La Guerra de los Treinta Años I
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La Guerra de los Treinta Años I

Una tragedia europea (1618-1630)

Peter H. Wilson, Leandro Martínez Peñas

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La Guerra de los Treinta Años I

Una tragedia europea (1618-1630)

Peter H. Wilson, Leandro Martínez Peñas

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La Guerra de los Treinta Años desgarró el corazón de Europa entre 1618 y 1648: una cuarta parte de la población alemana murió entre violencias, hambrunas y pestes, regiones enteras de Europa central fueron devastadas en un incesante recorrer de ejércitos, y muchas tardaron décadas en recuperarse. Todas las grandes potencias europeas del momento estuvieron involucradas en un conflicto que desbordó las líneas marcadas por la fe, con la pugna entre los Habsburgo y los Borbones dirimiendo el comienzo del ocaso de una gran potencia, la España imperial, contestada por la pujante Francia. El libro de Peter Wilson es la primera historia completa de la Guerra de los Treinta Años que se alumbra desde hace más de una generación, en un relato brillante y fascinante, de unos años de acero que definieron después de la Paz de Westfalia el escenario europeo hasta la Revolución francesa. La gran fortaleza de La Guerra de los Treinta Años. Una tragedia europea es que permite aprehender los motivos que empujaron a los diferentes gobernantes a apostar el futuro de sus países con tan catastróficos resultados. Wallenstein, Fernando II, Gustavo Adolfo, Richelieu u Olivares, personajes fascinantes, están aquí presentes, como también lo está la terrible experiencia de los soldados y civiles anónimos, que trataron desesperadamente de mantener vida y dignidad en circunstancias imposibles.La Guerra de los Treinta Años. Una tragedia europease divide, dada su enjundia y su amplitud, en dos partes, la primera dedicada a las conocidas como fases bohemia y danesa del conflicto, hasta 1630; y la segunda, de próxima aparición, que arranca con la irrupción sueca y culmina con la postrera intervención francesa. En esta primera parte conocemos los antecedentes y los orígenes del conflicto, que comienza con la revuelta bohemia y el efímero Rey de Invierno, el elector palatino Federico V, vencido en la Montaña Blanca, frente a Praga, y cuyas tierras en Alemania serán conquistadas por los ejércitos de España y de la Liga Católica alemana. Vencido y exiliado el palatino, la obra de Wilson se adentra en los orígenes de la rivalidad entre Richelieu y Olivares, germen de la ulterior intervención gala, y plasma la fracasada intervención danesa en el norte del Sacro Imperio, sellada con una paz de Lübeck que deja a Fernando II como gran triunfador, para abordar por último la amenaza inminente de una guerra general en el continente, que no tardaría en hacerse realidad.Ganador del Society for Military History Distinguished Book Award 2011

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Información

Año
2020
ISBN
9788412168792
Edición
1
Categoría
Historia

PARTE 1

Orígenes

CAPÍTULO 1

Introducción

TRES HOMBRES Y UNA VENTANA

Poco después de las nueve de la mañana del miércoles 23 de mayo de 1618, Vilém Slavata se encontró colgando de una ventana del castillo de Hradschin (en la actualidad, Hradčany), en Praga. Esta no era una situación en la que el aristócrata, de cuarenta y seis años, se hubiera encontrado antes. Como presidente del Tesoro de Bohemia y juez de la Corte Suprema, era una figura importante en el Gobierno real, con una distinguida carrera al servicio de la dinastía Habsburgo. Gracias a su matrimonio con la heredera Lucia Ottilia Neuhaus-Rosenberg, era, además, uno de los hombres más ricos del reino.
Momentos antes, su también distinguido colega Jaroslav Borita von Martinitz había sido arrojado por la ventana por cinco hombres armados. Las súplicas de Martinitz para que le facilitaran un confesor habían encolerizado a sus asaltantes, que le arrojaron de cabeza por la misma ventana de la que colgaba Slavata, el cual se balanceaba, inestable, sobre un foso, del que le separaba una caída de diecisiete metros. Las airadas voces en la habitación indicaban que no podía esperar ayuda. En ese momento, Slavata sintió el filo cortante del metal de una espada que alguien blandía contra sus dedos. El dolor se hizo descomunal; perdió su asidero y cayó con pesadez, golpeándose la parte posterior de la cabeza contra el alféizar de una de las ventanas inferiores. Cuando Slavata desapareció en el vacío, sus atacantes repararon en su secretario, Philipp Fabricius, que se abrazaba a uno de los miembros menos amenazantes de la banda. Tras ignorar sus ruegos, lo arrojaron por la ventana para que compartiera el mismo destino que su señor.
Ocurrió, sin embargo, algo imprevisto. Mientras que Slavata se había precipitado en el fondo del foso, Martinitz había caído algo más arriba, así que se deslizó hacia abajo para ayudar a su amigo, aunque en el proceso se hirió con su propia espada, que los agresores habían olvidado arrebatarle.
Desde las ventanas sonaron disparos, pero Martinitz logró ayudar al aturdido Slavata a ponerse en pie y escaparon juntos hacia el cercano Palacio Lobkowitz, residencia del canciller de Bohemia, el cual no había estado presente en la reunión, que habían interrumpido de una forma tan abrupta. Enviaron a dos hombres para acabar con ellos, pero la esposa de Von Lobkowicz, Polyxena, cerró con llave la puerta y logró persuadir a los agresores de que se marcharan. Martinitz cruzó la frontera con Baviera al día siguiente, pero las heridas de Slavata le impidieron partir, así que se vio obligado a ocultarse. Al mismo tiempo, Fabricius, que, de una manera más que sorprendente, había aterrizado sano y salvo, corrió a Viena, corazón de la monarquía de los Habsburgo y centro político del Sacro Imperio Romano, para alertar al emperador.1
Este suceso ha pasado a la historia como la Defenestración de Praga, la cual desencadenó la rebelión de Bohemia, aceptada, por lo general, como el inicio de la Guerra de los Treinta Años, que se cobraría ocho millones de vidas y transformaría el mapa político y religioso de Europa. La guerra ocupa un lugar en la historia alemana y checa similar al que las guerras civiles ocupan en Gran Bretaña, España y los Estados Unidos, o las revoluciones en Francia y Rusia: un momento determinante, de trauma nacional que dio forma al modo en el que los países se definían y se situaban en el mundo. La dificultad de las generaciones venideras para comprender la magnitud de la devastación se ha comparado con el problema de la percepción histórica del Holocausto.2 Para la mayoría de los alemanes, la guerra se convirtió en un símbolo de humillación nacional que retrasó el desarrollo político, económico y social y condenó a su país a dos siglos de división interna e impotencia internacional.

INTERPRETACIONES

Esta interpretación se originó tras una derrota muy posterior que revivió el interés en la Guerra de los Treinta Años y transformó la forma en que esta se entendía. Para quienes la vivieron, y también para sus hijos, la guerra conservó la inmediatez de los acontecimientos contemporáneos. Desde el principio, el conflicto despertó gran interés en toda Europa y aceleró la revolución mediática del siglo XVII, que vio el nacimiento del periódico moderno (Vid. Capítulo 10 del Volumen II). El acuerdo final de la Paz de Westfalia fue un best-seller internacional del que se reimprimieron, al menos, treinta ediciones en un año. El interés se disipó de forma gradual, hacia finales del siglo XVII, cuando Europa central se sumió en otros treinta años de guerra, en especial, contra Francia y los turcos otomanos. No obstante, el reciente conflicto pervivió en la memoria, por ejemplo, mediante las conmemoraciones anuales de la Paz de Westfalia, así como a través de algunas publicaciones orientadas a un lector no especializado. Al igual que los actos conmemorativos, estos trabajos mostraban una interpretación muy positiva de las consecuencias de la guerra, que preservaron las libertades de los protestantes alemanes y fortalecieron la constitución imperial.3
Sin embargo, esta visión se ensombreció de forma radical tras la Revolución francesa y el desmembramiento del Sacro Imperio que llevó a cabo Napoleón. El contraataque austroprusiano contra la Francia revolucionaria, en 1792, arrastró a los alemanes a otro ciclo de invasión, derrota, agitación política y devastación. Esas experiencias coincidieron con las nuevas corrientes intelectuales y culturales asociadas al Romanticismo y al movimiento literario Sturm und Drang. Los espeluznantes relatos sobre asesinatos masivos, violaciones y torturas en la Guerra de los Treinta Años tenían un eco actual, y las dramáticas vidas de individuos como el general imperial Wallenstein o el rey de Suecia, Gustavo Adolfo II, adquirieron un nuevo significado al compararlos con Napoleón y otras figuras contemporáneas. Friedrich Schiller, el principal escritor de este movimiento, del Sturm und Drang, encontró una audiencia entusiasta cuando publicó su historia de la guerra, en 1791, seguida por su trilogía Wallenstein, entre 1797 y 1799, que, para los germanos, equivaldría a las obras históricas de Shakespeare.
La reinterpretación romántica de la guerra introdujo tres elementos que todavía están presentes hoy. El primero es la preocupación gótica por la muerte, la decadencia y la destrucción, que suele mostrar a Alemania como víctima indefensa ante una agresión extranjera. Las historias de atrocidades se insertaron en las leyendas y en la narrativa contemporánea, como en Las aventuras de Simplicius Simplicissimus, de Grimmelshausen, redescubierta por los poetas románticos y considerada la primera novela moderna en alemán y rescatada en numerosas ediciones impresas a comienzos del siglo XIX.4
La reaparición de esos relatos en novelas históricas y pinturas, así como en las lecciones de Historia de las escuelas, reforzó la memoria folclórica y las tradiciones familiares no solo en Alemania sino también en otros países afectados por el conflicto. La Guerra de los Treinta Años se convirtió en la referencia con la que comparar todas las guerras posteriores. Los habitantes del este de Francia interpretaron todas las invasiones posteriores en relación a las narraciones sobre los suecos y croatas que devastaron la región en la década de 1630. Los soldados que lucharon en las trincheras a lo largo de la frontera oriental francesa en la Primera Guerra Mundial contaban que los horrores que estaban viviendo no se habían visto desde hacía tres siglos. En una emisión de radio del 4 de mayo de 1945, el arquitecto de Hitler y ministro de Armamento, Albert Speer, anunció que «la destrucción que se le ha causado a Alemania solo se puede comparar con la sufrida en la Guerra de los Treinta Años. No se puede permitir que la aniquilación de nuestro pueblo, debido al hambre y las privaciones, alcance las proporciones de aquella época». Por esa razón, añadía Speer, el sucesor de Hitler, el almirante Dönitz, estaba decidido a continuar luchando. Las encuestas realizadas a los supervivientes en la década de 1960 demostraron que los alemanes consideraban que la Guerra de los Treinta Años era el mayor desastre de la historia de su país, por delante de ambas guerras mundiales, el Holocausto y la peste negra.5
El impacto de la televisión, sin duda, debilitó esta percepción a finales del siglo XX, sobre todo con la difusión de fotografías de las matanzas más recientes. En cualquier caso, incluso en el siglo XXI, los autores alemanes afirman que «nunca antes y tampoco después, ni siquiera durante los horrores de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, la tierra fue tan devastada y la gente tan torturada como entre 1618 y 1648».6
El segundo elemento introducido por la historiografía del siglo XIX fue el halo de tragedia inevitable. Esto se aprecia en el Wallenstein de Schiller, que presenta a su protagonista como un héroe idealista que busca la paz pero está condenado a que lo asesinen sus subordinados más próximos. El sentimiento de imparable descenso hacia el caos fue general en los escritos posteriores a las Guerras Napoleónicas. La temprana y positiva recepción de la Paz de Westfalia parecía inapropiada, dada la disolución del Imperio en 1806. Lejos de fortalecer la constitución imperial, se demostró entonces que, con la guerra, había comenzado su desmoronamiento. Los últimos estudios refuerzan esta impresión, pues desplazan la atención desde los personajes y fracasos constitucionales a la transición, a largo plazo, de la economía europea del feudalismo al capitalismo, lo cual desencadenó la «crisis general del siglo XVII».7 Otros consideran que la crisis es de naturaleza política, ambiental, o una combinación de dos o más factores. Todas las versiones, en cualquier caso, señalan que hubo cambios estructurales subyacentes que agudizaron las tensiones, hasta que estas desembocaron en violentas revueltas y conflictos internacionales que recorrieron Europa después de 1600.8
El desacuerdo sobre la interpretación del impacto de los acontecimientos en el Imperio introdujo el tercer elemento, el cual es probable que fuera el más influyente en la historiografía alemana del siglo XIX. La historia de la Guerra de los Treinta Años se vio envuelta en un debate en torno al desarrollo alemán después de 1815, cuando surgieron dos narrativas enfrentadas, cada una asociada a una visión de futuro para el mundo germánico: la Gran Alemania y la Pequeña Alemania. La primera imaginaba una confederación flexible que incluía tanto la Austria de los Habsburgo como la Prusia de los Hohenzollern y la «tercera Alemania», la de los pequeños Estados, como Baviera, Nassau y Wurtemberg. En cambio, la idea de la Pequeña Alemania excluía a Austria, sobre todo por la complicación que suponía que los Habsburgo incorporaran a sus otros súbditos de Italia y los Balcanes. Esta visión se impuso con la victoria de Prusia sobre Austria, en 1866, y, más tarde, se consolidó con la derrota de Francia en 1870-1871, tras la cual se estableció el II Reich. Ambas concepciones del futuro de Alemania incorporaban claras asociaciones religiosas que se trasladaron a la disputa sobre el pasado del país. La suposición de que la Guerra de los Treinta Años había sido un conflicto religioso parecía tan evidente que no se cuestionó.
Es muy significativo que el conflicto sobre el modelo de estado alemán coincidiera con el nacimiento de la escuela histórica moderna. Entre sus muchas publicaciones, Leopold von Ranke, el fundador de la escuela empírica alemana, escogió a Wallenstein como tema de su única biografía completa. Von Ranke y sus contemporáneos realizaron un esfuerzo ímprobo para estudiar el material de archivo conservado, y muchos de sus escritos aún tienen un gran valor, ya que influyeron en gran medida en cómo los historiadores de otras naciones interpretaban la guerra, si bien cada país adecuaba el conflicto a su propia narrativa. Los historiadores franceses, por lo general, lo contemplaban a través de la mirada de Richelieu y Mazarino, cuyas reputadas políticas sentaron las bases de la era de la «hegemonía francesa» sobre el continente, desde mediados del siglo XVII hasta Napoleón. Los autores españoles, en cambio, asimilaban el tema a la decadencia de la nación, ya que su país parecía haber llegado a su límite después de 1618. Los suizos, holandeses y portugueses asociaban el conflicto con su independencia nacional, en los tres casos respecto de los Habsburgo, mientras que daneses y suecos lo situaban en el contexto de su mutua rivalidad en el Báltico. Las interpretaciones británicas eran próximas al punto de vista alemán, en parte porque la casa Estuardo estaba relacionada con la trascendental decisión del elector del Palatinado de apoyar a los rebeldes bohemios tras la Defenestración. Muchos contemporáneos entendieron las alianzas dinásticas en términos religiosos, como la «Causa Protestante», lo cual tuvo su reflejo en los escritores confesionales del siglo XIX alemán, cuyos trabajos fueron la fuente principal del trabajo de los historiadores británicos.9
La idea de una guerra de religión se ajustaba al marco narrativo de muchos escritos históricos del siglo XIX y de comienzos del XX, que contemplaban los acontecimientos que siguieron a la Reforma como una liberación del yugo católico. Sin embargo, la misma trayectoria también podría presentarse sin ese sesgo confesional como una progresiva secularización y modernización. En una narración reciente, la guerra se transforma en la crisis del desarrollo y la modernización de la civilización europea, un «infierno» que dio como resultado el mundo moderno.10
La historiografía y la ciencia política afirman que los acuerdos de Westfalia iniciaron el sistema por el cual los estados soberanos se convirtieron en el eje de la estructura internacional mundial. Los historiadores militares, por lo general, otorgan a figuras clave, como Gustavo Adolfo, el papel de padre de la guerra moderna. En el ámbito político, se cree que la guerra fomentó una era en la que las monarquías absolutas dominaron la mayor parte del continente hasta la Revolución francesa. Los europeos llevaron sus disputas al Caribe, Brasil, África occidental, Mozambique, Sri Lanka, Indonesia y los océanos Atlántico y Pacífico. La plata con la que se pagó a los soldados de la Europa católica la extrajeron, en espantosas condiciones, los mexicanos, peruanos y bolivianos; a muchos miles de ellos se les podría considerar víctimas de la guerra. Los esclavos africanos que trabajaron en Brasil para los plantadores de azúcar holandeses ayudaron a financiar el conflicto de su república con España, de la misma manera que el dinero obtenido del comercio de grano en el Báltico y de las pesquerías del mar del Norte.
El interés en esta dimensión más amplia ha dominado la bibliografía en inglés sobre la guerra, que presenta los acontecimientos en el Imperio como parte del conflicto, más amplio, de Francia, Suecia, Inglaterra, Holanda y los protestantes alemanes contra la hegemonía de España y los Habsburgo. La guerra en el Imperio estaría vinculada a este conflicto, o se convirtió en parte del mismo cuando Suecia y Francia intervinieron en Alemania en la década de 1630. Aunque uno de los más destacados exponentes de esta corriente descarta la vieja explicación alemana como «corta de miras», esta escuela internacional sobre la guerra sigue muy influenciada por la historiografía del siglo XIX, al presentar el estallido del conflicto como inevitable y su desarrollo como caracterizado por la escalada de violencia y la animosidad religiosa.11

EL CONFLICTO

La Guerra de los Treinta Años constituye un episodio de extrema complejidad. Los problemas para interpretarla derivan de sus intentos por simplificarla, que insisten demasiado en algunas de sus facetas, en detrimento de las demás. Esta obra busca reconectar los diferentes elementos a través de su relación común con la constitución imperial. La guerra en el Imperio se relacionó con otros conflictos pero, pese a ello, siguió teniendo entidad propia. Incluso los observadores externos afirmaban que la lucha que había comenzado con la Revuelta de Bohemia, se prolongó hasta la Paz de Westfalia. Comenzaron hablando de una guerra que duraría cinco o seis años al inicio de la década de 1620 y siguieron haciendo cálculos hasta su conclusión en 1648.12
En cualquier caso, toda Europa se vio afectada por la guerra, y el curso de la historia del continente habría sido muy diferente si esta se hubiera evitado o si hubiera terminado de otra forma. De las grandes potencias, solo se desvinculó Rusia. Polonia y el Imperio otomano ejercieron una influencia significativa, sin involucrarse de forma directa. Los holandeses trataron de mantener su enfrentamiento con España al margen, al tiempo que intentaban influir en los acontecimientos del Imperio con una intervención limitada e indirecta. El compromiso británico fue más sustancial, sin que llegara a ser beligerante en ningún momento. Francia y España intervinieron, pero mantuvieron su participación separada de su propia confrontación, de origen muy diferente y que continuó otros once años después de 1648. Dinamarca y Suecia fueron países beligerantes en toda regla, si bien su intervención tuvo poco que ver con los orígenes de la guerra. De igual forma, otros estados vecinos, como Saboya y Lorena, se vieron arrastradas al conflicto, sin perder de vista sus propias agendas y disputas regionales.
La segunda distinción importante de este conflicto es que no se trataba, en esencia, de una guerra de religión.13 Es cierto que el credo religioso dotó a la guerra de un poderoso elemento identitario, pero también que tenía que competir con las diferencias políticas, sociales, lingüísticas, de género, etc. La mayor parte de los observadores contemporáneos hablaban de tropas imperiales, bávaras, suecas o bohemias, no de las católic...

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