El ascenso de los totalitarismos
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El ascenso de los totalitarismos

Política, sociedad y economía en el periodo de entreguerras

Joan Solé

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El ascenso de los totalitarismos

Política, sociedad y economía en el periodo de entreguerras

Joan Solé

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De todas las páginas negras que contiene el libro de la historia, las peores son las que dejaron escritas los totalitarismos. Fascistas italianos, nacionalsocialistas alemanes y comunistas soviéticos organizaron y sistematizaron el terror y la violencia como nadie lo había hecho antes.Mussolini y Hitler tuvieron su gran oportunidad en el período de entreguerras (1919-1939), cuando el malestar por las consecuencias de la Gran Guerra exacerbó los sentimientos ultranacionalistas, las crisis económicas causaron hambre en la población y el temor a la "Amenaza roja" socialista y comunista llevó a las clases medias y altas a buscar una protección armada contra ella. Por su parte, Stalin supo apropiarse de la estructura de un partido único creada por Lenin para imponer su poder absoluto en la URSS.Este libro analiza cómo surgieron los tres principales regímenes totalitarios de la época y cómo impusieron su sanguinario dominio.

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El nazismo

~ 1919-1939 ~

Si Italia fue el país que creó el término y el concepto «totalitarismo» y el primero que avanzó en su dirección sin llegar a realizarlo por completo, Alemania fue el Estado que lo llevó a cabo en todos sus terribles aspectos, en todas sus atroces implicaciones. Mussolini abrió el camino, y Hitler lo continuó hasta despeñar a su país y a Europa por el más horrendo precipicio.
La pregunta que no cesan de hacerse los historiadores es cómo fue posible el nazismo, cómo un país que había brillado por su cultura humanista, que tenía en su bagaje una brillante Ilustración (Aufklärung), el país de Kant y de Goethe, pudo llegar a esos extremos de barbarie organizada. Por supuesto, según veremos, hubo circunstancias propiciatorias, como la frustración y el resentimiento por las draconianas condiciones impuestas a Alemania por los aliados vencedores en la Primera Guerra Mundial y, sobre todo, la devastadora crisis económica y social que siguió al desplome bursátil de Nueva York de 1929: el terrible inicio de los años 30, en que casi uno de cada dos alemanes en edad de trabajar estaba desempleado y mucha gente pasaba hambre. Hubo circunstancias facilitadoras, sí, pero que se llegara a los extremos de violencia y de bajeza moral de la Alemania nazi sigue siendo un fenómeno desarmante, que el historiador no puede explicar ni con todos los instrumentos que le proporciona su disciplina. Tampoco los filósofos han podido dar razón de aquella realización plena del mal. Lo único que se ha podido hacer es mostrar una y otra vez las imágenes espeluznantes de los campos, estudiar la crisis de la economía en Alemania, analizar la biografía y la mente del líder carismático que condujo al país primero al totalitarismo y después a las matanzas, examinar las personalidades disfuncionales de sus esbirros y secuaces. Pero a día de hoy nadie ha llegado al núcleo del problema: a explicar el abismo de maldad, crueldad y brutalidad que se adueñó de uno de los países más cultos de la historia.

Líneas generales de interpretación del nazismo

En la presentación de este libro nos hemos propuesto poner entre paréntesis, dejar al margen, lo que sabemos de lo ocurrido a partir de 1939. Nos interesa aquí entender el auge de los totalitarismos, cómo se hicieron con el poder unos grupos que aspiraban a imponer su voluntad sin ninguna limitación ni oposición, a establecer regímenes de partido único y líder absoluto. El horror sistemático perpetrado en la Segunda Guerra Mundial es la consecuencia de la implantación de esos regímenes. Mediante el ejercicio de dejar en suspenso nuestros conocimientos sobre aquellos hechos posteriores nos será más posible aproximarnos —sin alcanzarla— a una comprensión de este auge.
Avancemos de momento que, entre los historiadores que estudian el ascenso del nacionalsocialismo, hay dos corrientes principales: los «intencionalistas», que lo atribuyen a la personalidad carismática de Adolf Hitler (a sus obsesiones, a la fuerza de voluntad maníaca con que logró llevarlas a término), y los «estructuralistas» o «funcionalistas», que lo explican más bien por el caos institucional y la anarquía política en la Alemania de aquel tiempo. Está claro que la crisis social y política produjo un vacío de poder en el que Hitler pudo medrar con su determinación neurótica y su habilidad estratégica. Un Gobierno fuerte le habría parado los pies, habría podido frenarlo en alguno de los varios momentos de debilidad en que resultó francamente vulnerable. Nadie lo hizo porque no había nadie con suficiente determinación para hacerlo.
Esta disyuntiva determina si se pone el énfasis en Hitler o bien en las circunstancias socioeconómicas. Por supuesto, Hitler no habría triunfado de no haberse encontrado el país hundido en la más espantosa miseria. Sin la Primera Guerra Mundial y las frustraciones que siguieron a la derrota, Alemania no habría tenido al «Führer». El resentimiento que siguió al Tratado de Versalles (1919) impulsó las posiciones de extrema derecha, primero entre los soldados desmovilizados que no sabían qué hacer con sus vidas, y después, a través de la campaña nazi, en sectores cada vez más amplios de la sociedad. La posterior crisis económica acabó de reforzar el ultranacionalismo de Hitler y los suyos, que reclamaban un país fuerte y autárquico, independiente de la economía internacional y libre de la supeditación a las potencias que lo habían derrotado en la reciente guerra. Sin duda, estas circunstancias explican parcialmente el auge de los nazis, pero no que pudieran llegar a semejantes cotas de violencia ya antes de la Segunda Guerra Mundial. Aquí es donde se yergue la figura de Adolf Hitler. Sin él, tal vez habría habido en Alemania alguna modalidad de fascismo según se había articulado en Italia, un régimen fuerte y antidemocrático capaz de imponer el orden y de frenar a los movimientos obreros, tal como deseaban las clases dominantes; pero el Estado terrorista y totalitario, la persecución y el asesinato planificado de judíos, homosexuales, gitanos y personas con discapacidades, eso fue debido a la mente sádica de un solo hombre que fue capaz de arrastrar a todo un país hasta la perdición. Eso no lo determinaron las coyunturas socioeconómicas.
No obstante, hay que advertir de los riesgos de una historiografía excesivamente personalizada, que tiende a convertir el nacionalsocialismo en «hitlerismo» y a responsabilizar de los hechos —las catástrofes— únicamente a la personalidad de Hitler: puede caerse en un exceso de simplificación, y, más grave aún, puede llevarnos a exculpar a demasiada gente que participó, por activa o por pasiva, en la barbarie organizada nazi. El extremo opuesto es el de los estudiosos que presentan a Hitler como un títere, un servidor del gran capital, de los grupos de poder ocultos que pretendieron aprovecharse de él y de sus matones para frenar el creciente movimiento obrero. Lo cierto es que estos grupos, que infravaloraron la capacidad de Hitler, trataron de servirse de él, y le entregaron la cancillería alemana cuando el poder nazi ya menguaba; pero Hitler les superó en astucia y acabó aprovechándose de ellos para sus propios fines. En conjunto, vemos, pues, que la opción básica es decidir si se recalca la figura aislada del dictador o si se subraya en cambio el contexto histórico. En el binomio «Hitler-contexto», cada historiador hace hincapié en uno de los dos componentes, sin por supuesto prescindir del otro.
La personalidad de Hitler ha producido a su vez nuevas disyuntivas entre los estudiosos. En los miles de libros que se le han dedicado cabe señalar dos líneas predominantes: la que lo presenta como un monstruo inhumano y la que lo muestra como un hombre normal trastornado, neurótico. La primera plantea el peligro de disculpar al género humano por haber producido este espécimen atroz: decir que fue inhumano es proteger un concepto favorable de humanidad. Quienes lo muestran como un ser normal podrían suscribir la tesis del psicólogo austríaco Alfred Adler, quien sostenía que el neurótico no se diferencia sustancialmente del resto de los humanos, sino solo en el grado que lleva al extremo rasgos mentales presentes en todos los demás. Esto deja a los humanos en bastante mal lugar, claro.
Cuatro biografías de Hitler
Muy probablemente, Hitler es la persona del siglo xx más estudiada y biografiada (la dificultad de atribuirle el nombre «persona» pone de manifiesto el rechazo que produce). Más de siete décadas después de su suicidio, siguen apareciendo biografías que tratan de iluminar el misterio de esa mente sádica y (no lo olvidemos) carismática. Cada generación ha tenido su biografía de Hitler. Las cuatro más destacadas son las de Allan Bullock (Hitler: A Study in Tyranny, 1952), Joachim Fest (Hitler. Eine Biographie, 1973), Ian Kershaw (Hitler 1889-1936: Hubris, 1998, y Hitler 1936-1945: Nemesis, 2000) y Volker Ullrich (Adolf Hitler. Die Jahre des Auf-stiegs 1889-1939. Biographie, 2013). Las tres primeras han sido traducidas al castellano, no así, de momento, la cuarta.
Aunque los materiales de estudio no han variado sustancialmente, los cuatro biógrafos dan visiones muy distintas del líder alemán.
Bullock lo presenta como un oportunista desprovisto de principios e ideas y dominado por una tremenda voluntad de poder y por una furia destructora. Fest destaca al Hitler artista frustrado que deseaba ser pintor y arquitecto, al retórico, al self-made man y estetizador de la política. Kershaw pone más énfasis en el contexto sociopolítico y muestra a Hitler como un hombre bastante corriente y vulgar. Ullrich se esfuerza en desmitologizar y desdemonizar la figura para encontrar al hombre. Lo que se ha comprendido finalmente es que resulta mucho más terrorífico aceptar que los horrores nazis fueron concebidos por una mente humana que por un monstruo.
De lo que no cabe duda es de que Hitler estableció una relación simbiótica con buena parte del pueblo alemán. Llegó a convertirse para muchos en una suerte de mesías y de redentor. En el «Congreso del honor» del partido nazi, en septiembre de 1936, en pleno apogeo personal, habló ya como mesías: «¡Este es el milagro de nuestro tiempo, que vosotros me hayáis encontrado [...] entre tantos millones! ¡Y que yo os haya encontrado a vosotros es la suerte de Alemania!». Entre 1933 y 1940 Hitler se convirtió «en el jefe de Estado más popular del mundo», recuerda el historiador británico Ian Kershaw. La creencia fanática de Hitler en su propia misión histórica —en su tarea providencial de salvador de Alemania y aun del mundo— se contagió a los alemanes. El Führer representaba la posibilidad de un renacimiento nacional, de volver a ser una potencia. Aparecía no como un mero líder de partido, sino como «canciller del pueblo», de una «comunidad popular». Si lo logró fue porque supo captar y aprovechar tendencias muy arraigadas en la cultura de aquella nación: el nacionalismo radical, la desconfianza hacia el parlamentarismo y la democracia. Aquel hombre que no procedía de una clase privilegiada, que no podía presentar ningún certificado de estudios —ni siquiera tenía el carné de conducir, él, que tanto amaría después pasearse en coche entre multitudes— ni poseía cualificación profesional alguna, que por no saber ni nadar sabía, un marginado sin oficio ni beneficio que en 1919, literalmente, no tenía donde caerse muerto, se convertiría en unos años en un líder carismático e hipnótico capaz de movilizar a multitudes.

República de Weimar (1918-1933): el intento de construir una democracia

El 11 de noviembre de 1918 Alemania firmó el armisticio que ponía fin a la Primera Guerra Mundial, al cabo de cuatro años de combates atroces y de 10 millones de muertos. La lucha por la supremacía en Europa se había decantado finalmente por los aliados —Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos—, mientras que las potencias centroeuropeas —Austria-Hungría, Bulgaria, Alemania— y el Imperio otomano claudicaban. Rusia se había excluido unilateralmente de la guerra en marzo de ese mismo año, mediante el tratado de paz de Brest-Litovsk que Trotski y Lenin firmaron con Alemania para poder centrarse en el proceso revolucionario del interior del país.
Las consecuencias para los perdedores fueron inmediatas: cayeron los imperios austrohúngaro, alemán y otomano, y se fraccionaron sus dominios. En muchos sectores nacionalistas alemanes se alimentó la convicción de que en realidad el Ejército germano —la Wehrmacht— no había perdido frente a los aliados, sino que había sido traicionado desde el interior por los judíos y los comunistas. A los que firmaron el armisticio se les llamó «los criminales de noviembre». La crisis y el malestar social en esos primeros días de noviembre de 1918 eran insostenibles. El Gobierno, presidido por Max von Baden pero en manos de los generales Paul von Hindenburg y Erich Ludendorff, dimitió; el emperador germano, el káiser Guillermo II, huyó a Holanda.
Se produjo un vacío de poder, y el consiguiente caos. Hubo alzamientos comunistas en muchas ciudades bajo la inspiración de la reciente Revolución rusa que había encumbrado a los bolcheviques. Las clases medias se alarmaron ante lo que parecía el fin de la sociedad tal como la conocían y el surgimiento de un orden nuevo. Cundió el pánico. Se produjo entonces un intento de restablecer el orden en 1919 cuando Von Baden propuso a Friedrich Ebert, líder del Partido Socialdemócrata (SPD), que formara Gobierno. El Ejército y patrullas callejeras formadas por jóvenes y exsoldados llamadas Freikorps recibieron el encargo de impedir alborotos, y a menudo se excedieron en la violencia, que se toleró cuando se ejercía sobre los comunistas. Los combates entre bandas armadas se convirtieron en algo cotidiano. Los desórdenes también. Ebert no tuvo otro remedio que anunciar la abdicación del emperador.
La nueva situación política se sancionó con una Constitución democrática avanzada, que definía a Alemania como una república, denominada República de Weimar por la ciudad donde se redactó el documento. Se modificó la jefatura del Estado: en vez del káiser que había regido el Imperio se instituía un presidente elegido por voto popular cada siete años, quien era responsable ante el Parlamento, el Reichstag, en el que residía la soberanía popular. El Reichstag estaría formado por los diversos partidos, con una presencia proporcional al número de votos que hubieran obtenido. El canciller, nombrado por el presidente, asumía el poder ejecutivo.
Tropas del Ejército junto a la Puerta de Brandeburgo durante un fracasado golpe de Estado en 1920.
La militarización y la tensión durante la fase inicial de la República de Weimar (1918-1933) fueron tremendas. Tropas del Ejército junto a la Puerta de Brandeburgo durante un fracasado golpe de Estado en 1920.
Esta disposición planteaba el problema práctico de la dispersión ilimitada, debido a la gran cantidad de partidos políticos existentes. La mayoría clara, aunque no absoluta, era de los socialdemócratas, reformistas moderados que deseaban llevar a cabo una transición pacífica hacia un nuevo orden. El otro representante de los trabajadores, el Partido Comunista, propugnaba en cambio la revolución según el mode...

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