Vagina
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Vagina

Una nueva biografía de la sexualidad femenina

  1. 515 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Vagina

Una nueva biografía de la sexualidad femenina

Descripción del libro

Nuestra visión de la sexualidad femenina está completamente desfasada. Naomi Wolf, reconocida crítica cultural y autora de algunos de los más importantes éxitos de venta recientes, nos propone una revisión en profundidad del rol, la acción, el significado y hasta la historia de la vagina.Esta obra es una fascinante investigación en la vanguardia de la ciencia, una inmersión en la trayectoria personal de la autora y un repaso a la historia cultural; una mirada muy sutil e inteligente que nos lleva a replantear de forma radical nuestra manera de comprender la vagina y, por consiguiente, de entender a las mujeres. Y es que según Naomi Wolf la vagina es un componente intrínseco del cerebro femenino. Por tanto, posee una conexión esencial con la consciencia femenina. Asimismo, la autora profundiza en el rol de la vagina en el amor, la sexualidad, la espiritualidad, la sociedad e incluso la política.Aclamado por el Publishers Weekly como uno de los mejores libros de ciencia del año, Vagina es un libro muy provocador y ameno, sin duda destinado a convertirse en un clásico contemporáneo.

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Información

Año
2013
ISBN del libro electrónico
9788499883571

PARTE II: HISTORIA:
CONQUISTA Y CONTROL

6. LA VAGINA TRAUMATIZADA

«Culpabilizar a la propia víctima, diciéndole que fue ella quien provocó la situación, es algo necesario… igual que en tiempos pasados la utilidad del sacrificio ritual dependía de creer que la víctima era responsable de los pecados del mundo.»
PEGGY REEVES SANDAY, Fraternity Gang Rape
Del mismo modo que una buena experiencia sexual en la vagina aporta alegría y creatividad al cerebro femenino, también sucede el procedimiento a la inversa y a través de las mismas vías neurales: una vagina que ha sufrido un trauma, que ha sufrido abusos, que forma parte de una red neural que no recibe un buen trato de parte de una pareja poco generosa o egoísta en lo que a sexo se refiere, es imposible que proporcione al cerebro las sustancias químicas contitutivas de emociones como la confianza, la valentía, la conexión y la dicha.
Así pues, si se quiere someter y eliminar a las mujeres, y hacerlo de tal modo que no haga falta confinarlas o encerrarlas –de tal modo que “lo hagan por sí solas”, que se eliminen a sí mismas, que pierdan la dicha y la autonomía, que no experimenten placer, que desconfíen de la fuerza del amor, que piensen que las relaciones humanas son frágiles e inestables–, lo que se tiene que hacer es apuntar a la vagina.
Cuando supe de la increíble conexión que existe entre la red neural pélvica y la mente y las emociones de las mujeres, no pude evitar pensar en mujeres a las que había conocido, de todo tipo y condición, que habían sufrido terribles lesiones que habían perjudicado o interferido precisamente en ese conjunto de circuitos entre la mente y el cuerpo. No me podía quitar sus rostros de la cabeza. No podía olvidar algunas cosas que habían dicho, algunos detalles de su estado afectivo, que muchas de ellas habían compartido conmigo. Me pregunté si existían conexiones que, debido a nuestra forma de interpretar aquel tipo de sufrimiento, fuésemos incapaces de ver. Me di cuenta de que las mujeres a las que había conocido y que habían sufrido enfermedades, traumas o lesioness vaginales, mujeres de muchas culturas y edades diferentes, a menudo tenían unas características comunes en su comportamiento, en su forma de estar de pie y de moverse, y en la expresión de sus ojos. En mi cabeza no paraba de resonar la frase «Me siento sucia…, como si fuera un objeto estropeado» que había oído en boca de muchas mujeres a las que había conocido: las de un campo de refugiados en Sierra Leona, que en muchos casos habían sufrido fístulas como consecuencia de haber sido violadas durante la guerra, las que acudían a un centro especializado en crisis por violaciones, en Edimburgo, Escocia, las que conocí en una animada cafetería de Chelsea, en Manhattan, que sufrían vulvodinia.
¿Tal vez nos pasaba por alto la importancia de los traumas vaginales –en el mismo sentido en que nos pasaba por alto la importancia del placer sexual femenino– al interpretar los traumas vaginales como algo “solo” físico, o al interpretar equivocadamente los traumas por violación “solo” como una reacción de TEPT (trastorno por estrés postraumático) ante un acto violento? ¿Podía ser que nos pasara por alto una comprensión mucho más profunda y delicada de lo que se dañaba cuando se dañaba la vagina de una mujer?
Yo sabía que para las mujeres es crucial el pleno funcionamiento del nervio pélvico para producir dopamina, oxitocina y otras sustancias químicas que aumentan el nivel de percepción, confianza y espíritu combativo. ¿Era posible que los daños o traumas en la vagina y el nervio pélvico interfirieran materialmente en el suministro de esas sustancias químicas excitantes al cerebro a través de las vías neurales? Y otra perspectiva más se abría ante nosotros: ¿Acaso eso explicaría por qué las vaginas de las mujeres han sido el objetivo al que ha apuntado la violencia un siglo tras otro? No podría afirmar que se trate de una táctica consciente. ¿Pero quizás se estableció tal práctica, subconscientemente a lo largo de los siglos, porque era una táctica eficaz? Es difícil reprimir y controlar a una gran mayoría de la población humana. ¿Y si se hubiera descubierto que este blanco era una herramienta eficiente? Dicho en otras palabras, si los hombres, a lo largo de las generaciones, en las primeras fases de nuestra historia se habían dado cuenta de lo que hoy en día entendemos que es una relación de base biológica entre mujeres sexualmente empoderadas y su mayor grado de felicidad, optimismo y confianza, ¿no debían de haberse dado cuenta también del efecto de una relación, igualmente de base biológica, entre las mujeres sexualmente traumatizadas y su menor capacidad para lograr felicidad, optimismo y confianza?
Cuando se conocen los centros para crisis provocadas por violaciones, y yo los conozco, es difícil no preguntarse si los hombres son monstruos. ¿Por qué las violaciones son una constante en todas las sociedades? ¿Por qué en las guerras siempre hay violaciones masivas de las mujeres del bando enemigo? ¿Por qué son tantos los hombres que violan en el contexto bélico? Algunas feministas, como Kate Millett en Sexual Politics (1970), en cuya opinión la «violación suele ser el resultado del sadismo de los hombres y de su odio hacia las mujeres», y como Susan Brownmiller en Against Our Will: Men, Women and Rape (1975), según la cual la guerra convierte a los hombres en pervertidos para convertirlos a continuación en violadores, tienden a seguir a Freud en su interpretación de la sexualidad individualizada. Estas autoras tienden a psicologizar todas las violaciones, lo cual lleva a la posible y alarmante conclusión de que todos los hombres son sádicos potenciales como individuos. Pero ¿y si hay violaciones que no son personales sino instrumentales y sistémicas?
En 2004 fui a Sierra Leona para informar sobre la violencia sexual generalizada que había formado parte de la brutal guerra civil que desgarró el país. El Comité Internacional de Rescate (CIR) nos condujo, a mí junto con un grupo de periodistas y personas solidarias, a un territorio que hasta hacía poco había estado controlado por los rebeldes; allí nos encontramos con centenares de mujeres que habían sido violadas durante la guerra, y en visitas separadas conocimos a decenas de hombres que habían cometido violaciones durante el conflicto. Este viaje fue lo que me convenció de que la lectura occidental de la violación –la violación deriva de una disfunción, hostilidad o perversión individual– no explicaba la instrumentalización de la violación en el contexto de la guerra.
Mantuvimos contacto con las mujeres en diferentes lugares, entre los que visitamos un centro para refugiados ubicado en medio de un terreno abierto e inhóspito. Este centro albergaba a miles de mujeres que habían sido brutalmente violadas durante el reciente conflicto. Un único árbol proyectaba una pequeña sombra en medio de un patio a cuyo alrededor se levantaban unas estructuras bajas de cemento puro y duro donde se alojaban las mujeres. El lugar era inquietante y triste: hasta donde alcanzaba la vista lo que se veía eran mujeres deambulando despacio y sin rumbo por el recinto, y, salvo un par de trabajadores sociales y los guardas apostados a la entrada del recinto, no se veía a un solo hombre adulto.
Aquellas mujeres mostraban una gran valentía. Repre­sentaron una obra de teatro para nosotros, en la que con diferentes elementos de sus danzas tribales expresaron sus emociones. Una mujer que interpretaba el papel de violador “atacó” a otra mujer. La cruda violencia de la escena nos sobrecogió.
Tras la representación teatral, una doctora nos presentó a varias de las mujeres. Una de las ellas permaneció sentada en un doloroso silencio mientras la doctora nos contaba que la mujer sufría una fístula vaginal como consecuencia de la agresión que había sufrido. «Una fístula vaginal –nos explicó la doctora– es un desgarro o perforación en la pared vaginal que conecta con otro órgano, como la vejiga, el colon o el recto.» Era una lesión muy frecuente en la región. Al no haber en el pueblo de aquella mujer suficientes medicamentos antibióticos para tratarla, la infección de la herida había provocado tal olor que su marido la había repudiado. Ese mismo destino era compartido por muchas de las otras mujeres del campo que también sufrían fístulas vaginales.
En otro de los lugares que visitamos conocimos a una mujer –en realidad una niña, de 15 años– a la que secuestraron en Liberia (durante el conflicto secuestraron a 15.000 niñas adolescentes), la convirtieron en esclava sexual y la violaron repetidamente. Consiguió engañar a su secuestrador y escapar junto con su hija de un año (cuyo padre era el hombre que la había raptado). Después de abrirse camino por la jungla, alimentándose de ñames silvestres, logró cruzar la frontera y llegar a un campo del Comité Internacional de Rescate, donde ahora vivía con relativa seguridad.
Estas mujeres eran diferentes a otras de las que conocimos víctimas de amputaciones o de heridas de bala o de trabajos forzados en las minas de diamantes. Lo que les había sucedido a las mujeres víctimas de una violación había apagado en ellas, con mucha eficiencia, una luz. Estas mujeres, repudiadas por su tribu y por su familia, se desplazaban en grandes grupos caminando por los montículos de tierra polvorienta como si todas fueran juntas a la deriva. A pesar de su valentía individual, lo inconfundible era que les habían arrebatado, en un sentido muy profundo, algunos aspectos de su alma. Ese oscurecimiento de la vitalidad era visible en cual­quiera de aquellas mujeres; pero viendo aquella multitud de mujeres errabundas era algo imposible de ignorar. Se había cometido con ellas algo sistémico, que de alguna manera, y de un modo propio y exclusivo de este trauma, les había debilitado su espíritu de participación, su curiosidad y su voluntad.
La doctora nos contó cómo habían herido a aquellas mujeres. Las habían destrozado por dentro, deliberadamente. Con la punta de las bayonetas, con palos puntiagudos, con botellas rotas, con cuchillos. Decenas de miles de mujeres habían sido heridas exactamente así. La doctora no habló de esas lesiones como si fueran el resultado de actos anormales perpetrados por pervertidos casuales, sino como de un resultado común del conflicto.
¿Por qué miles y miles de soldados, en una situación de conflicto, habían utilizado objetos punzantes para destruir las vaginas de miles y miles de mujeres? A mis ojos, las violaciones con aquellas lesiones nada tenían de sexual, ni siquiera de psicodinámico. Ahora creo, dados mis conocimientos sobre el nervio pélvico y su relación con la confianza, la creatividad y la voluntad de las mujeres, que aquellas decenas de miles de hombres no se estaban “excitando” al herir las estructuras pélvicas internas de aquellas decenas de miles de mujeres.
Década tras década, las mujeres reciben un trato brutal durante los períodos de conflicto en África y en el resto del mundo. En Sierra Leona y en la República Democrática del Congo fueron los mandos militares los que ordenaron estas atrocidades, y los que ordenaron a sus tropas que violaran a las mujeres. Los soldados que fueron entrevistados por los comités internacionales de rescate dijeron que no les quedaba más remedio que obedecer las órdenes… si no querían que los mataran a ellos. ¿Por qué un mando militar tiene que dar una orden como esa en un conflicto armado? ¿Puede ser que los mandos militares den estas órdenes basándose en algo así como una sabiduría popular? Dicho en otras palabras, ¿es posible que esos mandos ordenen a sus tropas que participen en todas esas atrocidades, que dañan el nervio pélvico femenino, porque siglos de experiencia han demostrado que una consecuencia de este tipo de violencia es que las mujeres víctimas de ella son más fáciles de subyugar?
Más adelante entrevisté a otras personas que trabajaban con mujeres a las que habían violado brutalmente durante la guerra. Jimmie Briggs, fundador de Man Up, una organización global en contra de la violación y la violencia (Briggs fue nombrado Hombre GQ del año en 2011 por su trabajo en favor de las mujeres víctimas del trauma de la violación durante la guerra), viaja a menudo a la República Democrática del Congo, que es una de las zonas cero de esta práctica: las Naciones Unidas calculan que en este país han sido violadas 400.000 mujeres durante la reciente guerra civil.79 Briggs ha escrito un libro sobre el tema de las violaciones en períodos de guerra: «Hay algo diferente en las víctimas de una violación –dice–. Hablaré de ello más adelante. He entrevistado a personas que han sufrido traumas igual de graves aunque de otros tipos y no dan lugar a los mismos resultados. Me he dado cuenta de la diferencia de resultados de este tipo de trauma al ver otros tipos de traumas. Verdaderamente es como si en los ojos de esas mujeres se hubiera apagado una luz».80
En otro campo de refugiados muy diferente, en una habitación con paredes de cemento pintadas de un azul verdoso e iluminadas por la luz blanca que penetraba por una ventana sin cristal en lo más alto y en la que, a modo de pizarra improvisada, habían garabateado unas frases en inglés, me presentaron a algunos de los violadores más brutales de Sierra Leona: eran unos muchachos de 12, 13 y 14 años, niños soldados. El CIR los rehabilitaba, formándolos y proporcionándoles un techo seguro. Sus ojos estaban nublados por el dolor; llevaban camisetas raídas; las drogas y el terror habían detenido su crecimiento. Solo eran niños, a los que habían secuestrado y traumatizado, a los que habían forzado a violar a punta de pistola. Evidentemente, esos niños, que después de hablar con nosotros se pusieron a jugar a fútbol en un patio polvoriento, no habían cometido el tipo de a...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Epígrafe
  5. Sumario
  6. Agradecimientos
  7. Introducción
  8. PARTE I: ¿LA VAGINA TIENE UNA CONSCIENCIA?
  9. PARTE II: HISTORIA: CONQUISTA Y CONTROL
  10. PARTE III: ¿QUIÉN DA NOMBRE A LA VAGINA?
  11. PARTE IV: LAS JOYAS DE LA DIOSA
  12. Conclusión: Recuperar a la diosa
  13. Notas
  14. Notas de la traductora
  15. Bibliografía
  16. Imágenes
  17. Contracubierta