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Fuego griego, flechas envenenadas y escorpiones
Guerra química y bacteriológica en la Antigüedad
- 312 páginas
- Spanish
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Fuego griego, flechas envenenadas y escorpiones
Guerra química y bacteriológica en la Antigüedad
Descripción del libro
Armas de destrucción masiva, ataques con ántrax, temor ante envenenamientos masivos por parte de grupos terroristas... Aunque el miedo a la guerra bioquímica puede parecer muy moderno, su uso viene ya de antiguo, como explica Adrienne
Mayor en este estimulante y original ensayo, que revela que casi todas las armas biológicas y químicas actuales cuentan con un prototipo antiguo: flechas venenosas, agua, comida y aire envenenados, gérmenes y patógenos, estupefacientes y sustancias hipnóticas, armas zoológicas, elementos incendiarios...
Mayor, autora de éxitos como Mitrídates el Grande o Amazonas. Guerreras del mundo antiguo , continúa en este libro haciendo gala de su particular estilo y su incisiva capacidad investigadora, que la han convertido en una de las historiadoras más rompedoras de la Antigüedad. Con las raíces mitológicas de l a guerra biológica
y química como punto de partida, aborda el tema desde una erudición desenfadada y ágil, que mezcla su conocimiento del mundo clásico con paralelos etnográficos y la vista siempre puesta en la actualidad contemporánea, para plantear también
los dilemas morales que el uso de este tipo de armas sigue suponiendo hoy. Elementos para la reflexión en una obra que nos acerca a los lejanos orígenes de una carrera armamentística que ha llevado a la humanidad a convertirse en la única especie capaz de plantear su propia autodestrucción.
Mayor en este estimulante y original ensayo, que revela que casi todas las armas biológicas y químicas actuales cuentan con un prototipo antiguo: flechas venenosas, agua, comida y aire envenenados, gérmenes y patógenos, estupefacientes y sustancias hipnóticas, armas zoológicas, elementos incendiarios...
Mayor, autora de éxitos como Mitrídates el Grande o Amazonas. Guerreras del mundo antiguo , continúa en este libro haciendo gala de su particular estilo y su incisiva capacidad investigadora, que la han convertido en una de las historiadoras más rompedoras de la Antigüedad. Con las raíces mitológicas de l a guerra biológica
y química como punto de partida, aborda el tema desde una erudición desenfadada y ágil, que mezcla su conocimiento del mundo clásico con paralelos etnográficos y la vista siempre puesta en la actualidad contemporánea, para plantear también
los dilemas morales que el uso de este tipo de armas sigue suponiendo hoy. Elementos para la reflexión en una obra que nos acerca a los lejanos orígenes de una carrera armamentística que ha llevado a la humanidad a convertirse en la única especie capaz de plantear su propia autodestrucción.
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Información
Editorial
Desperta Ferro EdicionesAño
2020ISBN de la versión impresa
9788494826535ISBN del libro electrónico
97884121687781

HÉRCULES Y LA HIDRA
La invención de las armas biológicas
La fuerza de aquel mal se inflamó,
y liberada por las llamas se difundió
y propagó por todos los miembros de Hércules […].
La sangre misma, como a veces
una lámina de metal candente
sumergida en agua fría,
silba y hierve con el veneno abrasador […].
Un fuego voraz circula
por lo más hondo de mis pulmones
y devora todos mis miembros.
y liberada por las llamas se difundió
y propagó por todos los miembros de Hércules […].
La sangre misma, como a veces
una lámina de metal candente
sumergida en agua fría,
silba y hierve con el veneno abrasador […].
Un fuego voraz circula
por lo más hondo de mis pulmones
y devora todos mis miembros.
Ovidio, Metamorfosis 9.161-202
Fue nada menos que Hércules, el héroe más grande de la mitología griega, quien inventó la primera arma biológica de la que tenemos constancia a través de la literatura occidental. Cuando decidió untar sus flechas en veneno de serpiente dio el pistoletazo de salida no solo a la guerra biológica en sí misma, sino también a todas sus inesperadas consecuencias. Y es que las raíces más profundas del concepto de «armas biológicas» pueden retrotraerse muy atrás en el tiempo, hasta antes incluso de que los mitos griegos fueran sistematizados por escrito por Homero en el siglo VIII a. C. El veneno y las flechas estaban íntimamente interrelacionados en el propio léxico heleno. Así, la palabra empleada para «veneno» en el griego antiguo, toxicon, deriva de toxon, «flecha», mientras que en latín la voz para «veneno», toxica, se generó, al parecer, a partir de taxus, «tejo», pues las primeras flechas envenenadas se embadurnaban con el letal zumo de las bayas de dicho árbol. En la Antigüedad, entonces, decir de una sustancia que era «tóxica» significaba, literalmente, afirmar que era «algo para el arco y las flechas».
Dioscórides, el gran médico griego del siglo I d. C., fue el primero en llamar la atención sobre la relación entre las palabras griegas «tóxico» y «flecha», aunque lo hizo insistiendo en que solo los bárbaros, y en ningún caso los griegos, recurrían a los proyectiles envenenados. Su aseveración fue aceptada en la Antigüedad de manera general y aún ejerce una fuerte influencia sobre la opinión pública moderna, como se desprende por ejemplo de las recientes declaraciones sobre las flechas envenenadas pronunciadas por Guido Majno, historiador de la medicina y especialista en las heridas de guerra en el mundo antiguo: «Este tipo de villanías nunca se dan en los relatos sobre Troya».1
Desde la Antigüedad, las leyendas griegas sobre los grandes héroes y la Guerra de Troya fueron referidas una y otra vez debido a sus emocionantes batallas y a sus heroicas muertes, con la era de los mitos como telón de fondo. A buen seguro, las armas típicas de la Edad del Bronce que vemos ensalzadas en la mitología (el arco y las flechas, la jabalina, la lanza, la espada y el hacha) eran capaces de desatar en el campo de batalla suficiente caos y muertes violentas como para satisfacer incluso a la audiencia más sedienta de sangre. En la actualidad, la mayoría de los autores asume que la misma idea de envenenar esas armas constituía una noción bárbara aborrecida por los antiguos griegos. Las audiencias modernas dan por sentado que los héroes como Hércules y los guerreros que combatieron ante Troya se ceñían al modo más noble y justo de lucha, el combate cuerpo a cuerpo. Esto es, sembraban la destrucción, pero manteniendo un comportamiento honorable.
Pero eso no sucedió siempre. Si estudiamos los mitos más en profundidad, descubriremos datos significativos sobre otras formas de combate menos nobles, o incluso abiertamente antiheroicas, también presentes entre las raíces de la cultura occidental. Los conflictos míticos están repletos de traiciones de todo tipo y algunos de los adalides más gloriosos de la mitología clásica esgrimieron en uno u otro momento flechas y lanzas envenenadas en secreto. Estas estrategias moralmente equívocas ordenadas para la eliminación de los adversarios se han visto por lo general oscurecidas ante los extraordinarios personajes que las pusieron en práctica y sus emocionantes aventuras. Pero, en cuanto echamos una ojeada por los rincones más oscuros que se esconden bajo la alfombra de la mitología, el rastro de las argucias más infames y el sufrimiento más atroz provocado por las armas envenenadas comienza a emerger.
En este sentido, dos famosos mitos helenos, la historia de Hércules y la Hidra y la famosa Guerra de Troya, nos proporcionarán una información crucial sobre los orígenes de las armas biológicas y las reacciones que su empleo suscitó en la Antigüedad.
Hércules, el superhéroe de los mitos griegos, labró su reputación al superar sus célebres doce trabajos. En el primero de ellos, dio muerte al temible León de Nemea, cuya piel revistió antes de emprender su segunda tarea. En ella, su misión pasaba por destruir a un monstruo aún más sobrecogedor, una serpiente acuática que acechaba en las ciénagas de Lerna y que aterrorizaba a los habitantes de la Grecia meridional. Se decía que la Hidra tenía nueve, diez, quince o incluso un centenar de cabezas y, lo que es peor, que su testa central era inmortal.
Una vez sobre el terreno, Hércules obligó a la Hidra a emerger de su guarida disparándole flechas recubiertas de brea (la pegajosa savia de los pinos de la zona) en llamas. Acto seguido, el poderoso héroe aferró a la serpiente gigante con sus manos desnudas, pensando por error que la podría estrangular al igual que había hecho con el León de Nemea. Hércules era fuerte, pero no era rival para la Hidra, que enroscó su gigantesco cuerpo en torno a las piernas del guerrero y aprestó sus múltiples cabezas para el ataque. Hércules se defendió golpeando las horribles cabezas de serpiente con su clava, pero, cuando ello se probó inútil, desenvainó su espada para cortarlas.
No obstante, la característica más diabólica de la Hidra era que «prosperaba a partir de sus heridas», en palabras del poeta romano Ovidio. Cada vez que Hércules cortaba una cabeza, dos más se regeneraban al instante. A no tardar, el monstruo era un maremágnum de cabezas y colmillos que supuraban veneno. ¿Qué hacer ante aquello? Las armas habituales de Hércules (sus manos, su clava, su espada y sus flechas) resultaban inservibles, de modo que recurrió al fuego. Tomando una antorcha encendida, fue cauterizando las heridas cada vez que decapitaba una cabeza y evitaba así que brotaran nuevos apéndices. Pero la cabeza central era inmortal. Cuando Hércules la seccionó, se apresuró a enterrarla viva bajo tierra y colocó una gran roca sobre el lugar. Los antiguos griegos y romanos solían señalar un peñasco colosal que se alzaba sobre el camino de Lerna para identificarlo con el lugar en el que Hércules había sepultado viva la cabeza central de la Hidra.
Pero Hércules, no lo olvidemos, era un cazador y, como tal, gustaba de quedarse con trofeos de sus presas. Ya vimos que en su momento se confeccionó su famosa capa a partir de la piel del León de Nemea. Pues bien, tras acabar con la Hidra, el héroe abrió su cuerpo en canal y untó sus flechas con la ponzoña de la monstruosa serpiente. Desde entonces, Hércules dispuso en su gigantesco carcaj de un suministro aparentemente inagotable de flechas letales bañadas en el veneno de la Hidra.2

Figura 2: Hércules y la Hidra. Hércules (izquierda) decapita las cabezas del monstruo, mientras su compañero (derecha) cauteriza los cuellos con una antorcha. A continuación, Hércules untará sus flechas con el veneno de la Hidra. Mientras tanto, Atenea, la diosa griega de la guerra (más a la derecha) sostiene las armas convencionales del guerrero hoplita, de las que, en este caso, Hércules se había desembarazado. Crátera, ca. 525 a. C., del pintor de Cleofrades. The J. Paul Getty Museum.
Al poner a macerar sus flechas en las toxinas del monstruo, Hércules, en todo caso, creó lo que se podría considerar la primera arma biológica. La inspiración para ello derivó de manera natural de su idea previa de potenciar la eficacia de sus flechas untándolas en resina de pino para generar llamas y humos nocivos, labor que, en esencia, dio lugar ya de por sí a un arma química. Pero, a continuación, Hércules se apropió de la defensa natural de la Hidra, su mortal ponzoña, para reforzar sus propias armas. Dado que los mitos a menudo cristalizan a partir de un núcleo de realidades históricas y científicas, este antiguo relato sobre la Hidra y las flechas envenenadas sugiere que los primeros proyectiles untados en sustancias tóxicas o combustibles aparecieron en fechas muy tempranas de la historia griega. Es más, las descripciones de las lesiones provocadas por el veneno que encontramos en los mitos de Hércules (y también, por cierto, en los enmarcados en la Guerra de Troya) retratan con precisión los efectos reales del veneno de serpiente y de otras toxinas que sabemos se empleaban en las flechas. En los relatos históricos que nos han llegado sobre el uso antiguo de proyectiles envenenados, los arqueros pergeñaban efectivos venenos a partir de toda una variedad de ingredientes perniciosos, que incluía la propia ponzoña de víbora. No en vano, los escitas, los jinetes nómadas de las estepas temidos por sus flechas untadas en veneno de serpiente, tenían a Hércules por el fundador de su cultura.
La tradición mítica que se fue desarrollando en torno a la invención hercúlea de las flechas envenenadas con ponzoña de serpiente revela las sensibilidades encontradas que los griegos exhibían hacia las armas diseñadas para administrar venenos ocultos. Los primeros mitos sobre guerreros que abatían a sus enemigos con armas tóxicas denotaban un profundo recelo hacia este tipo de prácticas. Muchos personajes mitológicos sucumbieron a causa de las flechas de Hércules, pero, casi desde el mismo momento de su creación, estas armas venenosas desataron todo un rosario interminable de tragedias para el propio Hércules y los demás griegos (por no mencionar a los enemigos de los griegos, los troyanos). De hecho, cuando Hércules empleó por primera vez sus recientemente descubiertas armas biológicas, no pudo evitar herir a sus propios camaradas y a algunos espectadores inocentes.
Entre estas primeras víctimas se contaron algunos de sus mejores amigos. De camino hacia otro de sus trabajos, la caza de un gigantesco jabalí, el héroe asistió a una fiesta auspiciada por su amigo centauro, el medio-hombre y medio-caballo Folo. Pero cuando Folo abrió una jarra de vino, toda una caterva de sus violentos congéneres invadió el convite. Hércules se levantó de un salto para repelerlos y, en la consiguiente trifulca, muchos centauros cayeron bajo sus flechas envenenadas mientras Hércules les perseguía por los campos. La banda de semihombres fugitivos se refugió entonces en la cueva de Quirón, el pacífico centauro que había enseñado a la raza humana el arte de la medicina, que se contaba entre los viejos amigos de Hércules.
Este último disparó entonces una andanada de flechas emponzoñadas con veneno de la Hidra sobre los centauros, parapetados en torno a Quirón. Por desgracia, una de ellas fue a clavarse en la rodilla del viejo médico. El héroe corrió hacia su amigo, profundamente consternado. Extrajo el astil de su pierna y se apresuró a aplicarle un emplasto especial, según las directrices que le iba dando el propio Quirón. Pero, en este episodio, los mitógrafos expresan hasta qué punto podía resultar terrible una herida provocada por una flecha envenenada: el dolor se hizo tan horrendo que la víctima pronto estuvo dispuesta a vender su alma eterna a cambio de una muerte rápida. Según el mito Quirón era inmortal, pero su agonía fue tan insoportable que rogó a los dioses que le privaran de ese don y le permitieran sucumbir de una vez.

Figura 3: Hércules dispara al centauro Neso con una flecha untada en veneno de la Hidra mientras este último intenta secuestrar a Deyanira. La sangre envenenada del centauro fue la que, en última instancia, destruyó al propio Hércules.
El ruego de Quirón obtuvo respuesta cuando Prometeo se ofreció voluntario para asumir en su persona la vida eterna de Quirón. El centauro fue entonces dispensado de una eternidad de dolor y expiró. Sin embargo Prometeo estaba destinado a arrepentirse de su ofrecimiento. Cuando tiempo después les robó el fuego a los dioses para cedérselo a los mortales, su castigo resultó horrible en particular debido precisamente a que no podía morir. En efecto, como resultaba bien conocido por todos los griegos, Zeus envió a un buitre para que, cada día, durante el resto de la eternidad, torturara con sus picotazos al inmortal Prometeo.
Mientras Hércules atendía las graves heridas de Quirón, su otro amigo centauro, Folo, se convertía en una nueva víctima accidental de sus flechas. En efecto, Folo extrajo un proyectil del cadáver de uno de sus congéneres y se preguntó cómo un artefacto tan pequeño había podido abatir a una criatura tan poderosa, pero mientras examinaba el objeto este se le deslizó de entre las manos y cayó sobre uno de sus pies. Quedó herido de muerte y Hércules, transido de dolor, hubo de enterrar también a esta segunda víctima de los «daños colaterales» de sus flechas.
El peligro de las heridas autoinfligidas y demás accidentes relacionados con los proyectiles envenenados era ineludible, pues hasta el más mínimo rasguño podía resultar devastador. Por ello, los incidentes legendarios provocados por el «fuego amigo», como las trágicas muertes de Quirón y Folo, se convirtieron en un tema privilegiado para los pintores y escultores grecorromanos. De hecho, otra víctima inocente fue el propio hijo de Hércules, Télefo: al parecer, durante los preparativos de la Guerra de Troya, el joven tropezó con una parra y se cayó sobre la lanza de Aquiles, el gran guerrero heleno, cuya punta le perforó el muslo y le provocó una herida supurante incurable. Las características de esta lesión sugieren que Aquiles había embadurnado la punta de su lanza con algún tipo de veneno. Pero los hados quisieron que también fuera una flecha envenenada la que, como veremos, abatiera a Aquiles ante las puertas de Troya.3
Pero el giro más irónico del destino atañó al propio Hércules, que terminó pereciendo a causa del veneno de la Hidra que años antes había aplicado a sus propias flechas. Según la leyenda, un astuto centauro llamado Neso burló a Hércules y secuestró a su esposa, Deyanira. Furioso, Hércules disparó a Neso por la espalda una flecha envenenada que le atravesó el corazón. Tal y como pone...
Índice
- Cubierta
- Título
- Créditos
- Índice
- Agradecimientos
- Prefacio a la edición de 2009
- Cronología histórica
- Mapas
- Introducción: la guerra más allá de las reglas
- 1 Hércules Y La Hidra. La Invención De Las Armas Biológicas
- 2 Alejandro Magno Y Las Flechas Del Destino
- 3 Aguas Envenenadas, Vapores Mortíferos
- 4 El Arca De La Peste Del Templo De Babilonia
- 5 Dulce Sabotaje
- 6 Aliados Animales Y Bombas De Escorpiones
- 7 El Fuego Del Infierno
- Epílogo
- Bibliografía