
- 318 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
Leer como un profesor
Descripción del libro
Aunque muchos libros pueden ser disfrutados simplemente por la historia que cuentan, a menudo hay significados literarios más profundos que suelen pasar inadvertidos. Esta guía nos muestra lo fácil y gratificante que es descubrir estas verdades escondidas, y entrar en un mundo en el que todo camino es una misión, toda comida un vínculo, y la lluvia, purificadora o destructiva, nunca es simplemente lluvia. Un clásico, revisado y actualizado por el autor, para aprender a leer entre líneas.
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Información
XXVII
UNA PRUEBA
‘FIESTA EN EL JARDÍN’, DE KATHERINE MANSFIELD
Y después de todo hacía un tiempo ideal. Ni hecho a medida hubiesen podido tener un día más adecuado para la fiesta en el jardín. No hacía viento, lucía el sol, y no se divisaba una sola nube en todo el cielo. El azul solo estaba velado por una calima de luz dorada, como ocurre a veces a principios de verano. El jardinero andaba atareado desde muy temprano, cortando el césped y rastrillándolo bien, hasta dejar recién bruñidos la hierba y los oscuros y llanos rosetones donde habían estado las margaritas. Y uno tenía también la sensación de que las rosas habían comprendido que eran las únicas flores que realmente impresionan a la gente que acude a un garden party; las únicas flores que todo el mundo reconoce sin miedo a equivocarse. Cientos, sí, literalmente cientos de ellas, se habían abierto durante la noche: los verdes rosales se dobablan bajo su peso como si aquella noche hubieran sido visitados por los arcángeles.
Todavía no habían terminado de desayunar cuando llegaron los hombres que debían instalar la carpa.
–Mamá ¿dónde quieres que levanten la marquesina?
–¡Hijita, no me lo preguntes a mí. Este año he decidido ponerlo todo en vuestras manos. Olvidad que soy vuestra madre y tratadme como si fuese un invitado de honor.
Pero Meg no iba a ir a dar instrucciones a los hombres. Se había lavado el pelo antes de desayunar y estaba sentada tomándose el café con un turbante verde en la cabeza y un par de rizos oscuros y húmedos pegados a las mejillas. Jose, la mariposa, bajaba siempre vestida con unas enaguas de seda y la chaqueta de un kimono.
–Tendrás que ir tú, Laura; tú eres la artista de la familia.
Y Laura salió corriendo, llevando todavía en la mano un trocito de pan con mantequilla. Es fantástico encontrar una excusa para poder comer afuera y, además, le encantaba poder arreglar cosas; siempre le había parecido que era capaz de hacerlo mucho mejor que los demás.
En uno de los caminitos del jardín había cuatro hombres en mangas de camisa, esperando. Llevaban gruesos palos arrollados en las lonas y grandes bolsas de herramientas colgadas a la espalda. Su aspecto imponía. Ahora Laura deseó no llevar aquel pedacito de pan con mantequilla en la mano, pero no podía dejarlo en ninguna parte y mucho menos tirarlo al suelo. Notó que se ruborizaba e intentó parecer severa e incluso un poco corta de vista mientras se aproximaba a ellos.
–Buenos días –dijo, imitando la voz de su madre. Pero sonó tan terriblemente afectada que se avergonzó y empezó a tartamudear como una niña–. Ah…, sí…, ya han llegado ¿eh?, es por la carpa ¿verdad?
–Exactamente, señorita –dijo el más fornido de los cuatro hombres, un individuo enjuto y pecoso, mientras se cambiaba de hombro la bolsa de las herramientas, echándose el sombrero de paja hacia atrás y dirigiéndole una sonrisa–. Hemos venido a instalar la carpa.
Su sonrisa era tan franca, tan amistosa, que Laura recobró el ánimo. ¡Qué ojos tan bonitos tenía, chiquitos, pero de un azul tan intenso! Y ahora miró a los otros, y vio que también sonreían. “No tenga miedo, no nos la vamos a comer”, parecían decir sus sonrisas. ¡Qué simpáticos eran los trabajadores! ¡Y qué mañana tan espléndida! No, no debía hablar del día; debía mostrarse eficiente. La marquesina.
–Bien, ¿qué les parece la explanada de los lirios? ¿Estaría bien ahí?
Y señaló hacia donde estaban los lirios con la mano que estaba libre del pedacito de pan con mantequilla. Los hombres volvieron la cabeza y miraron en aquella dirección. Uno bajito hizo una mueca con el labio inferior y el más alto frunció el ceño.
–No me gusta demasiado –dijo–. No resaltará bastante. Mire, con una cosa como una carpa –dijo volviéndose hacia Laura con naturalidad– lo que va bien es ponerla en un sitio donde salte a la vista, si entiende lo que quiero decir.
La educación de Laura la obligó a considerar por un instante si era suficientemente respetuoso que un obrero le hablase de aquel modo y del “saltar a la vista”. Pero entendía lo que él quería decir.
–Una esquina de la pista de tenis –sugirió–; aunque la orquesta estará también en una esquina.
–Hum… va a haber una orquesta, ¿eh? –dijo otro de los trabajadores. Era un tipo pálido, y tenía una mirada macilenta con la que escudriñaba el campo de tenis. ¿En qué pensaba?
–No es más que una orquestina –explicó Laura amablemente. Tal vez no le importase tanto si la orquesta era pequeña. Pero el obrero más alto intervino.
–Mire, señorita, lo mejor es que la montemos ahí. Junto a esos árboles. ¿Ve? Ahí. Quedará muy bien.
Junto a las karakas. Pero entonces las karakas quedarían escondidas. Y eran tan bonitas, con sus hojas anchas y relucientes, y los racimos amarillos de frutas. Eran como los árboles que una se imagina en una isla desierta, orgullosos, solitarios, irguiendo sus hojas y frutos hacia el sol en una especie de silencioso esplendor. ¿Tenían que quedar ocultos por la carpa?
Pues sí. Los hombres ya habían cargado los palos y las lonas y se encaminaban al lugar indicado. Solo el más alto quedó atrás. Este se inclinó, cortó un tallito de lavanda, se llevó el pulgar y el índice a la nariz y aspiró el aroma. Cuando Laura advirtió su gesto olvidó por completo las karakas, maravillada de que al hombre le gustaran aquellas cosas, de que disfrutara con el aroma de la lavanda. De todos los hombres que conocía, ¿cuántos hubiesen tenido aquel gesto? Oh, qué extraordinariamente simpáticos son los obreros, pensó. ¿Por qué no tendría amigos obreros en lugar de todos aquellos muchachos atontados que la sacaban a bailar y a los que invitaba a cenar los domingos? Se hubiera llevado muchísimo mejor con hombres como aquellos.
Todo eso es culpa, decidió, mientras el más alto de los obreros dibujaba algo en la parte posterior de un sobre –algo que debía ser atado en alto o que podía quedar colgando– todo eso es culpa de estas absurdas distinciones de clase. Aunque ella, por su parte, no les hacía el menor caso. Ni pizca de caso, ni una sola pizca… Y se empezó a oír el cloc, cloc de los mazos de madera.
Uno silbaba, otro cantaba: “¿estás ahí, chaval?”. “¡Chaval!” Qué amistoso era aquel trato, qué… qué… Simplemente para demostrar lo contenta que estaba, para probar al obrero más alto que se sentía totalmente a sus anchas y que despreciaba todos aquellos estúpidos convencionalismos, Laura dio un mordisco al trocito de pan con mantequilla mientras los contemplaba. Se sentía exactamente como una obrera más.
–¡Laura, Laura! ¿Dónde estás? ¡Laura, al teléfono! –gritó una voz desde la casa.
–¡Ya voy! –y salió corriendo, por el senderito del césped y escalera arriba, cruzando la terraza hacia el porche. En el recibidor su padre y Laurie estaban cepillándose los sombreros, listos para salir hacia el despacho.
–Oye, Laura –dijo Laurie apresuradamente–, mira si puedes darle un vistazo a mi esmoquin antes de esta tarde. Por si hay que plancharlo.
–De acuerdo –respondió. Pero, de pronto, no pudo contenerse y corrió hacia su hermano y le dio un rápido abrazo–. Oh, me encantan las fiestas, ¿a ti no? –dijo, jadeando.
–A mí también me gustan bas-tan-te –replicó Laurie con cálida voz infantil, abrazando a su hermana, y dándole una amable palmadita–. Anda, niña, corre al teléfono.
El teléfono.
–Sí, sí; claro sí, faltaría más. ¿Kitty? Buenos días, guapa. ¿A comer? Naturalmente. Encantada. Aunque será una comida de sobras, las migas de los emparedados, los merengues rotos y las sobras. Sí, ¿no te parece una mañana espléndida? ¿El blanco? Desde luego, yo me lo pondría. Un momento, no te retires que me llama mamá –y Laura se echó hacia atrás en el asiento–. ¡Mamá! ¿Qué dices? ¡No te oigo!
La voz de la señora Sheridan llegó desde lo alto de la escalera:
–Dile que se ponga aquel sombrerito tan encantador que llevaba el domingo pasado.
–Mamá dice que te pongas aquel sombrerito encantador que llevabas el domingo. Dios mío. La una. Adiós Kitty, adiós. Colgó el auricular, se llevó ambas manos a la cabeza, respiró profundamente, se desperezó y volvió a dejar caer los brazos.
–¡Uf! –suspiró, y en cuanto acabó su suspiro volvió a incorporarse velozmente. Permaneció un instante quieta, escuchando. Todas las puertas de la casa parecían estar abiertas. La mansión estaba despierta, llena de pasos rápidos y apagados, de apresuradas voces. La puerta de gamuza verde que llevaba a las dependencias de la cocina se abría y se cerraba con un golpe amortiguado. Y ahora llegó un sonido absurdo, largo, apagado. El gran piano al ser movido sobre sus torpes ruedecillas. ¡Y el aire! Había que pararse para advertirlo. ¿Era el aire siempre así? Una ligera brisa parecía juguetear entrando por la parte alta de los ventanales y escapando de nuevo por las puertas. Y el sol caía formando dos luceros diminutos, uno sobre el tintero y otro sobre el marco de plata de una fotografía, igualmente juguetones. Dos maravillosas manchitas. Sobre todo la que cabriolaba en la tapa del tintero. Cálida. Una cálida estrellita de plata. Le hubiera gustado besarla.
Sonó el timbre de la puerta delantera, y se oyó el fru-frú de la falda estampada de Sadie bajando la escalera. Murmullos de una voz varonil; y Sadie que respondía:
–No sé nada de nada. Espere un momento. Preguntaré a la señora Sheridan.
–¿Qué ocurre, Sadie? –dijo Laura yendo hacia el recibidor.
–Es el florista, señorita Laura.
Y lo era. El florista. Allí, en el umbral de la puerta, con una bandejita baja pero enorme, repleta de tiestecillos de lirios rosados. Ninguna otra flor. Únicamente lirios, lirios y más lirios, enormes flores rosadas, abiertas, radiantes, casi sorprendentemente vivas en sus vívidos tallitos escarlatas.
–¡Oh, Sadie! –dijo Laura, y el sonido de su exclamación fue como un pequeño gemido.
Se agachó, como si quisiese calentarse con el resplandor de los lirios; sintió como si los tuviese en los dedos, en los labios, creciéndole en el pecho.
–Debe de ser un error –musitó débilmente–. No hemos encargado tantos. Sadie, ve a buscar a mamá.
Pero en aquel preciso instante apareció la señora Sheridan.
–Sí, sí, están bien –dijo tranquilamente–. Sí, los he encargado yo. ¿No te parecen magníficos? –dijo apretando el brazo de Laura–. Ayer pasé frente a la floristería y los vi en el escaparate. Y de pronto pensé que por una vez en la vida podía darme el gusto de tener todos los lirios que quisiera. Y la fiesta es una excelente excusa.
–Pero creía que habías dicho que no ibas a meterte en nada –dijo Laura. Sadie ya se había ido. El hombre de la floristería continuaba afuera, junto a la camioneta del reparto. Rodeó con un brazo el cuello de su madre y muy, muy dulcemente, le dio un mordisquito en la oreja.
–Hijita, estoy segura de que no te gustaría tener una madre que pecase de lógica, ¿verdad? No me hagas eso. Mira que vuelve ese señor.
El hombre volvía con más lirios, otra canasta llena.
–Póngalos todos juntos, por favor. Aquí dentro, al lado de la puerta, a ambos lados del porche –dijo la señora Sheridan–. ¿No crees que ahí estarán bien, Laura?
–Oh, estupendamente, mamá.
En la sala de estar Meg, Jose y el bueno de Hans por fin habían logrado retirar el piano.
–Veamos. Si ponemos este sofá chester contra la pared y sacamos todo lo que queda en la sala excepto las sillas… ¿Qué os parece?
–Bien.
–Hans, lleva estas mesitas al fumador y trae una escoba para barrer las señales de la alfombra y… un momento Hans… –a Jose le encantaba dar órdenes a los criados y a ellos les encantaba obedecerlas. Siempre les hacía sentir que participaban en una especie de teatro–. Por favor, dile a mi madre y a la señorita Laura que vengan inmediatamente.
–Como usted diga, señorita Jose.
Esta se volvió hacia Meg.
–Quiero ver cómo suena el piano, por si esta tarde me piden que cante. Probémoslo. Podemos cantar “Oh, qué cansada vida”.
–¡Pim! ¡Ta-ta-ta! ¡Ti-ta! –El piano resonó tan apasionadamente que el rostro de Jose cambió. Juntó las manos y miró triste y enigmáticamente a su madre y a Laura que entraban en la salar de estar, a la vez que empezaba a cantar:
Oh, qué agotadora es la vida,
todo es tristeza y suspiro.
El amor emigra,
agotadora es la vida,
una lágrima brilla
y se va el amor.
Adiós, para siempre… ¡Adiós!
Pero a la palabra “¡Adiós!”, aunque el piano sonó más desesperado que nunca, su rostro se iluminó con una sonrisa resplandeciente, que no tenía nada de desolada.
–¿Verdad que no ando mal de voz, mami? –dijo Jose, contenta.
Agotadora es la vida,
la esperanza marchita.
Un sueño… un despertar.
Pero en ese instante Sadie les interrumpió.
–¿Qué ocurre, Sadie?
–Perdone, señora, la cocinera pregunta si tiene la lista de los emparedados.
–¿La lista de los emparedados? –repitió, ausente, la señora Sheridan. Y por su cara sus hijas adivinaron que no la tenía–. Déjame pensar –y añadió con resolución–: Sadie, por favor, dile a la cocinera que se la daré dentro de diez minutos. Sadie salió.
–Veamos, Laura –dijo su madre rápidamente–, ven conmigo al fumador. Apunté los nombres detrás de un sobre y en algún sitio debe de andar. Tendrás que escribirlos tú. Meg, sube ahora mismo y sácate esa cosa húmeda de la cabeza. Y tú, Jose, ya puedes darte prisa y terminar de vestirte. ¿Me oís, niñas o queréis que se lo diga a vuestro padre cuando vuelva esta noche? Y… y, Jose, si vas a la cocina tranquiliza a la cocinera, ¿de acuerdo? Esta mañana le tengo verdadero pánico.
El sobre en cuestión apareció por fin tras el reloj del comedor, aunque la señora Sheridan era incapaz de imaginar cómo podía haber ido a parar allí.
–Alguna de vosotras me lo debe de haber cogido del bolso, porque recuerdo claramente haber apuntado… Crema de queso y natilla de limón. ¿Los has hecho?
–Sí.
–Huevo y… –la señora Sheridan apartó el sobre para leer mejor–. Parece que ponga ratones, pero no pueden ser ratones, ¿verdad?
–Aceitunas, mamá –dijo Laura, leyendo por encima del hombro de su madre.
–Ah, claro está, aceitunas. Parece una combinación horrible. Huevo y aceitunas.
Por fin concluyeron y Laura llevó los rótulos a la cocina, donde encontró a Jose tranquilizando a la cocinera, cuyo aspecto era perfectamente apacible.
–Jamás he visto emparedados tan deliciosos –exclamó Jose embelesada–. ¿Cuántas clases ha dicho que había, cocinera? ¿Quince?
–Quince, señorita Jose.
–Bueno, pues la felicito.
La cocinera barrió las migas con un largo cuchillo de cortar el pan y sonrió satisfecha.
–Ha llegado el de casa Godber –anunció Sadie, saliendo de la despensa. Había visto pasar al hombre por la ventana. Aquello significaba que habían llegado los bollos de nata. La casa Godber era famosa por sus bollos de nata. No había nadie que se atreviese a hacerlos en casa.
–Tráelos y ponlos sobre la mesa, niña –ordenó la cocinera. Sadie entró con los bollos y volvió a la puerta. Naturalmente Jose y Laura eran demasiado mayores para continuar preocupándose por los dulces, pero, a pesar de todo, estuvieron de acuerdo en que los bollos de Godber parecían muy muy apetitosos. La cocinera había empezado a arreglarlos, quitándoles el azúcar en polvo que sobraba.
–¿No te recuerdan a todas las fiestas a las que has ido? –comentó Laura.
–Supongo que sí –dijo Jose, mucho más práctica, y a quien nunca le gustaba mirar al pasado–. La verdad es que tienen un aspecto delicioso, hinchaditos y esponjosos.
–Venga, niñas, coged uno –dijo la cocinera con su voz amable–. La señora no va a enterarse.
Oh, imposible. ¿Imaginas comerte un bollo tan temprano, acabadas de desayunar? Una se estremecía solo de pensarlo. Pero al cabo de dos minutos Jose y Laura estaban chupándose los dedos con esa mirada absorta y reconcentrada que pone uno al tomar nata.
–Salgamos al jardín por la puerta trasera –sugirió Laura–. Quiero ver cómo va el trabajo de los hombres con la carpa. Son unos hombres simpatiquísimos.
Pero la puerta trasera estaba bloqueada por la cocinera, Sadie, el mandadero de Godber y Hans.
Algo debía haber ocurrido.
–Toc-toc-toc –asentía la cocinera como una gallina espantada. Sadie tenía la mano apoyada en la mejilla, como si tuviese dolor de muelas. Y Hans contraía el rostro en un esfuerzo por comprender. El único que parecía divertirse era el mandadero de la casa Godber. Era él quien había traído la noticia.
–¿Qué ocurre? ¿Qué ha sucedido?
–Ha habido un terrible accidente –dijo la cocinera–. Un hombre muerto.
–¿Un hombre muerto? ¿Dónd...
Índice
- Cubierta
- Portadilla
- Créditos
- Índice
- Prefacio
- Introducción. ¿Cómo iba a ser él?
- I Todo viaje es una búsqueda (excepto cuando no lo es)
- II Da gusto comer contigo: actos de comunión
- III Da gusto comerte: actos de vampiros
- IV ¿Dónde la he visto antes?
- V En caso de duda, procede de Shakespeare…
- VI …O de la Biblia
- VII Hanseldee y Greteldum
- VIII Como si me hablaran en griego
- IX No es solo lluvia o nieve
- X Nunca te pongas junto a un héroe
- Interludio. ¿El escritor quiere decir eso?
- XI …Les duele más a ellos que a ti: sobre la violencia
- XII ¿Eso es un símbolo?
- XIII Todo es político
- XIV Sí, ella también es una figura de Cristo
- XV Vuelos de la imaginación
- XVI Todo trata de sexo…
- XVII …excepto el sexo
- XVIII Si sale a la superficie, es un bautismo
- XIX La geografía importa…
- XX …y también las estaciones
- Interludio. Una sola historia
- XXI Marcas de grandeza
- XXII Si es ciego, será por algo
- XXIII Casi nunca es solo un mal del corazón… y rara vez solo una enfermedad
- XXIV Lee con los ojos de otro
- XXV El símbolo es mío y lloro si me da la gana
- XXVI ¿Lo dice en serio? Y otras ironías
- XXVII Una prueba
- Epílogo. ¿Quién manda aquí?
- ‘Envoi’
- Notas al píe