyos, hay un cierto paralelismo irónico entre Estados Unidos y el mundo árabe en esa suerte de distanciamiento del combate en Europa durante los primeros años de la guerra. Por otra parte, los países árabes estaban indefensos, desunidos y casi totalmente ocupados, así que no iban a sufrir un Pearl Harbor que los obligara a tomar partido e involucrarse.
Dentro del mundo árabe, fueron Irak y Egipto principalmente quienes dieron quebraderos de cabeza a Gran Bretaña durante la guerra. En Irak, Nuri Said, primer ministro hacia el inicio del conflicto, deseaba unirse a la lucha contra Alemania enviando a los británicos dos divisiones iraquíes. Pero, como le dijo el general Husein Fawzi:
Suponga que las dos divisiones pasaran por Alepo y que un alepino le preguntara a un soldado iraquí: ‘¿Hermano, a dónde vais?’. Y que el iraquí respondiera: ‘A los Balcanes a luchar contra los alemanes’. ¿Qué piensa que responderá esa persona, que no sea: ‘¡Alá, Alá, oh hermano, pero, ¿y qué pasa con Siria y Palestina?’.2
Mientras se sucedieron los éxitos iniciales del Eje, los políticos nacionalistas no quisieron enfrentarse a unas fuerzas que pudieran estar a punto de derrotar a los británicos. Al exiliado líder de la rebelión palestina, el muftí de Jerusalén, se le proporcionó refugio en Bagdad, dejándole buscar apoyo para la cuestión palestina y la causa panárabe. Nuri Said trató de convencerlo para que apoyara el Libro Blanco de 1939 –lo que ningún político iraquí podía hacer en público sin la aprobación previa del muftí– pero la posición de este último era que el Libro Blanco era inadecuado, pues no se comprometía con una independencia inmediata. Aunque tal posición puede no haber sido una política práctica en tiempos de guerra, sus preocupaciones sobre un posible abandono del Libro Blanco por Gran Bretaña resultaron justificadas.
En abril de 1941, los políticos probritánicos en Bagdad abandonaron la ciudad y se instauró un nuevo gobierno de marcado sabor nacionalista bajo el liderazgo de Rachid Alí Kailani. En respuesta a la determinación de Gran Bretaña de derrocarlo, este pidió ayuda a las potencias del Eje y a la Unión Soviética, pero le brindaron muy poca las primeras, y de la segunda no obtuvo respuesta. Dos meses más tarde, los británicos habían vuelto a tomar Irak y Nuri Said había regresado al poder junto con otros políticos probritánicos, mientras Kailani y el muftí se apresuraban a exiliarse.
Cuando Italia invadió Egipto en el verano de 1940, algunos ministros egipcios pretendieron declararle la guerra, pero el gobierno aceptó que la agresión italiana solo estaba dirigida contra la presencia británica en el país. El joven rey de Egipto, Faruk, se hallaba entonces al inicio de su reinado y gozaba de cierta popularidad. Al contrario que la mayoría de sus súbditos, no era hostil por instinto hacia la ocupación británica y valoraba la protección que le proporcionaba, aunque se quejaba de la prepotencia de los ocupantes. Por las mismas razones, sin embargo, una ocupación italiana o alemana probablemente no le hubiera parecido peor. Su política era mantener la neutralidad de Egipto, aunque Gran Bretaña sospechaba que tanto él como muchos de sus principales políticos tendían a simpatizar con el Eje.
El 4 de febrero de 1942, la embajada británica dio un eficaz golpe de estado. El Afrika Korps de Rommel estaba haciendo retroceder a los británicos en el desierto occidental, y había manifestaciones en las calles de El Cairo con gritos de “¡Adelante, Rommel! ¡Viva Rommel!”. Se temía que Faruk tratara de jugar en los dos bandos, así que las tropas británicas rodearon su palacio, obligándolo a nombrar como primer ministro al líder del partido Wafd, Nahas Pashá. Gran Bretaña quería un gobierno que pudiera dirigir Egipto de manera efectiva y a la vez resultar políticamente fiable. El hecho de que a Nahas lo acompañara cierta fama de corrupto les tenía sin cuidado.
Si se quisiera justificar el golpe con la excusa de que Gran Bretaña actuaba bajo la presión de las condiciones de guerra, se podría replicar que fue la ocupación británica lo que atrajo ambas guerras mundiales hasta Egipto. Quizá Mussolini habría invadido Egipto, incluso sin la presencia británica –como hizo con Grecia–, pero un Egipto verdaderamente independiente se hubiera defendido y solicitado ayuda de potencias amigas, como también hizo Grecia. El hecho es que el ejército egipcio no estaba equipado para repeler a un invasor europeo, y el gobierno egipcio no veía razones para combatir en nombre de Gran Bretaña. Tras el tratado de 1936, Gran Bretaña aún retenía un control considerable sobre las fuerzas armadas egipcias, y no le convenía que estas últimas se fortalecieran demasiado. Parte de la responsabilidad por la manifiesta incapacidad del ejército egipcio en la campaña palestina de 1948-1949 recae también sobre los hombros británicos.
El proceder de Gran Bretaña ejemplifica todos los problemas de su relación con Egipto. Muchos funcionarios británicos de alto nivel en la región estaban en contra del golpe. Russell Pashá, el expatriado que dirigía la policía egipcia, ni siquiera había sido informado de antemano sobre los planes de la embajada. En su opinión, la acción había echado por la borda el arduo trabajo de gente como él en pos de ganar la confianza egipcia.3 Los acontecimientos acabarían con el prestigio de Faruk y comprometerían al Wafd a ojos de los egipcios, acercando aún más los días finales del control británico sobre ese país.
Gran Bretaña todavía tenía amigos influyentes en la región, como Nuri Said en Irak y el rey Abdalá I en Jordania. Sin embargo, las monarquías iraquí y jordana necesitarían demostrar su entusiasmo por las aspiraciones nacionalistas árabes si deseaban sobrevivir. La tensión se disparó en 1943, cuando Siria y el Líbano informaron a Francia de que dejaban de reconocer su mandato. Tres años después cuando, a pesar de la reticencia francesa a admitir el final de su aventura oriental, sus tropas finalmente tuvieron que desocupar los dos países –llegando incluso a bombardear Damasco en un arranque de despecho–, lo hicieron sin conseguir tratados que establecieran relaciones especiales con ninguno de esos estados. Ahora lo mínimo que esperaba la población de otras naciones árabes de sus políticos era que lograran hacer lo mismo.
Egipto reclamaba para sí la posición de líder natural del mundo árabe. Su población casi igualaba la del conjunto de los países arábigo parlantes más al este, y su élite se veía a sí misma como encarnación de la modernidad y el progreso para los estados árabes hermanos. Profesores, doctores, ingenieros y abogados egipcios viajaban con orgullo a todos los rincones del mundo árabe para fundar nuevas instituciones y educar a los profesionales de cada lugar. Las credenciales de El Cairo para convertirse en el centro del mundo árabe eran impecables, siendo su ciudad más grande, y una de las principales sedes de la erudición musulmana durante casi mil años. Egipto también tenía un estado fuerte y centralizado, y había existido como entidad política desde que los faraones unificaran los reinos del Alto y el Bajo Egipto.
Su rival principal era Irak. Bagdad podía alegar que superaba a El Cairo en importancia en la historia del islam y en los días de gloria de la civilización árabe, pero nada quedaba, sino unos pocos restos, de la que fuera la ciudad de oro de los abasíes. Era un lugar atrasado en comparación con El Cairo o Alejandría. El país carecía de la sofisticación de Egipto, y además estaba mucho menos poblado. Tenía, sin embargo, una ventaja: existía un sentimiento bastante generalizado de que las provincias otomanas que ahora constituían las entidades separadas de Siria, Palestina, el Líbano y Jordania nunca debían haber sido divididas, sino haber formado una confederación con Irak, o establecido vínculos aún más cercanos. En un momento dado, Siria fue gobernada brevemente por Faisal, quien después se convertiría en rey de Irak, y no existía una frontera natural entre ambos países.
Jordania había sido parte del fugaz reino de Faisal en Siria. El rey Abdalá de Jordania contaba con el mejor ejército del mundo árabe al mando del general Glubb, su capaz y experimentado comandante británico. Si los hachemíes lograran unificar las provincias que Turquía había perdido en 1918, el reino resultante no solo podría medirse con Egipto, sino que sus credenciales para proporcionar un rey al mundo árabe serían infinitamente mejores que las de Faruk en Egipto. Al contrario que este último, al que muchos de sus compatriotas consideraban turco, y para quien el árabe era su segundo o tercer idioma, los hachemíes no eran solo árabes, sino descendientes del profeta.
Pero no sería fácil unificar estas áreas bajo un monarca hachemí o en una confederación de reinos hachemíes. Aunque Gran Bretaña veía con beneplácito la posibilidad de que Jordania desempeñara algún papel en Palestina una vez que el mandato llegara a su fin, no sucedía lo mismo con los designios jordanos respecto a Siria, que eran casi anatema para los demás estados árabes. Irak también aspiraba a una unión con Siria y se oponía a las ambiciones del rey Abdalá. Arabia Saudí no era todavía un elemento importante. Su fusión como país databa de solo unos veinte años atrás, y las largas distancias entre sus principales provincias, junto con la carencia casi total de infraestructuras modernas, hacían que muchos observadores consideraran que el reino no sobreviviría a la muerte de Ibn Saud, el hombre a cuyas conquistas debía su existencia. Los hachemíes se resentían de la pérdida de La Meca y Medina, lo que volvía precaria su relación con las familias reales de Jordania e Irak, y convertía a Arabia Saudí en un aliado natural de Egipto.
La llamada Liga de Estados Árabes se creó durante los últimos meses de la guerra con el respaldo de Gran Bretaña. Estaba formada por estados considerados independientes: Egipto, Irak, Arabia Saudí, Siria, Jordania, el Líbano y Yemen. A ella fueron invitados también representantes de Palestina, y los restantes países árabes podían incorporarse cuando lograran la independencia. La fundación de la Liga venía a refrendar las unidades políticas y las fronteras creadas con la implementación del sistema de mandatos. Su constitución fue solo un acuerdo de cooperación entre los estados árabes, no una carta para su unificación.

II

Así estaba el mundo árabe, o al menos los países árabes independientes, al terminar la Segunda Guerra Mundial. Los gobiernos árabes, desunidos y conspirando unos contra otros aun cuando soñaban con unir a sus pueblos, no lograban lidiar eficazmente con el reto más importante que tenían ante sí: el fin del mandato palestino y la creación de Israel. Concebían su causa como una causa moral, y, como veremos más adelante, la historia demuestra que tenían toda la razón. Sin embargo, las estrategias que escogieron para materializar su apoyo a esta causa fueron miopes y egoístas. Más que cualquier otro factor, el conflicto palestino ha sido la causa principal del distanciamiento entre occidente y el mundo árabe –incluyendo a muchos musulmanes no árabes–, de manera que para entender las causas de este fenómeno es necesario hacer un análisis mucho más profundo del final del mandato palestino que el que se haga sobre otros mandatos. En todo caso, y con independencia de la culpa que pueda recaer sobre los hombros de los gobernantes árabes por su corta visión –y sobre los hombros del electorado árabe, cuya presión llevó a muchos gobiernos a seguir caminos que otros más prudentes no habrían escogido–, hay que subrayar un hecho importante. Los gobernantes árabes no fueron los autores del problema con el que tuvieron que lidiar. Los principales culpables fueron actores no árabes.
La cuestión palestina se convirtió en el principal problema árabe de los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. El Holocausto encendió en los judíos una ira visceral que los sionistas aprovecharon para su causa, igual que la creciente simpatía hacia su proyecto en todo el mundo, particularmente en Estados Unidos. Desgraciadamente, esta simpatía hacia el sionismo encajaba muy bien con la reticencia de Estados Unidos y muchas otras naciones hacia la inmigración judía en sus respectivos países. Algunos supervivientes del Holocausto que no eran inicialmente sionistas veían en esa nueva vida en Palestina una alternativa preferible al regreso a un hogar destruido, entre vecinos que quizá les habían delatado o no habían movido un dedo para ayudarlos. Los sionistas lucharon contra el deseo de los refugiados de establecer sus hogares en otro lugar. Bajo estas circunstancias, es sorprendente que solo trescientos mil judíos emigraran a Palestina en este periodo: solo el 10% de los judíos de toda Europa.
El muftí de Jerusalén era persona non grata para las autoridades británicas, y no pudo regresar a Palestina mientras duró el mandato. Después de huir de Irak en 1941 llegó a Berlín, donde trató de lograr un compromiso alemán a favor de la independencia árabe. Hizo cuanto pudo por disuadir a Alemania y sus aliados de permitir la emigración de su población judía. En los últimos años de la guerra insistió en que los judíos fueran deportados a Polonia, a pesar de estar al tanto del genocidio nazi. Es muy probable que sus acciones contribuyeran a que aumentara el número de víctimas del Holocausto, y su prominencia como el líder palestino más conocido no ayudó precisamente a su pueblo ante la opinión pública occidental o judía.
En octubre de 1945 se desataron el terrorismo y el sabotaje sionistas, obligando a Gran Bretaña a abandonar su compromiso a favor de la independencia de Palestina como estado unitario. Bevin, el secretario de Estado para las Colonias, se hallaba entre la espada y la pared. Por un lado, los árabes exigían que se pusiera fin a la inmigración judía, exigencia que él rechazaba, aunque también admitía que “se deben tomar medidas para evitar que el país se vea inundado de inmigrantes judíos”. Sabía que si se establecía un estado judío, este no aceptaría como definitivas las líneas de partición y que con el tiempo intentaría expandirlas. Escribió, proféticamente: “El irredentismo judío puede que aparezca de aquí a un tiempo, pero el irredentismo árabe ya está aquí. Por consiguiente, la existencia de un estado judío podría llegar a ser una fuente constante de desórdenes en Oriente Próximo.”4
Mantener el orden en Palestina ahora requería la presencia de un gigantesco ejército de reclutas que odiaban la labor de mantener separadas a las dos comunidades, soportando insultos –y cosas peores– de ambas partes. Una de sus tareas más desagradables era conducir a los inmigrantes judíos ilegales, muchos de ellos víctimas enfermas y desnutridas de los campos de concentración nazis, hacia los barcos que los devolverían a Europa. Al mismo tiempo, el ejército y la administración civil sufrían bajas a manos de la Haganá y otros grupos sionistas. Al final, la moral británica se desplomó. Palestina se había convertido en una pesadilla diplomática, un costoso compromiso que Gran Bretaña ya no podía honrar. En febrero de 1947, Gran Bretaña decidió terminar su mandato, poniendo la cuestión palestina en manos de las Naciones Unidas.
Los sionistas presionaron a favor de la partición del país. Una resolución recomendándola quedó aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 29 de noviembre de 1947, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética, adoptando por una vez una postura común, se unieron a la mayoría para votar a favor de la propuesta. La resolución sobre la partición estableció dos estados, uno árabe y otro judío, que estarían económica y políticamente entrelazados, así como una zona interna...

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