1. Mitos sobre la diferencia entre los sexos
Los mamíferos se dividen en machos y hembras, cada uno con sus sistemas de diferencias y formas de comunicación. Como sabe cualquier niño que va al zoológico o que vive en el campo, los gallos cantan y las gallinas no; los leones ostentan grandes melenas y las leonas se parecen más a los tigres. Para alguien con cierta idea de cada especie resulta bastante sencillo, llegado el caso, identificar machos o hembras. Y cuando no hay cuernos o melenas, como en los perros y los gatos, se miran los genitales. Esta información suscita numerosas inferencias. ¿Verdades o mitos? Las dos cosas. Verdades sobre diferencias anatómicas, medias verdades sobre las implicaciones de esas diferencias y las capacidades derivadas. Mitos sobre características psicológicas asociadas a lo que viene de fábrica presuntamente inmanentes a cada comportamiento.
La diferencia entre el mundo animal y el mundo humano, entre aquellos que son encerrados y observados en el zoológico y la especie que inventa y recorre zoológicos, es la base sobre la que se fundan las ciencias sociales y humanas. Hay algo específico de la condición humana, algo que nos separa del mundo animal. Y ese algo incluye nuestra capacidad de escribir y leer libros. Aunque evitaremos discutir esa diferencia, algunas teorías la vinculan con el trabajo, el lenguaje y la capacidad de simbolización.
Nuestro enfoque es sencillo. La biología aporta conocimientos sobre ciertas dimensiones de los seres humanos, pero desconoce otros desarrollos y análisis sobre su medioambiente, sus contextos culturales, sus sueños, sus instituciones, las formas de constitución de la voluntad, de tomar decisiones, la educación, los fantasmas del pasado.
En el extremo opuesto existen corrientes teóricas que, a nuestro juicio, han ido un poco lejos al postular que todo lo humano es un producto social. Tan lejos han ido que la mismísima Judith Butler, la brillante filósofa estadounidense que considera el género como parte de una “performatividad” (una actuación, una fabricación cultural que permite a los individuos crear su propia identidad), señala que eso no significa negar la materialidad del cuerpo. ¿Dónde radica entonces el mito, la tensión o –al menos– el malentendido que buscamos explorar? La dificultad proviene de que los úteros, las mamas y los penes son hechos dados, “naturales”, pero a la vez constituyen soportes de un significado social. Un ejemplo sencillo demuestra las distorsiones que pueden surgir cuando se ignora esta doble faz. Hay culturas en que las mujeres jamás pueden exhibir sus mamas en público y otras –como varias tribus africanas o amazónicas– en que no las cubren: peculiaridades muchas veces adjudicadas a un estadio de la “evolución” o al calor tropical de determinada región del planeta. Ahora bien, cuando las mujeres europeas toman sol sin cubrirse los pechos en las playas del Mediterráneo, se habla de “particularidad cultural”. En realidad, todas son particularidades culturales: el topless, el nudismo o cualquier otra costumbre. Vestirse o desvestirse no es un hecho biológico. De lo contrario no existirían el velo, la elegancia ni el concepto de desnudez.
No discutimos aquí con la biología ni con los biólogos, tampoco con las neurociencias. Muchos saben que practican una disciplina científica que sólo puede explicar una porción de la realidad. Discutimos con la biologización, es decir, con la idea de que la biología explica las características humanas, con la idea de que la piedra basal de la desigualdad entre géneros es designio de la “sabia naturaleza”. La biologización tiene una ventaja en el debate público: parece aportar un conocimiento objetivo. Provee explicaciones de carácter general sobre machos o hembras que los no científicos no pueden verificar ni rebatir. En cambio, las ciencias sociales han demostrado que existen importantes variaciones entre culturas y variaciones en el tiempo dentro de una misma cultura. Eso confirma que la constitución de los seres humanos permite cambios relevantes; entre otros, que las mujeres trabajen fuera de su casa y sean empresarias, presidentas o jefas del hogar. Sólo en algunas sociedades, no en todas. Pero allí donde algo se quebró las mujeres han demostrado que su subordinación era un fenómeno cultural, no biológico. Un fenómeno político, no natural. Y esto nos lleva a discutir la premisa de considerar el cuerpo como algo ajeno al significado que le sobreimprimimos. La experiencia histórica, bien leída, diluye la supuesta complementariedad “natural” entre los géneros y deja entrever que esa noción justificaba su jerarquización y omitía la diversidad de expresiones de género por fuera de la dicotomía.
«Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus»
Las mitomanías explican las diferencias entre varones y mujeres mediante fundamentos biológicos. Las inferencias acerca de cuán distintos somos unos y otras son innumerables. Y ante el primer malentendido que involucra a ambos géneros, de inmediato surgen las generalizaciones y oímos la inefable exclamación: “¡Es que las mujeres/los hombres (tache usted lo que no corresponda) somos totalmente distintas/os!”. Uno de los best sellers de no ficción de los años noventa se titulaba: Los hombres son de Marte, las mujeres son de Venus. Con esta metáfora, su autor, John Gray, prometía una guía práctica para mejorar la comunicación en la pareja (y obtener del otro lo que se desea). Sus explicaciones descansan en una premisa básica: varones y mujeres somos tan diferentes que la incomprensión es inevitable, lo mismo que el constante esfuerzo de traducción para entender qué quiere decir el otro. Gray elabora un diccionario “martevenusiano” con ese fin. Pero no se atreve a señalar ninguno de estos lineamientos como universal ni tampoco como “esencial”. Más bien, advierte que habrá lectores o lectoras que no se identificarán con sus postulados planetarios. No lo dice, pero seguramente sabe que el origen de las diferencias y desigualdades, incluso de los lenguajes y perspectivas que parecen estar en las antípodas, no es biológico.
Si se tratara de una cuestión biológica, el estatus de varones y mujeres no podría modificarse mediante leyes y políticas, como sucede. Los estereotipos parten de una mirada sin términos medios, que piensa los sexos como opuestos y complementarios, como si el símbolo del Yin y el Yang pudiera contenerlos. De este modo construyen explicaciones y naturalizan diferencias y jerarquías. Pero, si bien existen algunas diferencias que, por sí solas, no suponen valoraciones, lo cierto es que muchas derivan en desigualdades y que la frontera entre las diferencias jerárquicas y no jerárquicas se vuelve borrosa.
Tomemos como ejemplo una creencia clásica: las mujeres son más emotivas y los varones más racionales. ¿Esa noción describe al mundo tal cual es? ¿Podemos asegurar que no encierra juicios de valor? En realidad, tiene implicancias. La emotividad de la mujer parece más apta que la racionalidad del varón para desplegarse en el hogar: un epicentro de “calidez” y “amor”. En cambio, el varón –dueño exclusivo del atributo del cálculo– superará a la mujer en los negocios y la política: el frío ámbito de la utilidad. Esta suposición engloba una cadena de responsabilidades (y restricciones) para cada género. Por supuesto, estos estereotipos pueden derrumbarse con contraejemplos de varones emotivos y mujeres racionales. Pero en el ínterin se encadenaron decenas de mitos. ¿Qué hacemos con el que señala que las mujeres están destinadas al cuidado de los hijos y los varones representan la ley? ¿En qué medida es verificable? ¿En qué lugar coloca esta creencia a varones y mujeres? Las ciencias sociales cuestionan esa creencia tradicional, que supone que toda diferencia o jerarquía proviene de la biología.
Si no es la biología, ¿cuál es el factor determinante para las desigualdades entre mujeres y varones? Es la simbolización que cada sociedad hace de la diferencia sexual. La forma en que cada cultura imagina qué es propio de cada sexo, según su papel reproductivo, es la base que sustenta la formulación, justificación y divulgación de cierto tipo de orden social. En otras palabras: el factor principal no es la biología, sino el significado social que le damos.
«Los hombres tienen más fuerza (física e intelectual) y por eso están destinados a ejercer posiciones de poder»
Digámoslo de entrada: las diferencias biológicas existen, pero no explican por qué los niños juegan al fútbol y las niñas con muñecas. Tampoco explican que, por realizar idéntica tarea, las mujeres perciban salarios más bajos que los varones o que en la mayor parte del mundo jamás haya habido una gobernante de sexo femenino. Las desigualdades se explican por motivos culturales antes que por diferencias hormonales. Para demostrarlo, ahí están las mujeres que juegan al fútbol, aunque se vean burladas o estigmatizadas. Juegan, participan en torneos internacionales, traspasan las fronteras del estereotipo, fortalecen sus cuerpos, integran equipos y, seguramente, muchas lo pasan muy bien…
Durante largo tiempo las mujeres no jugaron al tenis. Hoy sí lo hacen. Sin embargo, se organiza un campeonato masculino y otro femenino porque hay diferencias de altura, potencia y fuerza, y es probable que, en un hipotético enfrentamiento, los varones más destacados en el deporte venzan a las mujeres de su categoría. Esa regla se cumple para todos los deportes olímpicos, lo que abonaría el prejuicio de que las diferencias son naturales, no sociales. Sin embargo, en los casos en que una persona trans apela a la justicia para ser incluida en el campeonato del sexo de “llegada”, puede verse hasta qué punto la decisión depende del marco legal en el cual se inscriba la denuncia. Por ejemplo, consideremos a Jessica Millamán, una jugadora trans de hockey, cuya identidad reconocida por ley es femenina y, por tanto, no aceptarla en el equipo obraba como una discriminación y “violencia institucional contra las mujeres”. De modo que, aunque exista un componente biológico, lo social siempre se pone en juego.
El director del torneo de Indian Wells, Raymond Moore, desató una fuerte polémica al criticar el nivel del tenis femenino y considerar que la liga femenina vive “colgada de la falda de los hombres”. Moore, un ex tenista sudafricano de 69 años, destacó que las tenistas “deberían arrodillarse todas las noches y agradecer a Dios la existencia de Roger Federer y Rafael Nadal. Ellos han llevado adelante este deporte”. Serena Williams respondió: “Las mujeres hemos recorrido un largo camino y bajo ninguna circunstancia deberíamos arrodillarnos”. Estalló la polémica y en los comentarios online no faltó quien se deleitara aplaudiendo rabiosamente a Moore y afirmara, con auténtico orgullo, su misoginia.
El problema comienza cuando se asocia densidad muscular con características sociales, económicas, políticas. Cuando se relaciona la fuerza física con la superioridad intelectual. Cuando la genitalidad se traduce en aptitudes diferentes, y el proceso de gestación, en incapacidad para gobernar. Es entonces cuando ingresamos, sin escalas, en el terreno de las mitomanías.
Cuando dejamos de explicar el origen de las desigualdades entre varones y mujeres por la biología y lo hacemos por la sociedad y la cultura, la palabra clave deja de ser sexo y pasa a ser género.
El concepto de género ha contribuido a desnaturalizar las concepciones ideológicas sobre mujeres y varones y, por ende, a deconstruir los mandatos culturales que reproducen y proponen papeles estereotipados para ambos. También nos ayuda a revisar las creencias sobre la supuesta y absoluta objetividad de la biología. Ahora bien: ¿qué relación existe entre la diferencia biológica y la diferencia sociocultural?
Si los papeles sexuales son construcciones culturales, ¿por qué las mujeres suelen estar, incluso hoy, mayoritariamente excluidas del poder público y relegadas al ámbito doméstico? Si pensamos que la biología determina los papeles sexuales, ¿qué posibilidades habría de modificarlos? En realidad, las mujeres no siempre están excluidas del poder público. Aunque podemos afirmar que en nuestras sociedades prevalece el machismo, lo cierto es que hoy las mujeres están más incorporadas a la política que hace cien años. Si las causas fueran biológicas, ese cambio no habría sido posible.
Debemos ser conscientes de la dificultad que entraña analizar y desandar una división entre lo femenino y lo masculino que estuvo inscripta en la vida social y en los modos de pensar durante miles de años, casi desde el origen del ser humano. Suele decirse que con el Homo sapiens se establece una división sexual del trabajo sobre la base de características biológicas. Mientras las mujeres se embarazan, paren y amamantan, los hombres son los principales responsables de procurar los alimentos. Esa actividad hace necesario que, a lo largo de miles de años, desarrollen más fuerza física que las mujeres. Pero en ciertas regiones hay mujeres que desarrollan más altura y contextura física que algunos varones en otras. Porque no estamos hablando de características indiferentes a las exigencias del medioambiente. Incluso el sedentarismo tiene otras exigencias físicas: cuidar los animales, carnearlos, trabajar los campos o ir a la guerra.
Con el surgimiento de las ciudades, asociado a la Revolución Industrial y la tecnificación del proceso productivo, surge el feminismo, que cuestiona la supuesta imposibilidad de modificar esa distinción y esa desigualdad. En países con gran desarrollo urbano, el feminismo alcanzó logros significativos. La cuestión es que ni la capacidad reproductiva ni la fuerza física constituyen las únicas dimensiones que definen la división sexual del trabajo.
Eso no significa que no persistan tendencias muy antiguas sobre esta división. En los países nórdicos la ley dispone que cada pareja distribuya a su criterio las licencias de maternidad-paternidad. Alrededor del 90% lo hace de la manera más convencional: el varón al trabajo, la mujer a la casa. Porque las transformaciones culturales también llevan tiempo. Pero la potencia del cambio es tan fuerte que puede modificar la ley. Se busca compartir los cuidados y que los varones se vinculen más con sus hijos. Todo varón está obligado a tomar una licencia mínima entre pañales, mamaderas y papillas, siestas y cambios de ropa (salidas a la plaza y al pediatra incluidas). Toda una transformación. Y no hay nada en sus genitales ni en su contextura física que les impida hacerlo. Cosa ’e mandinga…
«Es la vagina, estúpido»
¿El hecho biológico de tener vagina genera discriminación? ¿O la manera en que ese hecho es valorado socialmente, o sea, la pertenencia de quienes tienen vagina a un grupo diferente del resto? Esta pregunta fue formulada por la reconocida antropóloga mexicana Marta Lamas y la respuesta es clara: es el significado social que se da a “la vagina” lo que explica la discriminación en cualquiera de sus formas. Si no fuera así, las cosas no podrían cambiar. Y las cosas cambian. Con mayor lentitud de lo que esperábamos, pero con pulso inexorable.
La maternidad tiene un papel relevante en la división de tareas, dice Lamas, pero de ahí no se deriva que las mujeres estén destinadas a cambiar pañales, cocinar, planchar o coser. Es obvio que los varones pueden hacer estas u otras tareas domésticas. Y es obvio también que el peculiar esfuerzo que estas labores implican para ellos se vincula a la historia cultural, no a una limitación biológica. Por eso: no sólo hay varones que cocinan, sino grandes cocineros varones. Por eso: hoy existen espacios unisex para cambiar a los bebés y son cada vez más utilizados por varones. Por supuesto, estamos en una etapa muy específica del cambio cultural, marcada por el término “ayuda”. Muchos varones se ofrecen para “ayudar” a las mujeres en esas tareas, siempre domésticas, que supuestamente están a su cargo. Ayudan con la casa, con los niños, con las compras. Pocos piensan que esas tareas no corresponden por naturaleza a las mujeres, sino a ambos. Algunos los admiramos, porque vemos ahí cierto avance, otros los tildan de inseguros.
Los nuevos productos y tecnologías pueden liberar a la mujer de la necesidad “natural” de amamantar, pero es mucho más difícil que el varón se encargue de dar la mamadera al bebé. Aunque a veces no hay mamá y papá, sino dos mamás o dos papás. Y entonces, los estereotipos se resquebrajan. Ya hablaremos de esto.
El punto de vista de una sociedad sobre las vaginas y los penes puede variar entre jóvenes y ancianos y entre varones y mujeres. De hecho, la oposición entre naturaleza y cultura también es un modo de pensar las divisiones internas de una sociedad. En la Argentina esto se resume en la célebre oposición sarmientina entre civilización y barbarie. El reconocido antropólogo Claude Lévi-Strauss mostró que en todas las culturas existen oposiciones entre lo “salvaje” y lo “doméstico”, entre lo crudo y lo cocido. Eso también sucede con la oposición binaria mujer/hombre. Atribuimos características “femeninas” o “masculinas” a cada sexo y a sus conductas, pero también a los lugares, las comidas y los colores. Pensar nuestro mundo implica apelar a la división de lo masculino y lo femenino; adjudicar esa división a la biología le otorga eficacia y contundencia.
El promedio de estatura de los varones del planeta es mayor que el de las mujeres. Lo mismo sucede con el peso o la fuerza física. Pero esto no es razón válida para que los más fuertes dominen a las más débiles. Esa diferencia no expresa nada acerca de las capacidades intelectuales. Tampoco habilita desigualdades de derechos, de trato, de libertad, de dignidad. Hay diferencias. El problema radica en su jerarquización, en otorgar más valor al pene que a la vagina, a los varones que a las mujeres, a lo masculino que a lo femenino. Resulta desatinado que la mitad de la población con una altura promedio menor, una contextura menos corpulenta ¡y vagina! acceda a trabajos peor remunerados y vea cercenados sus derechos.
Las representaciones culturales, con su enorme catálogo de metáforas violentas y humillantes para aludir a la vagina, han aportado lo suyo a ese sistema discriminatorio. La vagina suele verse como un agujero dispuesto a que cualquier cosa lo penetre, un mero objeto pasivo, un receptor. Pero también puede percibirse de otros modos. Por ejemplo, como el órgano con el mayor potencial de abrazo y dulzura que se haya desarrollado en el ser humano. Que la sutileza de ese ac...