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La mujer, objeto de estudio
«¿Hay algún problema?
¿Cuál es?
¿Acaso hay mujeres? (…)
¿Qué es una mujer?»
«Se trata de saber lo que la humanidad
ha hecho con la hembra humana»
Simone de Beauvoir, El segundo sexo (2018b [1949]: 45; 91)
Mujer mujer
Comencemos por una afirmación sencilla. El segundo sexo es un libro sobre la mujer. «He dudado mucho antes de escribir un libro sobre la mujer», sentencia De Beauvoir en el inicio de la Introducción a su obra. No es mucho más complicado deducir que, si se quiere estudiar en profundidad a la mujer, una pregunta guiará nuestro afán: «¿qué es una mujer?» (2018b: 45). Bien, la especie humana, como muchas de las formas de vida1, está dividida en dos: «la separación de los individuos en machos y hembras se presenta, pues, como un hecho irreductible» (2018b: 65). Y no lo es menos que la mujer es la hembra de la especie humana.
Bien, hemos establecido una primera base: nuestro objeto de estudio es la mujer, la mitad de la especie humana. Analicemos ahora, con la guía que De Beauvoir nos ofrece, cuál es su característica esencial. No será difícil de deducir para una lectora perspicaz: la característica que define a la mujer es su situación de subordinación al varón. Y, a diferencia de otros grupos oprimidos, las mujeres no han conocido un momento histórico en que esto no haya sido así: entre los sexos nunca se ha planteado una situación de reciprocidad (2018b: 49). Y esto para la autora francesa es una nota distintiva. Pensemos en la opresión del proletariado por parte de los dueños de los medios de producción. Podemos fechar el inicio de la Revolución Industrial, sus hitos y su consolidación. Podemos rastrear el paulatino proceso de pérdida de derechos y el menoscabo de las condiciones de vida de trabajadores y trabajadoras. Y ello porque podemos marcar un momento previo a la situación de opresión padecida. No sucede así en el caso de las mujeres. Para ellas, no hay un antes de la situación de desigualdad: hay un siempre (2018b: 50-51). La opresión de las mujeres es un hecho originario2. Así lo expresa la autora:
«La mujer siempre ha sido, si no la esclava del hombre, al menos su vasalla: los dos sexos nunca han compartido el mundo en pie de igualdad; incluso en nuestros días (…) la mujer sufre grandes desventajas» (2018b: 52).
Ahora bien (es hora de complicarlo un poco), no todas las hembras de la especie son consideradas mujeres (2018b: 45) ni todas las mujeres reaccionan igual ante esta situación de opresión. Gran parte del análisis de El segundo sexo se dedica a lo que nuestra autora denomina la mujer mujer, la mujer que representa un ideal de feminidad basado en la frivolidad, la puerilidad y la irresponsabilidad (2018: 55). Y continúa: «ser femenina es mostrarse impotente fútil, pasiva, dócil» (2018b: 406).
Es un tipo de mujer sumisa que recibe los «elogios interesados» del sistema (2018b: 58):
«quiere ser elegante, buena ama de casa, madre abnegada como suelen ser las esposas. Es una tarea que pronto le resulta abrumadora (…) [pero] no quiere renunciar en modo alguno a su destino de mujer» (2018b: 792).
Es un modelo de mujer al que en el libro se nombra como «mujer mujer» (2018: por ejemplo, 55), «mujer súbdita» (2018b: por ejemplo, 779) o «mujer vasalla»: su vida se caracteriza por una profunda frustración que se encara resignadamente (2018b: 785). Es una mujer, dirá De Beauvoir, bloqueada en su capacidad de hacer, lo que compensa con su afán de ser: ser buena madre, ser buena esposa, ser buena anfitriona3, ser una belleza (2018b: 428; 779). Este es el modelo de hembra de la especie que será considerada una mujer mujer. Es decir, será aquella que participe de una «realidad misteriosa y amenazada»: la feminidad o el eterno femenino (2018b: 45).
La gran mayoría de los hombres dicen no percibir la situación de inferioridad que la mujer padece: no, «están demasiado imbuidos del ideal democrático», dirá nuestra irónica autora (2018b: 57).
Y prosigue:
«así es como muchos hombres afirman casi de buena fe que las mujeres son iguales al hombre, que no tienen nada que reivindicar y, al mismo tiempo, que las mujeres nunca podrán ser iguales al hombre y que sus reivindicaciones son vanas» (2018b: 57)4.
De Beauvoir no solo analiza la opresión que las mujeres siempre han soportado sino también los intereses masculinos en perpetuarla. Pero, de nuevo, nuestra autora redirige el foco hacia ellas. Y (les) lanza una pregunta que impregna el carácter del libro que estamos estudiando: «¿por qué las mujeres no cuestionan la soberanía masculina? (…) «¿de dónde viene esta sumisión?» (2018b: 50). Posiblemente, estas preguntas generen una cierta incomodidad en la lectora. ¿Está proponiendo quizá De Beauvoir que las mujeres tienen una cierta responsabilidad (¿culpa?) en la situación que están padeciendo? ¿Está situando sobre el colectivo oprimido la tarea de revertir la desigualdad que sufre? Comprendamos la lógica de nuestra autora en el libro: las mujeres siempre han soportado la opresión de los hombres, es necesario explicar por qué. Por qué la han tolerado. Por qué se ha sostenido (con variaciones) esta situación en el tiempo.
De Beauvoir expone en su obra, al menos, estas tres respuestas:
I. A las mujeres se les ha negado el derecho a la ira, es decir, a la acción
De acuerdo al desarrollo que nuestra autora propone, la mujer «se debate en su jaula en lugar de tratar de salir» (2008b: 426). En otras palabras, tiende a renunciar a toda acción contundente para cambiar su situación, llevando a cabo únicamente actuaciones de «agitación simbólica», «protesta simbólica» o «desenfreno simbólico» (2018b: 51; 425; 705, respectivamente). Son actos más «espectaculares que eficaces» (2018b: 425): una explosión de rabia momentánea, puntual, que no altera la situación generalizada de sumisión o humillación que soporta. Por ejemplo, «en una velada irritante, rompe vasos, cristales, jarrones» (2018b: 425). ¿Qué consigue con ello? Tan solo recoger los añicos acto seguido5. Su situación no ha variado, simplemente se contenta con «manifestar su rebeldía en el seno del mundo establecido» (2018b: 427). En El segundo sexo aparece en varios momentos la idea de que una de las características fundamentales de la feminidad es el mantenimiento de la armonía (en el hogar, en la familia, en la comunidad) (por ejemplo, 2018b: 715). Y, por ello, la mujer renuncia a la articulación de su ira para la transformación de su mundo. La tarea de la mujer es conservar, no alterar (y solo alterarse íntimamente). Su enfado asume pues la forma de una «rebeldía impotente» (2018b: 705), en la que solo se permiten gestos más o menos invisibles para quienes la rodean y que le proporcionan solo un alivio momentáneo. La perfección de su papel implica «inmovilidad» (2018b: 715), al menos por su parte. Ella no es quien está habilitada para romper la baraja. No es lo que se espera de ella. Ella es la mujer mujer.
Monique, esposa de Maurice, es también una mujer mujer6. Una mujer que siempre ha estado a disposición de quien la necesitara (2015: 142). De su marido, por supuesto. También de sus dos hijas: Colette y Lucienne. Monique pertenece a la legión silenciosa de mujeres que mantienen la armonía:
«Cuando una ha vivido tanto para los demás, es un poco difícil reconvertirse, vivir para una misma (…) al dar gusto a los otros te das gusto a ti» (2015: 162).
Monique, lo habrá adivinado la lectora, conjuga el verbo reprimir. Reprime su cólera, sus impulsos, su voz. La tarea de Monique es pasar inadvertida. Pero, ¡qué duro es «guardar las apariencias de la serenidad»! (2015: 166):
«Me inquieto por un gesto, por un bostezo. Y, para no ser inoportuna —o ridícula—, debo callar mis aprensiones, reprimir mis impulsos» (2015: 171).
No hay que olvidar, no obstante, que el segundo plano permite observar. Y cuando eres en la medida en que te das a los demás y en que puedes cuidar de la armonía común, son muchos los hallazgos. Por ejemplo, la manera en que Maurice se encoleriza. Los gestos, los detalles, que revelan en su rostro una profunda furia. Ella los conoce. Los ha soportado. Conoce a la perfección cómo los músculos de su cara se entumecen por la ira (2015: 171). Es una emoción que a él sí le está permitida. Y, aun más importante, es una emoción que él sí transforma en acciones inmediatas y significativas.
La mujer mujer, en cambio, soporta, acepta, se resigna, es paciente; De Beauvoir nos muestra las palabras que rigen su estar en el mundo: «es la vida, no se puede hacer nada» (2018b: 699). Ella no está habilitada para transformar el mundo, por eso, la expresión de su cólera, en los raros momentos en los que ocurre, funciona simplemente como un puñetazo al aire: no tiene consecuencias reales. Su vida transcurre a la espera de que su destino ocurra, solo para descubrir la frustración y violencias que se derivan de que su destino ocurra.
II. Ciertamente, las mujeres no actúan: las mujeres esperan
Veinticuatro años después de la publicación de El segundo sexo, apareció la segunda novela de la escritora Toni Morrison (1931-2019), titulada Sula. En ella, la niña Nel cultiva íntimas ensoñaciones:
«Cuando Nel, que era hija única, se sentaba en la escalera del porche trasero envuelta en el gigantesco silencio de la increíblemente ordenada casa de su madre, con la pulcritud apuntándole a la espalda, se concentraba en los álamos y se entregaba con facilidad a una visión de ella misma tendida en un lecho de flores, enredada en la maraña de sus propios cabellos, mientras aguardaba la llegada de un príncipe valiente. Él se aproximaba sin acabar de llegar jamás» (2011: 72)7.
En cierta manera, la niña Nel y todas las niñas a las que se ha educado en esta suerte de «ética de la espera» (particularmente de la espera del amor romántico) habitan El segundo sexo. Regresemos a las palabras de De Beauvoir:
«La niña (…) todo la invita a abandonarse en sueños en los brazos de los hombres para ser transportada a un cielo de gloria. Aprende que para ser feliz, hay que ser amada; para ser amada, tiene que esperar el amor» (2018b: 363).
No obstante, la espera como marco de (no) comportamiento no rige la vida únicamente de la niña: los «sueños de paciencia y esperanza» acompañarán en la vida adulta a la mujer mujer. La mujer espera la llegada real del amante, espera el día de su boda, espera a su marido en casa, espera a su criatura durante el embarazo, espera a que se haga la comida, espera (soporta) los impulsos sexuales de su marido, espera la llegada de la menopausia8. De acuerdo a la tesis que plantea De Beauvoir la mujer asume que pertenece a un mundo en el que nada puede cambiar y, por tanto, cultiva una «tierna docilidad» (2018b: 431), aprendiendo a aceptar, a resistir, a afrontar lo que ocurre. La mujer es paciente y articula magistralmente, dirá nuestra autora, los mejores ejercicios de «resistencia pasiva» (2018b: 699). La mujer es estoica, porque sabe que habita un mundo en cuyas reglas ella no ha participado, un hábitat impuesto. En definitiva, un mundo masculino en el que a ella le toca habitar una habitación angosta:
«La esfera a la que [la mujer] pertenece está cerrada por todas partes, limitada, dominada por el universo masculino: por muy alto que se encarame, por muy lejos que se aventure, siempre habrá un techo encima de su cabeza, unos muros que le cerrarán el camino» (2018b: 369).
La mujer acepta en la sociedad su lugar, un lugar «preparado de antemano» (2018b: 402) y que tampoco se esfuerza mucho en desenmarañar: la resolución de los misterios del mundo que le han hecho habitar está fuera de su alcance (2018b: 697). En ocasiones, puede pretender construir un «contrauniverso», pero eso siempre va a suceder dentro del universo de valores masculino (2018b: 640; 695). El rechazo del mundo masculino tiene lugar desde o en el seno del mundo masculino. Es un contrauniverso en constante alerta de ser aplastado.
Como veremos más adelante en este mismo capítulo, en El segundo sexo De Beauvoir desarrolló con vehemencia una idea fuerza: el principal problema de la mujer mujer es que su vida se basa en una sostenida renuncia a su libertad. Sin rodeos, la autora señala que este modelo de mujer se acomoda en su situación de sujeción y, con ello, reproduce el sistema que le niega el estatus de sujeto soberano:
«rechazar la complicidad con el hombre sería para ellas renunciar a todas las ventajas que les puede procurar la alianza con la casta superior. El hombre soberano protegerá materialmente a la mujer súbdita y se encargará de justificar su existencia» (2018b: 52).
Es decir, la mujer rechaza hacer uso de su libertad y, con ello, evita tomar decisiones, construir su propio destino; se asegura una cierta comodidad sin voz en vez de declararse ella misma «sujeto soberano». Y ello, con una única excepción: la «mujer mayor», aquella mujer que pertenece a un «tercer sexo», pues sin haber tornado su cuerpo masculino, tampoco es enteramente lo que se espera de una hembra (2018b: 87). Y ahí se halla la clave de un nuevo equilibro. La mujer mayor es aquella que ha dejado atrás la edad fértil (y las molestias de la menopausia) y, con ello, el miedo al embarazo o las «servidumbres de la menstruación» (2018b: 399 y ss.). Aquella que ya no se deja intimidar por su marido ni por las modas ni por las opiniones ajenas. Aquella que, según De Beauvoir, descubre las delicias de la libertad «en un momento en que ya no le sirven para nada» (2018b: 683).
En efecto, una idea central atraviesa El segundo sexo: que las mujeres puedan modificar su situación9, tener más o...