Historia de la Revolución Rusa Tomo I
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León Trotsky

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Historia de la Revolución Rusa Tomo I

León Trotsky

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León Trotsky escribió su Historia de la Revolución Rusa, durante su exilio en la isla turca de Prinkipo. Por entonces comenzaba en la URSS la campaña estalinista contra Trotsky. Para justificar su tiranía "socialista", Stalin reescribió la historia del Partido Bolchevique y de la Revolución Rusa e invirtió la teoría marxista de la revolución.Historia de la Revolución Rusa es, en primer lugar, una defensa de la verdadera historia del Partido Bolchevique y de la Revolución de Octubre. Entre las decenas de historias que se han publicado sobre la Revolución Rusa, la de Trotsky sobresale como la más integral e incisiva en sus análisis, tanto más, por haber sido escrita por un protagonista de los hechos. Lejos de ofuscar la supuesta objetividad científica, el enfoque marxista y comprometido de Historia, le brinda el filo y la profundidad que le faltan a otros relatos. Además, la obra goza de una irresistible narrativa emotiva y poética que permite leerla como una novela.La comprensión de la dinámica de la revolución, la logra el autor a menudo con las descripciones más anecdóticas y detalladas de las experiencias de los personajes -tanto los líderes conocidos, como los obreros, soldados y campesinos anónimos- que protagonizaron la revolución.La genialidad de Historia nace de su método dialéctico, de la habilidad con la que Trotsky relaciona los conflictos y contradicciones puntuales con el desarrollo general de la historia: la contradicción entre el atraso económico y la industria moderna, entre el Gobierno provisional y los soviets; la presión de la guerra mundial sobre la burguesía, de los obreros y soldados sobre los soviets, de los campesinos sobre el Gobierno provisional; la tensión entre la dirección del Partido Bolchevique y sus cuadros y militantes, entre unos dirigentes y otros; el autor teje cada trama en un mismo paño que revela el verdadero proceso revolucionario en movimiento.

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Información

Año
2020
ISBN
9789874767240
Categoría
Historia
Categoría
Historia rusa

Capítulo VI

Agonía de la monarquía



La dinastía cayó apenas sacudirla, como fruto podrido, antes de que la revolución tuviera tiempo siquiera a afrontar sus miras más inmediatas. La imagen que trazamos de la vieja clase dirigente no sería completa si no intentáramos exponer cómo se enfrentó la monarquía con la hora de su hundimiento.
El zar se encontraba en el Cuartel General, en Mohilev, adonde se había trasladado, no porque fuese necesaria su presencia allí, sino huyendo de las molestias petersburguesas. El cronista palaciego, general Dubenski, que se hallaba cerca del zar en el Cuartel General, registra en su diario: «Ha empezado aquí una vida tranquila. Todo seguirá como antes. El zar no cambiará nada. Sólo causas exteriores y fortuitas pueden imponer algún cambio...». El 24 de febrero, la zarina escribía al Cuartel General, en inglés, como siempre: «Confío en que el Kedrinski ese de la Duma (se trata de Kerenski) será ahorcado por sus detestables discursos; hay que hacerlo a toda costa (ley de tiempo de guerra). Y servirá de ejemplo. Todo el mundo anhela e implora de ti energía». El 25 se recibe en el Cuartel General un telegrama del ministro de la Guerra comunicando que en la capital han estallado huelgas y disturbios, pero que se han tomado las oportunas medidas y que la cosa no tiene importancia. ¡Como se ve, no ha cambiado nada!
La zarina, que enseñaba siempre al zar a no retroceder, sigue haciendo todo lo posible por mantenerse firme. El 26, con el visible propósito de robustecer el ánimo vacilante de «Nicolás», le telegrafía que «en la ciudad todo está tranquilo». Pero en el telegrama de por la noche se ve obligada ya a confesar que «las cosas toman en la capital muy mal cariz». Por carta le dice: «Hay que decirles, sin ambages, a los obreros que se dejen de huelgas, y si siguen organizándolas, mandarles al frente como castigo. No hay para qué disparar; lo único que hace falta es orden y no dejarles que atraviesen los puentes». No era mucho pedir, en verdad: ¡orden solamente! Y, sobre todo, no permitir que los obreros lleguen al centro de la ciudad. Que se ahoguen de rabia e impotencia en sus suburbios.
Por la mañana del día 27 es enviado desde el frente a la capital el general Ivanov con un batallón de georgianos y plenos poderes dictatoriales, aunque con instrucciones para que no los proclame hasta después de ocupado Tsárskoye Seló. «Difícilmente podía haberse pensado en un hombre menos adecuado para aquella misión —recuerda el general Denikin, que también más tarde había de hacer sus pinitos de dictadura militar—; era un hombre senil, incapaz de orientarse en una situación política, sin fuerzas, ni energía, ni voluntad, ni rigor». La elección recayó en él en gracia a sus méritos durante la primera revolución: once años antes, este general había hecho entrar en razón a Kronstadt. Pero esos once años no habían pasado en balde. Durante ellos, los represores habían envejecido y los reprimidos se habían hecho adultos. Se dio a los frentes septentrional y occidental orden de que preparasen tropas para enviarlas a la capital. Por lo visto, creían disponer de tiempo sobrado. El propio Ivanov daba por supuesto que la cosa acabaría pronto y bien. Hasta tuvo la gentileza de acordarse de encargar a su ayudante en Mohilev que comprara provisiones para los amigos de Petrogrado.
El 27 de febrero, Rodzianko envió al zar un nuevo telegrama, que terminaba con estas palabras: «Ha llegado la hora suprema en que van a decidirse los destinos de la patria y de la dinastía». El zar dijo a Frederichs, mayordomo de palacio, comentando el despacho: «Ese gordo de Rodzianko vuelve a escribirme cuatro tonterías, a las que ni siquiera pienso molestarme en contestar». No; aquello no era ninguna tontería, y pronto había de convencerse de que no tenía más remedio que contestar.
El 27, cerca del mediodía, se recibe en el Cuartel General un comunicado de Jabalov hablando de motines en los regimientos de Pavlovski, de Volinski, de Litvoski y de Preobrajenski, y apuntando la necesidad de que se enviasen del frente tropas de confianza. Una hora después llega un telegrama completamente tranquilizador del ministro de la Guerra: «Los disturbios que estallaron por la mañana en algunos regimientos son sofocados firme y enérgicamente por las compañías y los batallones, fieles a su deber... Estoy firmemente persuadido de que se restablecerá pronto la tranquilidad». Sin embargo, después de las siete de la tarde del mismo día, el propio ministro comunica que «las escasas tropas que siguen fieles a su deber no consiguen sofocar la sublevación». Y pide el urgente envío de fuerza realmente leales y en cantidad suficiente «para proceder simultáneamente en los distintos sectores de la capital».
El Consejo de Ministros reunido aquel día creyó llegado el momento oportuno para eliminar de su seno, por sí y ante sí, a la supuesta causa de todas aquellas calamidades: al ministro del Interior, Protopopov, hombre medio loco. Al mismo tiempo, el general Jabalov ponía en vigor el decreto firmado a espaldas del gobierno declarando por orden de su majestad el estado de guerra en Petrogrado. De este modo intentábase mezclar una vez más una paletada de cal con otra de arena, pretensión vana, aunque tal vez no fuese ése el designio. No se llegó siquiera a fijar los bandos declarando el estado de guerra; resultó que el general-gobernador Balk no tenía engrudo ni pinceles. La autoridad constituida no servía ya ni para pegar un bando: pertenecía ya al reino de las sombras.
La sombra principal de este último gabinete del zar era el príncipe Golitsin, un viejo de setenta años, que se había pasado varios regentando las instituciones benéficas de la zarina y a quien ésta había puesto al frente del gobierno en los días álgidos de la guerra y la revolución. Cuando los amigos le preguntaban a este «bonachón aristócrata ruso, a este viejo senil» —como le definía el liberal barón de Nolde—, por qué había aceptado un cargo de tanta responsabilidad, Golitsin contestaba: «Para tener un recuerdo agradable más que conservar». Mas no lo consiguió, por cierto. Hay un relato de Rodzianko que atestigua cuál era el estado de ánimo del último gobierno del zar en aquellos momentos. Al recibirse las primeras noticias de que las masas avanzaban sobre el palacio de Marinski, donde el gobierno celebraba sus reuniones, fueron apagadas inmediatamente todas las luces del edificio. Aquellos hombres puestos al frente del Estado sólo aspiraban a una cosa: a que la revolución no se fijara en ellos. Mas el rumor no se confirmó, y cuando, viendo que el temido asalto no ocurría, volvieron a encenderse las luces, más de un ministro zarista apareció, «con gran sorpresa propia» acurrucando debajo de la mesa. No ha podido averiguarse qué clase de recuerdos guardaría en aquel lugar.
Mas tampoco el propio Rodzianko debía de sentirse muy animoso. Después de varias tentativas trabajosas y estériles para establecer comunicación telefónica con el gobierno, consigue al fin que le pongan al habla con el príncipe Golitsin, el cual le previene: «Tenga la bondad de no dirigirse ya a mí para nada, pues estoy dimitido». Al oír esto, Rodzianko, según nos cuenta su fiel secretario, se dejó caer pesadamente sobre un sillón, se cubrió la cara con ambas manos y balbuciendo: «¡Qué horror!... ¡Dios mío! ¡Sin autoridad! ¡La anarquía! ¡Sangre!», rompió a llorar silenciosamente. Al derrumbarse el espectro caduco del zarismo no había consuelo para Rodzianko: sentíase desamparado, huérfano. ¡Qué lejos se hallaba en aquellos momentos de pensar que al día siguiente había de ponerse a la cabeza de la revolución!
La contestación telefónica de Golitsin se explica teniendo en cuenta que el día 27 por la tarde el Consejo de Ministros se había reconocido incapaz para dominar la situación y había aconsejado al zar que pusiese al frente del gobierno a una persona que gozara de la confianza general del país. El zar contestó a Golitsin en estos términos: «Respecto a las modificaciones propuestas en el ministerio, las considero inadmisibles en las circunstancias actuales. Nicolás». ¿A qué otras circunstancias esperaba? Al propio tiempo, el zar exigía que se adoptasen «las medidas más enérgicas» para sofocar la sublevación. Pero esto era más fácil de decir que de hacer.
Al día siguiente, 28, hasta la indomable zarina se siente abatida. «Es necesario hacer concesiones —le telegrafía a Nicolás—. Las huelgas continúan y muchas tropas se han pasado a la revolución. Alicia».
Fue necesario que se sublevase toda la Guardia, toda la guarnición, para que la celosa guardadora de la autocracia comprendiese la necesidad de hacer concesiones. Ahora que el zar empieza también a darse cuenta de lo que le había telegrafiado «aquel gordo de Rodzianko» no eran ninguna «tontería». Nicolás decide trasladarse al lado de su familia. Es posible que los caudillos del Cuartel General, que no se sentían tampoco muy seguros, hiciesen todo lo posible por quitárselo de encima.
En un principio, el tren real hizo su recorrido normalmente; como de costumbre, fue recibido en todas las estaciones por los agentes de policía y los gobernadores. Lejos del torbellino revolucionario, recluido en su vagón, entre su séquito habitual, el zar volvió a perder, visiblemente, la sensación del desenlace fatal que se avecinaba. El día 28, a las tres de la tarde, cuando el curso de los acontecimientos había decidido ya su suerte, el zar envía desde Viasma a la zarina este telegrama: «Tiempo magnífico. Confío en que os encontraréis buenos y tranquilos. Han sido enviados fuertes destacamentos de tropas desde el frente. Tiernamente tuyo, Nika». En vez de las concesiones a las que la propia zarina le impulsa, el tierno amante envía tropas del frente. Pero, a pesar del «tiempo magnífico», horas después, el zar ya no tiene más remedio que afrontar cara a cara el vendaval revolucionario. El tren llegó hasta la estación de Vischera, donde los ferroviarios no dejaron seguir viaje: «El puente está destruido», le dijeron. Lo más probable es que este pretexto lo inventaran los del propio séquito imperial para disimular la verdadera realidad. Nicolás intentó pasar —o intentaron hacerle pasar— por Bologoye, línea de Nikolaievoski; pero tampoco aquí dejaron paso al tren real. Aquello era mucho más elocuente que todos los telegramas de Petrogrado. El zar había abandonado el Cuartel General y encontraba cerrado el paso a su capital. ¡Con los «peones» ferroviarios nada más, la revolución daba jaque mate al rey!
El general Dubenski, que acompañaba al zar en su viaje, escribe en el diario: «Todo el mundo se da cuenta de que este viraje nocturno de Vischera es una noche histórica... Para mí es evidente que el problema de la Constitución está ya decidido; no hay más remedio que implantarla. Ya no se habla más de la necesidad de ponerse de acuerdo con ellos, con los miembros del gobierno provisional». Ante el semáforo cerrado, detrás del cual acecha acaso la muerte, todos, el conde Frederichs, el príncipe Dolgoruki, el duque de Leuhtenberg, todos estos caballeros aristócratas se sienten partidarios de la Constitución. No piensan siquiera en luchar y resistir un poco. Negociar nada más; es decir, volver a engañar al pueblo o intentarlo, por lo menos, como en 1905.
Mientras el tren real erraba de un lado para otro, sin encontrar salida, la zarina enviaba telegrama tras telegrama al zar incitándole a regresar a la capital lo más pronto posible. Pero los telegramas llegaban todos devueltos con esta inscripción en lápiz azul: «Se ignora el paradero del destinatario». Los funcionarios de Telégrafos no podían dar con el zar de todas las Rusias.
Regimientos con bandera y música dirigíanse en manifestación al palacio de Táurida. La guardia de palacio formó bajo el mando del gran duque Cirilo Vladimirovich, en quien se reveló de súbito, como atestigua la condesa Kleinmichel, una gran prestancia revolucionaria. Los centinelas se retiraron. Los palatinos abandonaron el palacio. «Allí todo el mundo atendía a salvarse a sí mismo» —dice la Wirubova—. Por el interior de palacio erraban grupos de soldados revolucionarios, que lo miraban todo con ávida curiosidad. Antes de que los dirigentes resolvieran lo que había que hacer, ya la gente de abajo había convertido en un museo el palacio de los zares.
El zar, cuyo paradero se ignora, vira con su tren hacia Pskov, donde está el Estado Mayor del frente septentrional que manda el viejo general Ruski. En el séquito del zar se suceden unas proposiciones a otras. El zar da tiempo al tiempo y sigue contando por días y por semanas, cuando la revolución cuenta ya por minutos.
El poeta Block pinta al monarca en los últimos meses de su reinado: «Terco, pero abúlico; nervioso, pero insensible a todo; receloso de todo el mundo, desquiciado, pero cauto en las palabras, no era ya dueño de sí mismo. Había dejado de comprender la situación y no daba ni un solo paso, echándose completamente en brazos de aquellos a los que él mismo había puesto en el poder». ¡Piénsese hasta qué punto se acentuarían en este hombre esos rasgos de abulia y de desquiciamiento, de miedo y de desconfianza, al sobrevenir los últimos días de febrero y los primeros días de marzo!
11. Rodzianko2

Mijaíl Rodzianko, presidente de la Duma al momento de la Revolución de Febrero.
Por fin, Nicolás, haciendo un último esfuerzo, se dispuso a enviar un telegrama al odiado Rodzianko —telegrama que no debió de llegar tampoco a cursarse— diciéndole que, en aras de la patria y de su salvación, le encargaba de la formación de un nuevo Ministerio, reservándose únicamente la provisión de las carteras de Negocios Extranjeros, Guerra y Marina. El zar quiere todavía regatear con «ellos»: no hay que olvidar que avanzan «numerosas tropas» sobre Petrogrado.
El general Ivanov pudo llegar, efectivamente, sin novedad a Tsárskoye Seló. Por lo visto, los ferroviarios no se decidieron a hacer frente al batallón de los georgianos. El general había de confesar algún tiempo después que, durante el trayecto, se había visto obligado a usar por tres o cuatro veces de la «presión paternal» contra los soldados rebeldes, obligándoles a arrodillarse. Inmediatamente de llegar el «dictador» a Tsárskoye Seló, las autoridades locales le comunicaron que un choque de los georgianos con las tropas podría poner en grave peligro la vida de la familia real. Pero por quien temían era por sí mismos, y esto les llevaba a aconsejar al «pacificador» que se volviese.
El general Ivanov formuló a Jabalov, el otro «dictador», diez preguntas, a todas las cuales recibió una contestación precisa y categórica. Reproducimos aquí las preguntas y las respuestas, pues en verdad que lo merecen:
PREGUNTAS DE IVANOV Y RESPUESTAS DE JABALOV I:
I: ¿Qué tropas se ajustan al orden y cuáles faltan a él?
J: En el edificio del Almirantazgo tengo bajo mis órdenes cuatro compañías de la Guardia, cinco escuadrones y sotnias de cosacos, y dos baterías; el resto de las tropas se han pasado a los revolucionarios o permanecen neutrales en connivencia con ellos. Los soldados recorren la ciudad, sueltos o en grupos, y desarman a los oficiales.
I: ¿Qué estaciones están guardadas?
J: Todas las estaciones están en manos de los revolucionarios, que las guardan celosamente.
I: ¿En qué partes de la ciudad se mantiene el orden?
J: Toda la ciudad está en poder de los revolucionarios el teléfono no funciona y están cortadas las comunicaciones con los distintos barrios de la capital.
I: ¿Qué autoridades ejercen el poder en esos barrios de la capital?
J: No puedo contestar a esta pregunta.
I: ¿Funcionan normalmente todos los ministerios?
J: Los ministros han sido detenidos por los revolucionarios.
I: ¿De qué autoridades policiacas dispone usted en este momento?
J: De ninguna.
I: ¿Qué organismos técnicos y económicos del ramo de Guerra se hallan actualmente bajo sus órdenes?
J: Ninguno.
I: ¿Qué cantidad de víveres tiene usted a su disposición?
J: No dispongo de víveres. El 25 de febrero había en la ciudad 5.600.000 puds de harina.
I: ¿Han caído muchas armas, artillería y municiones, en manos de los rebeldes?
J: Toda la artillería está en poder de los rebeldes.
I: ¿Qué autoridades militares y Estados Mayores están a las órdenes de usted?
J: Bajo mis órdenes personales se halla el jefe del Estado Mayor del distrito; con los demás organismos regionales no tenemos comunicación.
Después de obtener estos datos, que le imponían, de un modo bien inequívoco, de la realidad, el general «accedió» a retornar con sus fuerzas, que ni siquiera habían descendido del tren, a la estación de Dno. «He aquí —concluye una de las primeras figuras del Cuartel General, el general Lukomski— cómo el envío del general Ivanov, con plenos poderes dictatoriales, vino a parar en un fiasco escandaloso».
La verdad es —dicho sea de paso— que el escándalo pasó desapercibido, ahogado por la marejada de los acontecimientos. Suponemos que el dictador enviaría las provisiones con que quería obsequiar a sus amistades de Petrogrado y sostendría una prolongada conversación con la zarina, en la que ésta le hablaría de su abnegación en los hospitales de campaña y se lamentaría de la ingratitud del ejército y del pueblo.
Entretanto llegaban a Pskov, pasando por Mohilev, noticia tras noticia, cada vez más sombría que la anterior. La Guardia personal de su majestad, que se había quedado en la capital y en la que la familia real conocía a cada soldado por su nombre, rodeándolos a todos de mimos y cuidados, se presenta a la Duma nacional pidiendo autorización para arrestar a los oficiales que se niegan a solidarizarse con la insurrección. El vicealmirante Kurosch comunica que no ve posibilidad de sofocar la insurrección de Kronstadt, pues no responde ni de un solo batallón. El almirante Nepenin telegrafía que la escuadra del Báltico no reconoce más gobierno que el Comité provisional de la Duma. El jefe de las tropas de Moscú, Mrosovski, dice: «La mayoría de las tropas, con la artillería, se han pasado a los revolucionarios, en cuyo poder se halla, por tanto, toda la ciudad: el general-gobernador y su ayudante han abandonado sus puestos». Dicho más claramente: han huido.
Todo esto le fue comunicado al zar el día 1 de marzo, por la tarde. Hasta una hora avanzada de la noche se discutió el pro y el contra de un Ministerio responsable. Por fin, a las dos de la madrugada, el zar dio su conformidad. Los altos dignatarios que le rodeaban respiraron tranquilos. Creyéndose como la cosa más natural del mundo que con esto se cortaba de raíz el problema de la revolución, dieron al mismo tiempo órdenes para que volvieran al frente las tropas que habían sido destacadas a Petrogrado, al apuntar el día, la buena nueva. Pero el reloj del zar iba enormemente atrasado. Rodzianko, acosado ya en el palacio de Táurida por los demócratas, los socialistas, los soldados, los diputados obreros, contestó a Ruski: «Lo que usted propone no basta; lo que ahora se debate es la cuestión dinástica... Las tropas se ponen en todas partes al lado de la Duma y del pueblo y exigen la abdicación del zar en favor de su hijo, bajo la regencia de Miguel Alexandrovich». La verdad era que a las tropas no se les había pasado siquiera por las mentes semejante cosa. Lo que ocurría era que Rodzianko achacaba bonitamente al ejército y al pueblo la fórmula con que la Duma confiaba todavía en contener la revolución. De todos modos, la concesión del zar llegaba demasiado tarde: «La anarquía ha tomado tales proporciones, que me he visto obligado a nombrar esta noche un gobierno provisional. Desgraciadamente, el manifiesto ha llegado tarde». Estas palabras mayestáticas demuestran que el buen presidente de la Duma se había enjuagado ya las lágrimas que derramara días antes justo al teléfono. El zar, leyendo las palabras cambiadas entre Rodzianko y Ruski, vacilaba, releía, esperaba. Pero los caudillos militares salieron de su mutismo para tomar cartas en el asunto: la cosa urgía y también a ellos les afectaba.
Aquella noche, el general Alexéiev pulsó, en una especie de plebiscito, la opinión de los jefes de los frentes. Es magnífico que las revoluciones modernas se realicen con ayuda del telégrafo, pues así las primeras reacciones y el eco que despiertan en los que ejercen el poder van quedando registradas para la historia en las cintas telegráficas. Las negociaciones entabladas entre los mariscales de campo del zar la noche del 1 al 2 de marzo, nos suministran un documento humano incomparable. ¿Debe abandonar el zar el trono, o no? El generalísimo del frente occidental, general Evert, se reserva su opinión hasta que hayan expuesto la suya los generales Ruski y Brusílov. El generalísimo del frente rumano, general Sazarov, exigía que se le comunicasen previamente los dictámenes de los demás generalísimos. Tras muchas vacilaciones, este bravo guerrero declaró que su ardiente amor por el monarca le impide avenirse a tan «vil proposición»; sin embargo, recomienda, «llorando», al zar que abdique «para enviar imposiciones aún más viles». El general-ayudante Evert expone minuciosamente las razones que aconsejan capitular: «Adopto todas las medidas para evitar que las noticias referentes a la situación actual reinante en las capitales penetren en el ejército, con el fin de preservarlo de desórdenes, de otro modo inevitables. Pero no hay modo de poner fin a la revolución en las capitales». El gran duque Nikolái Nikolaievich exhorta al zar desde el frente caucásico a que tome una «resolución heroica y abdique la corona»; el mismo ruego formulan los generales Alexéiev y Brusílov y el almirante Nepenin. Por su parte, Ruski expone verbalmente al zar su opinión, que coincide con la de esos caudillos. Los generales encañonaban respetuosamente con los cañones de sus siete revólveres al adorado monarca. Temerosos de dejar escapar el momento propicio para ponerse a bien con el nuevo poder, no menos temerosos de sus propias tropas, estos guerreros, maestros en capitulaciones, dan a su zar y jefe supremo, unánimemente, un consejo prudentísimo: retirarse por el foro sin lucha. Ya no se trataba de aquel lejano Petrogrado, contra el que, por lo visto, se podían destacar tropas; se trataba del frente, de donde las tropas tenían que salir.
Oídos estos pareceres, el zar decide renunciar a un trono que ya no posee. Se redacta un telegrama a Rodzianko adecuado a las circunstancias: «No hay sacrificio que yo no sea capaz de hacer en aras del verdadero bien y de la salvación de nuestra querida madre Rusia. Estoy, pues, dispuesto a abdicar la corona en mi hijo, que seguirá a mi lado hasta llegar a la mayoría de edad, nombrando regente del reino a mi hermano el gran duque Miguel Alexandrovich. Nicolás». Mas tampoco este telegrama se llegó a cursar, pues se recibieron noticias de que los diputados Guchkov y Chulguin salían de Petrogrado para Pskov. Aquello daba nuevo pie para aplazar la decisión. El zar ordenó que le devolviesen el telegrama. Temía, evidentemente, haberse precipitado y seguía esperando noticias tranquilizadoras; realmente, lo que esperaba era un milagro. Recibió a los diputados a las doce de la noche del día 2 de marzo. El milagro no ocurrió, y ya no podía diferirse más tiempo la resolución. Inesperadamente, el zar declaró que no podía separarse de su hijo —¿qué vagas esperanzas abrigaría en aquellos momentos?— y firmó un manifiesto renunciando a la corona en favor de su hermano. Firmó también unos ukases dirigidos al Senado nombrando al príncipe Lvov presidente del Consejo de Ministros, y generalísimo a Nikolái Nikolaievich. Los temores familiares de la zarina parecían confirmarse: el odiado «Nikolaska» subía al poder del brazo de los conspiradores. Por lo visto, Guchkov creía seriamente que la revolución se avendría con el augusto generalísimo. Éste tomó también en serio el nombramiento y hasta intentó durante algunos días gobernar apelando al cumplimiento de los deberes patrióticos. Pero la revolución le empujó a un lado insensiblemente.
Con el fin de guardar las apariencias de una decisión espontánea y libre, al manifiesto de renuncia a la corona se le puso como hora las tres de la tarde, fundándose en que la resolución primera del zar había sido tomada a esa hora. En realidad, lo que se hacía era revocar aquella «decisión» de por el día, que trasmitía la corona al hijo y no al hermano, en la esperanza de que los acontecimientos tomarían un giro favorable. Pero todo el mundo fingió no darse cuenta de esto. El zar hacía una última tentativa por salvar su dignidad ante los odiados representantes del parlamento, los cuales correspondieron a ello tolerando aquella falsificación de...

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