El texto y sus voces
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El texto y sus voces

Enrique Pezzoni, Luis Chitarroni

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  1. 360 páginas
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El texto y sus voces

Enrique Pezzoni, Luis Chitarroni

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"El crítico oye las voces del texto, elige unas a expensas de otras, las une por simpatías y diferencias a las que oye surgir de otros textos. Ese concierto que organiza es una literatura (de un momento, de un espacio) y también es la literatura", afirma el autor en las primeras páginas.A lo largo de artículos y notas, Enrique Pezzoni compuso una "biografía de la literatura, que es [también] su autobiografía". Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Alberto Girri, Julio Cortázar, Felisberto Hernández, Silvina Ocampo, Leopoldo Marechal, Adolfo Bioy Casares, son objeto de su elocuencia, curiosidad y agudeza, en un "cuerpo a cuerpo" con los textos que revela escrituras y silencios al mismo tiempo que los modos de acceso a ellos, los caminos que llevan al crítico a producir sentido.Así, El texto y sus voces, único libro que Pezzoni publicara en vida, se constituye como el lugar ideal para volver a oír la voz apasionada, atrevida y sabia de uno de los críticos literarios más influyentes de los últimos tiempos.

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Información

Año
2009
ISBN
9789872483098
Categoría
Filología
Categoría
Alfabetización
NARRADORES

MEMORIA, ACTUACIÓN Y HABLA EN UN TEXTO DE ROBERTO ARLT

En 1926 se publican en Buenos Aires El juguete rabioso de Roberto Arlt y Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes. Hoy resulta espectacular la aparición simultánea de dos textos que trabajan en sentidos opuestos y hasta se muestran como fijando –en la posterior literatura argentina– actitudes radicalmente divergentes respecto de la realidad histórica y las contradicciones de clase. Ambas obras parecen instalarse en la institución literaria mediante la elección de ciertas normas y convenciones (mecanismos narrativos, formas genéricas) similares. Ambas registran un deliberado encuentro de lenguajes, subcódigos constitutivos de quien los emplea como narrador o como personaje. Enunciados híbridos o bivocales en que se enfrentan maneras de hablar, estilos, vertientes semánticas distintas, reunidas en un locutor único hasta el punto de desdibujar el límite entre su lenguaje como narrador y como personaje. Pero en un caso (Don Segundo Sombra) la fluctuación es estrategia para delimitar la frontera misma: el narrador “ha hablado” como “habla” el personaje; y lo declara desde un lenguaje fuertemente señalado –convencionalizado– como literario. En el otro (El juguete rabioso), la superposición es permanente: el narrador acorta y a la vez marca distancias entre su hablar como tal y como personaje, entre su hablar propio y el de los otros personajes: representa “el hablar para sí en el lenguaje de otro, el hablar para el otro en el lenguaje propio”, “ese diálogo desesperado, profundo, de los lenguajes, determinado por el devenir mismo socio-ideológico de los lenguajes y de la sociedad” (M. Bajtin).1
Una y otra obra, además, se presentan como la crónica autobiográfica –memoria– del yo narrador. En un caso, la “memoria” es vehículo para representar la sumersión en un orden jerárquico y su desgarramiento ilusorio; en el otro, es recurso para transmitir una ilusión diferente: la supresión, el reemplazo. Don Segundo Sombra elimina la historia, acude al extratexto (la situación del autor real en el mundo, una tradición literaria –la gauchesca– que le permite aludir y a la vez neutralizar la confrontación de clases) para excluir de la historia la lucha y el cambio. En el vacío resultante, la ficción instaura el sucedáneo atemporal de un yo que olvida su paso por la sujeción, la marginalidad, aprende los mecanismos para ennoblecer esa decisión de olvido e impone la memoria de su propia invención: don Segundo, el gaucho admirable por infinitamente valiente y por infinitamente sumiso al orden en que ha ingresado el yo evocador: un guacho-gauchito que, a través del legado, ha adquirido el poder legalizador: la redención del lenguaje literario.2 Ya en la dedicatoria el autor real se ficcionaliza como el narrador que parte hacia el otro y lo otro para sacralizarlo (“Al gaucho que llevo en mí, como la custodia lleva la hostia”); y en el final, ostentosamente simbólico, el narrador señala hacia afuera del texto al autor real instalado “desde antes” en el orden legalizador (“… di vuelta mi caballo y, lentamente, me fui para las casas. Me fui, como quien se desangra”). Casi tres décadas después de publicado el libro, J. L. Borges, con su brillante estrategia de la contradicción, elogia en él el mito para denunciarlo: “Hacia mil novecientos veintitantos, Güiraldes pudo aún escribir (y nosotros leer con credulidad) su Don Segundo Sombra, cuyo propósito mítico es evidente… don Segundo enseña al protagonista su lección de coraje y de soledad… su tono es nostálgico y aun elegíaco… las presuntas hombradas de don Segundo quedan en un irrecuperable pasado. La fábula transcurre en el norte de la provincia de Buenos Aires a fines del siglo XIX o a principios del XX; ya la chacra y el gringo estaban ahí, pero Güiraldes los ignora”.3 La memoria orienta el movimiento ritual, parabólico, de Don Segundo Sombra: el ingreso a la zona de la inmovilidad arquetípica, el regreso al orden paternalista, inmovilizador.
En El juguete rabioso (aunque mencionada al comienzo del texto) la memoria es una instancia tardía. No es en la perspectiva de la memoria donde se organizan los hechos transmitidos, ni es a partir de ella como surgen los diferentes lenguajes del narrador-personaje y los personajes. En las páginas iniciales dice Silvio, el yo actor-narrador, al referirse al destino de otro personaje: “Pero como los dioses son arteros de corazón, no me sorprende al escribir mis memorias enterarme de que Enrique se hospeda en uno de esos hoteles que el Estado dispone para los audaces y los bribones” (p. 13).4 En el instante mismo de la simultaneidad absoluta de la enunciación y lo enunciado, la coincidencia de un yo que dice y un yo que hace (un yo que escribe para decir que está entregado a una forma de hacer que es escribir)5 se entabla un juego de superposiciones y distanciamientos. Por un lado, el agente que declara “memoria” se superpone al que ya ha enunciado ciertos hechos. Ambos son, como instancia de discurso, el mismo Yo1, la misma “persona”, en el sentido que E. Benveniste da al término. Por otro lado, el yo evocador no es el mismo que ha vivido los hechos evocados. Cada uno de estos Yo2 es una entidad situada fuera de la situación de discurso, mencionada a partir de ella: un ser provisto de referencia objetiva y como tal sujeto posible de predicados atributivos y funcionales que le otorgan densidad psicológica.6 (Rubén Darío dramatizó límpidamente, mediante un simple reemplazo de shifters, el paso siempre ambiguo del sujeto de la enunciación al del enunciado en el verso famoso: “Yo soy aquel que ayer no más decía…”).
Procedimiento de sinuosa complejidad. Al situarse como memorialista en un futuro respecto de los hechos por él vividos, el yo narrador no señala el desplazamiento sino con relación a un hecho ulterior, situado fuera de la esfera de lo narrado, en un ámbito que quiere confundirse con el mundo real. El memorialista se afirma mediante el cotejo de lo que ocurría y lo que ocurrió después. En uno de los pasajes de El juguete rabioso donde se abandona el pretérito canónico de la narración para pasar al presente histórico, Silvio, narrador-personaje, anuncia la decisión de Enrique, un miembro del grupo de adolescentes que se ha dedicado al robo, que una vez disuelto el grupo seguirá robando: “… con vehemencia, irguiendo el busto, dice: –Ustedes desisten… pero yo, aunque me dejen solo, voy a seguir” (p. 37). El presente es, literalmente, histórico: narra un hecho que sólo se percibe como anterior en la óptica de Silvio narrador-memorialista, que dice en el presente de la escritura: “no me sorprende”. La memoria, “determinación retrógrada”7, no actúa sobre la concatenación narrativa (los hechos mismos se suceden en serie rigurosamente lineal, mimética de la cronología real que se confunde con la ecuación causa-efecto) pero sí propone dos modos de recepción del relato. Por un lado, el lector ha de vivir los hechos al mismo tiempo que los vive el narrador-actor y tal como parecen dárseles por sí mismos, como un mundo invasor de la subjetividad que los padece. (Sin duda, el pretérito canónico de la narración supone que el relato es posterior a lo narrado, pero –observa G. Genette– “no indica la distancia temporal… esa distancia por lo general es indeterminada y la cuestión carece de pertinencia, ya que el pretérito marca una especie de pasado sin edad”).8 Por el otro, el lector se vuelve además el destinatario de una memoria a quien se confiere una nueva facultad que ha de asumir como un nuevo deber: al “deber de creer” (base esencial de la recepción de todo texto literario y ficcional) se suma el “deber de deducir”.9 En esta óptica, el mundo ya no es tal como lo ha padecido el narrador-actor, sino tal como lo ha narrado para padecerlo: representación indirecta, intencionada, simbólica, ideológica. Al declarar “memoria”, el sujeto que enuncia ya no coincide con el enunciado “anterior”: invade ese enunciado, lo declara indirectamente modo de pensar, de estructurar, de denunciar el mundo. En este sentido, la memoria ficcional se asimila a las memorias reales y en general a la crónica histórica, en los momentos a lo largo de los cuales el discurso histórico –como lo ha señalado R. Barthes– revela cómo el historiador, “sujeto vacío de la enunciación, se llena poco a poco de predicados destinados a fundarlo como persona provista de plenitud psicológica” y así diluye la ilusión referencial, que supone un referente hablando por sí solo, fundido en su significante sin la mediación de las estructuras imaginarias, que son el significado: “puede decirse que el discurso histórico es un discurso performativo engañoso en el cual lo constatativo (lo descriptivo) aparente de hecho no es más que un acto de habla como acto de autoridad”.10 Por ese solo gesto de declarar “memoria”, Silvio Astier abre en El juguete rabioso la distancia que disipa la ilusión referencial de un relato aparentemente realista. No lo hace conservando la máscara que oculta lo performativo, sino al contrario, arrebatándola para descubrir tras ella el rostro de la autoridad. El narrador ficcional adquiere la ilusoria y perturbadora inmediatez de un autor real: el que ha inventado al personaje que narra para que vea el mundo tal como puede y quiere verlo, no como el mundo es (existencia imposible de transmitir, puesto que supone la supresión de las inevitables estructuras simbólicas intermedias). Procedimiento irónico: la ilusión de autoridad “real” se afirma dentro de los límites de lo imaginario, porque es en su interior donde se percibe que nunca hay hechos puros y simples, sino hechura. El yo narrador-actor desdoblado en yo memorialista convoca, pues, a un nuevo lector destinatario a su vez desdoblado en crítico: un lector ante el cual se exhibe la extrema complejidad de las relaciones (poderosamente intuidas, nunca explícitas, como lo reclamaría un sociologismo candoroso) entre los sistemas simbólicos (lenguaje, literatura), las estructuras sociales y la conformación de la experiencia que desde uno y otro sector se proyecta como un conjunto de normas regulativas y constitutivas. El lector de Arlt recibe fuertes llamados que lo invitan a reconocer el orden exterior (Buenos Aires en vísperas de la década infame, la presión de la ideología de las clases dominantes, la respuesta anárquica o utópica, la impopularidad de los movimientos reformadores entre sus posibles favorecidos, la posición del inmigrante en el ámbito urbano) y también a percibir cómo esa información se recibe a través del orden simbólico. Eso explica la diversidad de espacios desde los cuales se ha leído a Roberto Arlt: desde la crítica miope que se desconcierta ante lo que Oscar Masotta ha llamado “el realismo metafísico de Roberto Arlt”11 hasta la crítica sagaz que señala la mediación de las estructuras simbólicas: cfr. la lectura que R. Piglia hace de los lenguajes de Roberto Arlt.12 Arlt provoca al lector crítico: lo suscita desafiándolo. Hacia él se disparan los diversos lenguajes en el texto de El juguete rabioso: lo folletinesco recibido, como observa R. Piglia, a través de las traducciones españolas o españolizantes que el narrador actor “devora”; la transcripción seudodocumental de zonas restringidas en el habla “real” rioplatense. Construcción que aparenta ser difónica pasiva, en el sentido bakhtiniano13, pero marcadamente activa, polémica, definidora del memorialista que se contempla hablando como narrador y personaje. Discursos anteriores, exteriores, no neutralizados por la absorción en un discurso final totalizador, sino discursos “citados”. El “efecto de cita” se subraya en el interior mismo de uno de los registros: el documental (lunfardo, cocoliche, arrabalero). Innecesariamente –puesto que los términos citados tienen amplio radio de difusión en Buenos Aires cuando Arlt escribe– algunas palabras de los códigos restrictos aparecen entre comillas: por ejemplo, “cana” (además aclarada en nota al pie: “Agente de policía”, p. 29) o “yuta” (nota al pie: “Policía secreta”, p. 23) o “esgunfiar”. Arbitrariamente, también: para otros términos de esos mismos códigos se omiten las comillas: rajá, goma [instrumento de tortura], bagayito. Tal arbitrariedad indica que la “cita” parte desde el yo memorialista hacia el destinatario de su memoria: por su naturaleza misma, el yo narrador no puede sino ignorar la cita, las comillas.14 Señalarlo parecería obvio y hasta irrisorio, si no existieran tantos lectores apresurados que ingenuamente suponen una intención “informativa”, didáctica, en Roberto Arlt, o que se escandalizan –o a la inversa, se entusiasman– ante lo que ven como una heroica renuncia al “buen gusto” literario (“el sacrificio del intelecto”, llamó a esa presunta renuncia un crítico empeñado en redimir a Arlt desde un espiritualismo trascendentalista).15 Recién escrito El juguete rabioso, Elías Castelnuovo, representante del llamado grupo Boedo, rechaza el texto (que Güiraldes hará publicar con el sello “Proa”) por razones que no son muy diferentes: “El libro de cuentos que me trajo, pese a su fuerza temperamental, ofrecía innumerables fallas de diversa índole, empezando por la ortografía, siguiendo por la redacción y terminando por la unidad y coherencia del texto. Le señalé hasta doce palabras de una suntuosidad insultante, mal colocadas por añadidura, cuyo signific...

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