El árbol de la lengua
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El árbol de la lengua

Lola Pons Rodríguez

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El árbol de la lengua

Lola Pons Rodríguez

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¿Utilizamos anglicismos porque suenan más modernos, porque son más concretos o para ocultar realidades incómodas? ¿Suenan bullying, mobbing o minijob más inofensivos que "acoso escolar", "acoso laboral" o "empleo precario"? ¿Cuánto dice el diminutivo que usas sobre el lugar al que perteneces? Si la hache es muda, ¿por qué no es inútil? ¿Cuánto nos enseñan los nombres de los colores sobre nuestros prejuicios lingüísticos? ¿Por qué todos hablamos como mínimo un dialecto?Preguntas como estas se formula e intenta responder Lola Pons en su nuevo libro El árbol de la lengua. La autora defiende que la pureza lingüística es tan peligrosa como la pureza racial, que la palabra tiene la capacidad tanto de prender como de apagar el fuego, que quien engaña con el discurso va a ser capaz de trampear con las cuentas y las leyes y que los escaños son, por etimología, pero, sobre todo, por lo que implica ser político, un asiento para compartir.El árbol de la lengua es un libro delicioso e inteligente dirigido a aquellos que no confunden pedantería con riqueza lingüística, ni imprecisión con llaneza. Aquellos que no se conforman con el cliché de que el cuidado lingüístico sea políticamente conservador y que la creatividad lingüística sea políticamente progresista; y aquellos que entienden, en definitiva, que la lengua que no cambie será la próxima dueña del cementerio."Un libro delicioso sobre las fascinantes aventuras de nuestra lengua. Amenísima y brillante divulgación".Rosa Montero

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Información

Editorial
Arpa
Año
2020
ISBN
9788417623517
Edición
1
Categoría
Filología
Categoría
Lingüística

EL SONIDO DE LOS ÁRBOLES

Las letras, sujetas a los dictados de los sonidos, se van ordenando en palabras con las que se puebla el árbol de la lengua. Entre las letras se esconden signos de la ortografía muy visibles, como los puntos o las interrogaciones, pero también hay extrañas especies más escondidas a la vista, como las manecillas o el rarísimo interrobang. Junto con estas criaturas peregrinas, están las letras que contraen una relación particular con los sonidos: h, que parece ser movida por un sonido invisible; ll, en su particular pelea diaria con y; b y v... Y la lluvia de las tildes, que lo va regando todo.
Esta sección está tan poblada como una selva, pues en ella se recogen diez historias sobre pronunciación y ortografía de la lengua española. Una palabra las reúne y congrega: silencio, un sustantivo que llegó como cultismo al castellano por la vía del silencio monacal. Solo porque hay silencio reconocemos los sonidos.
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Hay una mano en mi ortografía

Dentro de la ortografía del español hay una mano, esta:
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. Propiamente, se llama manecilla y se encuentra en el grupo de «signos auxiliares» que la ortografía de nuestra lengua incluye como elementos de funciones diversas y de carácter accesorio. Si entre los signos de puntuación se encuentran formas tan conocidas como los puntos, las comas o los signos de interrogación, entre los auxiliares hay elementos más desconocidos como la barra vertical (esta: |), cuyo nombre técnico es pleca, el calderón (¶) o el signo de párrafo (§). Son signos menos usados, aunque en determinados escritos o ámbitos profesionales puedan tener un elevado empleo por la función que asumen.
La manecilla reproduce la figura de una mano vista en horizontal y de perfil con su dedo índice extendido, bien a la derecha (
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) o bien a la izquierda (
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). No hay signo en la ortografía más motivado que este, que implica reproducir en los libros el común acto por el que cualquier persona señala con la mano algo que es de su interés o que considera relevante. Este signo de naturaleza antropomórfica que hoy tenemos incorporado a las fuentes de nuestros ordenadores era uno de los más comunes de cuantos poblaban los manuscritos y libros impresos hasta el siglo XVIII. Se utilizaba en los márgenes de los manuscritos occidentales europeos, escritos en latín o en alguna de sus lenguas derivadas, para llamar la atención sobre una frase o fragmento del texto, esa parte a la que el dedo índice de la manecilla inequívocamente señalaba. Teniendo en cuenta que los manuscritos circulaban con la idea de que podrían ser comentados, glosados y anotados por sus posibles lectores, el uso de la manecilla estaba ligado a la propia forma de escribir y de leer en la Edad Media.
Escrita por el copista del manuscrito o por los lectores que disfrutaran de la lectura tras él, la manecilla señalaba siempre de fuera hacia dentro y desde los márgenes, o sea, en esa zona externa a la caja de escritura en la que también se hacían anotaciones explicativas o glosas. En una época en que la lectura activa implicaba un «leer escribiendo», anotar los libros era común, y la manecilla estaba al servicio de esta práctica. Curiosamente, esos mismos libros antiguos contaban con muy escasos signos de puntuación; en cambio, la manecilla, que no es un signo de puntuación sino auxiliar, de lectura, pululaba por los márgenes de las obras. Si el chiste no fuera tan malo, diría que la manecilla iba por los libros de mano en mano.
Las variantes con que aparecía dibujada esta manecilla eran tantas como la capacidad artística de quien estaba copiando o anotando el manuscrito. Había meras manos con dedos, manos con puños, manos con brazos, manos con un cuerpo completo, manos con mangas, manos con espadas y hasta manos con cinco dedos cerrados y un sexto dedo que es el índice que señala. Había también manecillas con dedos larguísimos capaces de agrupar extensos párrafos haciendo la función que hoy cumpliría la llave. Cansado de tanta antropomorfia, hubo algún copista que postergó la mano y directamente dibujó a un pulpo señalando con sus tentáculos...
Al inventarse la imprenta a finales del siglo XV, la manecilla no desapareció. En primer lugar, porque siguieron copiándose muchos libros manuscritos con márgenes donde se alojaban manos, flechas y notas. Y, en segundo lugar, porque la propia manecilla entró en los talleres de la imprenta, dentro del repertorio de letras y signos con que se componían los libros. Las manecillas impresas eran, obviamente, más sobrias y uniformes que las dibujadas, pero cumplían su misma función: los editores las utilizaban para avisar del cambio de una sección o de un asunto relevante, incluso incorporándolas dentro del propio texto y no solo en los márgenes. La prueba de que era un signo muy empleado es que la palabra se utilizaba en la lengua común; a finales del siglo XVII, el literato Vicente Sánchez escribía en su Lyra poética que un personaje de su obra llevaba el dedo en cabestrillo, lastimado por haber usado mal un arma, y que su mano parecía «manecilla de margen de libro».
Aunque hoy hay manecillas en nuestras fuentes de ordenador (como esta
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), apenas se usan. La manecilla entró en declive en siglo XVIII, época en que los márgenes de los libros impresos comenzaron a ser ocupados por fragmentos de texto que resumían contenido o avisaban del título de un capítulo. Hoy la función de la manecilla la cumple más bien la flecha, otra representación icónica, en este caso de un arma arrojadiza, que también está dentro de los signos auxiliares de la ortografía.
Hay sorprendentes herencias y usos de la manecilla en el mundo actual. En el ámbito angloparlante, la manecilla salió de los textos para instalarse en otros soportes: aparecía en los postes de cruces de calles y carreteras (fingerposts), donde indicaba la dirección de un lugar; en algunas zonas de Estados Unidos, se incluye en los sellos que estampan en correos sobre las cartas que van a ser devueltas a su remitente por estar mal franqueadas o erróneamente dirigidas.
Pero la más llamativa herencia de la manecilla es, sin duda, informática. La manecilla fue el signo inspirador de la mano (en este caso señalando hacia arriba) en que se convierte a veces la flecha del puntero, por ejemplo cuando posamos el ratón sobre un hipervínculo o elemento que se puede abrir. Este símbolo aparece en interfaces gráficas de ordenador desde los años ochenta y tiene la gracia de reproducir la posición en que tenemos el dedo índice sobre el ratón cuando pulsamos sobre un elemento; nos muestra que no hay mano nueva bajo el sol.
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¡Es un interrobang!

Hoy no es raro ver frases escritas en español que carecen de signo de apertura al exclamar e interrogar. ¿Es un delito no ponerlo? No, porque las faltas de ortografía no son delitos, pero sí está feo que, seguramente copiando al inglés, la gente escriba «Vamos!» por «¡Vamos!». A veces vamos acelerados y a menudo a la gente se le olvida poner el de apertura y hasta el de cierre, pero es mejor ser cuidadoso y poner ambos. Hay, cierto es, algunos casos en que puede omitirse de forma correcta ese signo de apertura, por ejemplo cuando aparece un signo de cierre solito entre paréntesis para distanciarse con ironía de un enunciado: «Según Cher, su belleza es natural y no producto del quirófano (!)».
El signo de interrogación no era usado en el alfabeto latino original, lo introdujo Alcuino de York en el siglo VIII. Más tardíamente, al menos desde el siglo XIV, comenzó a circular por Europa su mellizo, el signo de exclamación. En ambos casos, el que se usaba era el de cierre y no el de apertura, ya que el de apertura es un invento español del siglo XVIII.
Los signos de apertura se propagan en español a partir de esa centuria. Desde la segunda Ortografía de la RAE (1754) son incluidos como signos propios de nuestro idioma y a partir de esta obra se comenzaron a difundir en los textos escritos, de nuevo con ventaja de la interrogación por encima de la exclamación, que tardó más en arraigarse. Todavía a primeros del XIX había quien solo usaba el de cierre o empleaba interrogaciones en lugar de exclamaciones, y hasta 1884 la definición de interrogación en el diccionario de la Real Academia Española no incluyó la idea de que era un signo doble que «se pone al principio y fin de la palabra o cláusula en que se hace la pregunta».
¿Por qué se inventaron las aperturas? La idea que alimentó la creación académica fue la de evitar ambigüedades. Si hay en la frase una palabra interrogativa o exclamativa (qué, quién, cuánto...), es fácil advertir cuándo has de empezar a entonar como pregunta o como exclamación. Pero si falta esa palabra, solo gracias al signo de apertura (y al contexto, claro) puedes averiguar que la frase «Se ha casado?» es en realidad «¿Se ha casado?».
Este par de signos no se dan en vasco ni en catalán, y en la ortografía gallega se recomiendan solo en caso de ambigüedad. Por eso, igual que la letra ñ, los signos de apertura se presentan como identificadores del alfabeto español, como para la cultura hispánica resulta simbólico El Quijote. Justamente, ambos símbolos hispánicos eran ligados por el filósofo Ortega y Gasset en un precioso pasaje donde se comparaba la apariencia del personaje cervantino con un signo de interrogación que esconde secretos de la identidad española:
De lejos, solo en la abierta llanada manchega, la larga figura de Don Quijote se encorva como un signo de interrogación: y es como un guardián del secreto español, del equívoco de la cultura española.
(JOSÈ ORTEGA Y GASSET, Meditaciones del Quijote, 1914).
Si ya hemos inventado los signos ¿ y ¡, ¿cómo nos va a sorprender que en los años 60 alguien se inventase en Estados Unidos un signo de puntuación relacionado con la interrogación y la admiración? El interrobang fue una mezcla de signo de interrogación y exclamación que inventó el publicista norteamericano Martin Speckter en torno a 1962 para poder puntuar frases como:
«¡¿Pero quién se ha dejado abierto el gas?!».
El interrobang sumaba las funciones de los signos de interrogación y exclamación (este conocido como bang coloquialmente en inglés) y se puso de moda en los años 60 en Estados Unidos. Llegó a ser incluido en algunos modelos de máquinas de escribir Remington y hasta formó parte de una tipografía inventada en esa época, como la Americana. Pero la limitac...

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