Zonas de guerra
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Zonas de guerra

  1. 366 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Zonas de guerra

Descripción del libro

Profundamente traumatizado por su experiencia en la guerra de Afganistán como soldado de élite, Daniel Schramm regresa a su tierra, en donde vive completamente desorientado. Su matrimonio ha naufragado y su esposa Melanie se ha ido a vivir con su nueva pareja. La vida de Daniel ha tocado fondo. En su entorno comienzan a suceder crímenes terribles y Daniel se convierte en sospechoso para la policía, pero él comienza a investigar por su cuenta para intentar descubrir quién se encuentra detrás de los asesinatos. Se pregunta si no será él el asesino, si una parte de su doble personalidad esquizofrénica ha comenzado a matar en serie y la otra no es capaz de recordar tales actos.

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Información

ISBN del libro electrónico
9788494173950
Prólogo
Provincia de Kunduz (Afganistán)
Piedra a piedra, los tres vehículos de reconocimiento Mowag Eagle iban avanzando poco a poco en dirección al valle. Iban tan despacio que los conductores podrían haberle preguntado a cada una de las piedras que encontraban por la pista cuáles eran sus verdaderas intenciones. No se podían fiar ni del polvo de Afganistán. El país entero estaba sembrado de minas. Daniel sabía que el blindaje del Eagle bastaba ante las cargas explosivas menores, pero también que no sería suficiente si la detonación era más fuerte. En cualquier caso, la mejor manera de protegerse ante las explosiones era evitándolas.
Vistas desde la pista, aquellas montañas que parecían de chicle recordaban a los paisajes idílicos de las maquetas de trenes en miniatura. A Daniel le entraban ganas de meter figuritas de plástico de gente en aquel escenario tan solitario. Nada de ayuda humanitaria ni de misiones militares, simplemente minúsculos personajes de plástico.
Cuando ya se acercaban al pueblo, las pistas de piedras sueltas dejaron paso a caminos de gravilla compactada. Tras una curva muy cerrada, el valle se abrió de forma hospitalaria ante ellos. Un apacible mosaico de campos cultivados. Tranquilo y, por consiguiente, también sospechoso. En ese país, la calma nunca era algo de lo que uno pudiera fiarse. Sin embargo, el lugar tampoco era ideal para una emboscada. Daniel miraba con atención a través de los cristales blindados del Eagle IV. Los ojos le escocían por culpa del sudor.
La temperatura interior superaba con claridad los cuarenta grados. La chaqueta antibalas apenas permitía que circulara el aire debido a las pesadas placas de titanio y a las fibras de kevlar que, supuestamente, eran capaces de aguantar incluso el fuego de las ametralladoras. Daniel no es que estuviera precisamente ansioso por comprobarlo, igual que la mayoría de sus compañeros. Claro que siempre había algún chiflado dispuesto a salvar el mundo él solo. O al menos dispuesto a cargarse a un buen puñado de talibanes. Tipos con ganas de luchar, locos por la guerra. Debía de tener algo que ver con la falta de sexo. Y un poco también con el hecho de haber pasado demasiadas horas jugando al Call Of Duty. Daniel intentaba mantenerse lo más alejado posible de esos tipos tan peligrosos. A la hora de la verdad, en caso de emergencia, solían olvidar todas las medidas tácticas que les habían inculcado durante la instrucción y era una verdadera mierda encontrarse justo al lado de un tipo así.
Ninguno de sus compañeros tenía ansias de muerte. La muerte deja de ser algo romántico en el momento en el que te topas con ella por primera vez, sin director, ni cámaras, ni la iluminación adecuada. Las chaquetas antibalas servían para no pasar a mejor vida o, dicho de otro modo, para volver a nacer en caso de recibir un disparo. Por eso se asumía de buena gana eso de sudar un poco. Lo único que Daniel quería era terminar ese aburridísimo transporte de personas sin tener siquiera la ocasión de convertirse en un héroe, sin necesidad de poner a prueba el equipamiento en condiciones de combate. Y eso, pensó Daniel, que se trata de una misión de seguridad y construcción y no de una acción militar. Pensó en su papel de copiloto activo y pulsó con habilidad experta unas cuantas teclas del ordenador de abordo.
—Quedan aún cuatro kilómetros hasta nuestro destino —dijo Daniel.
—¿Qué hace exactamente el doctor en esas chozas de campesinos? —preguntó Pöhlmann desde el asiento de atrás.
—Beber té —respondió Timo mientras esquivaba un bache—. Aquí te pasas la vida bebiendo té una vez has entrado en contacto con la población autóctona. Y si no te gusta el té, al menos tienes que fingir que te gusta.
—No soporto el té —respondió Kunz.
Una rápida mirada por el retrovisor bastó para ver que, efectivamente, Kunz se había quedado pálido como el papel con sólo pensar en el té. No podía ser por el trayecto o por el vehículo. Durante las patrullas ya habían recorrido pistas tan bacheadas que los ocupantes del vehículo habían corrido el riesgo de partirse la cabeza contra el bastidor interno. Y a diferencia del Dingo, con el que ya había tenido que recorrer las malditas infraestructuras afganas, el Eagle era muy espacioso y llevaba una buena amortiguación. La suspensión del Dingo era tan blanda que te mareabas enseguida.
—Eh —preguntó Daniel—, ¿de verdad no soportas el té?
—Me provoca una especie de alergia. Me mareo y me salen granos por todo el cuerpo.
—¿Te ocurre con todas las clases de té o solo con algunas? —preguntó Pöhlmann.
—Con todos.
Daniel se encogió de hombros.
—Tal vez tenga que ver con alguna experiencia traumática durante la infancia.
—Si no tomas té no tienes nada que hacer en este país —le confirmó Timo una vez más mientras negaba con la cabeza.
—Me dan ganas de vomitar con solo pensar en beber té.
—Entonces deja de pensar en ello antes de que sea demasiado tarde y dejes el Eagle hecho una mierda —comentó Timo con tono cortante antes de prestarle atención a un arriero que estaba en la cuneta.
—No es más que un arriero —dijo Daniel.
—Sí —respondió Timo mientras contemplaba por el retrovisor cómo una nube de polvo se tragaba al nativo y a su bestia de carga.
Daniel había conocido a Timo durante la instrucción que habían realizado juntos. Desde entonces llevaban ya cinco meses en Afganistán y para los dos era ya la segunda vez que los destinaban allí. En Timo se podía confiar, le costaba perder la calma cuando se encontraba bajo presión. Los jóvenes que iban en el asiento de atrás eran nuevos. Sven Kunz siempre se ponía camisetas del Bayern de Munich durante el tiempo libre. Según decía, contribuían al entendimiento entre los pueblos. Alexander Pöhlmann le había contado la semana anterior a Daniel cómo se contaba en el poker justo antes de una partida y, sin embargo, había acabado perdiendo veinte euros. En los asientos delanteros iban los más veteranos y en los de atrás, los novatos. Daniel era algo paternal y le explicó a los otros dos por qué el médico militar bebía té cuando se encontraba con un autóctono.
—El afgano también es médico. Quiere establecer una consulta en su aldea. Es un hombre valiente. De vez en cuando, nuestro médico le trae a su colega medicamentos caducados y material de vendaje vetusto. Es una tarea humanitaria.
—¿Y para eso son necesarios tres vehículos con doce soldados? —preguntó Pöhlmann.
Timo levantó la vista hacia el cielo hasta que sólo quedó visible el blanco de sus globos oculares.
—Esos putos talibanes tienen algo contra las misiones humanitarias —le explicó Timo con tono enervado—. De hecho, contra casi todo. Son de la Jihad.
Daniel se volvió hacia los novatos.
—¿Sabéis lo que es la Jihad?
—¿Es la pregunta del millón? —preguntó Kunz.
—He leído —dijo Pöhlmann— que a los mártires les esperan setenta y dos vírgenes en el paraíso. O sea, setenta y dos para cada uno.
Timo estalló en una carcajada.
—Ve con cuidado, no vayan a cambiarte las creencias. ¡Con esa maldita guerra psicológica tienen las de ganar!
Los dedos de Daniel pasaron rápidamente por el teclado del ordenador de abordo en una operación rutinaria y, sin embargo, no exenta de tensión. Espero sacarme de encima estos nervios cuando esté de vuelta en casa, pensó. No les seguía nadie. Eran el último vehículo del convoy compuesto por tres Eagles. La retaguardia era un objetivo de ataque potencial. De hecho, todos los vehículos eran objetivos potenciales, tan solo dependía de la táctica que utilizaran. Unos disparaban primero a la vanguardia para detener a los convoyes; otros, al último para sembrar el pánico entre los que iban delante y para que cayeran en una emboscada o en una zona minada; o utilizaban un misil para hacer estallar el vehículo del medio y provoc...

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