El combate
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El combate

Norman Mailer, Pablo Martín Badosa, María Antonia Menini Pagès

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El combate

Norman Mailer, Pablo Martín Badosa, María Antonia Menini Pagès

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El 30 de octubre de 1974 tuvo lugar en el Estadio 20 de Mayo de Kinshasa, Zaire (hoy República Democrática del Congo), uno de los combates de boxeo más célebres de la historia del pugilismo. Enfrentó al vigente campeón de los pesos pesados, George Foreman, un púgil de una agresividad e instinto asesino sin parangón, y al que probablemente fue el más grande boxeador de todos los tiempos y un icono del siglo XX, Cassius Clay, rebautizado como Muhammad Alí.Norman Mailer, padre del Nuevo Periodismo y una de las voces más poderosas de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo pasado, relata con maestría el enfrentamiento que se disputó en el seno del imperio africano del feroz y megalómano dictador Mobutu, en pleno "corazón de las tinieblas", que Joseph Conrad inmortalizó en su novela.Mailer, en calidad de reportero, asiste a los preparativos del combate, lo que le permite ser testigo de excepción de los duros entrenamientos y retratar al séquito de excéntricos entrenadores y sparrings que acompaña a los púgiles, incluido al promotor en ciernes Don King y a otros reporteros desplazados como George Plimpton o Hunter S. Thompson. Pero, sobre todo, Mailer logra establecer una relación de proximidad tanto con Foreman como con Alí y conocer de primera mano las tensiones, miedos y anhelos que laten en su interior.El combate es también el del propio Mailer con la literatura, el de un escritor ambicioso que, con su inconfundible estilo armado de barrocas metáforas y un humor visceral e insobornable, lucha por hacer el retrato definitivo de un combate de boxeo; tanto de las dudas, flaquezas y arrogancia desmedida de sus protagonistas, como de la dureza e intensidad de la pelea que dejó a ambos púgiles al borde de la extenuación, así como del entorno de excepción en el que se disputó el combate un Zaire depauperado de tradiciones ancestrales en el que irrumpe el opulento despliegue mediático que cubre el evento, dando rienda suelta a su incombustible y polémica mirada presidida por un ego apenas superado por el de Muhammad Alí.

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Información

Editorial
Contra
Año
2020
ISBN
9788418282171
Edición
1
Categoría
Letteratura
Categoría
Saggi letterari

Primera parte Los muertos se están
muriendo de sed

1. Indiferencia
carnal

Siempre se queda uno atónito al volverlo a ver. No en directo como en televisión, sino de pie ante uno y con su mejor aspecto. Porque el Más Grande Atleta del Mundo corre el peligro de ser nuestro hombre más guapo, razón por la cual no tiene más remedio que entrar en escena la hipérbole kitsch. Los suspiros de las mujeres son perceptibles. Los hombres bajan la mirada. Porque recuerdan de nuevo su poco valor. Aunque jamás abriera la boca con el fin de hacer temblar la jalea de la opinión pública, Alí seguiría inspirando amor y odio. Porque es el Príncipe del Cielo… Eso dice el silencio que se produce alrededor de su cuerpo cuando está iluminado.
Cuando está deprimido, en cambio, su pálida piel adquiere el color de un café con agua lechosa, sin crema. En el cenagoso aguachirle de su carne se observa el verde enfermizo de una mañana melancólica. En tal caso, no ofrece muy buen aspecto. Esta podría ser una descripción bastante ajustada del aspecto que ofrecía en su campo de entrenamiento de Deer Lake, Pennsylvania, una tarde de septiembre, siete semanas antes de su combate en Kinshasa contra George Foreman.
Su sparring estaba soso. Peor aún. Se pasaba el rato recibiendo golpes, golpes que normalmente hubiera evitado, ¡y aquello no era propio de Alí! Contemplarle entrenar era un arte que se adquiría a lo largo de los años. Otros campeones elegían a sparrings que pudieran imitar el estilo de su próximo contrincante y, en caso de poder permitirse este lujo, añadían a otro púgil que fuera afable: alguien a quien poder golpear a su antojo y con quien resultara divertido boxear. Alí lo hizo también, pero invirtió el orden. Para la segunda pelea con Sonny Liston, su preferido había sido Jimmy Ellis, un enrevesado artista que no tenía nada en común con Sonny. Como boxeadores, Ellis y Liston poseían estilos tan dispares que no se hubieran podido pasar una sopera el uno al otro sin derramar el contenido. Como es lógico, Alí dispuso también de otros sparrings con vistas a aquel combate. Se me viene a la memoria «Shotgun» Sheldon. Alí se apoyaba en las cuerdas mientras Sheldon le propinaba cien golpes en el vientre: de esta forma entrenaba Alí su estómago y sus costillas con el fin de que estuvieran en condiciones de encajar el martilleo de Liston. Eso lo hacía por deber, pero lo que más le gustaba a Alí era pelear con Ellis como si no le hiciera ninguna falta estudiar el estilo de Sonny, pudiendo derrochar su ingenio y brillo a raudales.
Los púgiles suelen dedicar en general cierta parte de su período de entrenamiento a consolidar la propia confianza en sus reflejos, de la misma manera que un esquiador corriente, tras una semana practicando el esquí en paralelo, puede empezar a abrigar la esperanza de que parecerá un experto. En los últimos años, sin embargo, Alí solía concentrarse no tanto en la consolidación de su velocidad cuanto en la capacidad de encajar golpes. Una parte de esta habilidad consistía en reducir la fuerza de cada golpe que recibía en la cabeza para después fraccionarla. Eso lo hacen todos los púgiles, es más, un boxeador joven no estaría en condiciones de durar mucho tiempo si su cuello no girara en el instante en que recibiera el golpe, pero parecía como si Alí pretendiera enseñarle a su sistema nervioso a transmitir la señal con mayor rapidez que el resto de mortales.
Tal vez todas las enfermedades estriben en una ausencia de comunicación entre la mente y el cuerpo. Ello es indudablemente cierto en el caso de una enfermedad tan rápida como es el knock out. La mente ya no puede transmitir ningún mensaje a las extremidades. El límite de esta teoría, expuesta por Cus D’Amato cuando era el entrenador de Floyd Patterson y José Torres, señala que un púgil con auténtico deseo de vencer no puede ser noqueado si ve venir el golpe, porque en tal caso no experimenta ninguna dramática ausencia de comunicación. El golpe puede causarle daño, pero no dejarlo fuera de combate. En cambio, una combinación de cinco golpes en la que cada uno de ellos da en el blanco precipita a cualquier contrincante en la inconsciencia. Por ligeros que sean los golpes, hay premio gordo. La súbita sobrecarga del centro de transmisión de mensajes de la víctima da lugar inevitablemente a aquel alud de confusión que se conoce con el nombre de groggy.
Ahora bien, parecía como si Alí quisiera llevar esta idea hasta un extremo en el que pudiera asimilar los golpes con mayor rapidez que otros boxeadores, transmitir la sacudida a través de un superior número de partes de su cuerpo o bien encauzarla por el mejor camino, de tal forma que estuviera en condiciones de recibir esta combinación de cinco golpes (¡o de seis o siete!) y de distribuir al mismo tiempo el impacto a cada brazo, cada órgano y cada pierna, logrando de este modo digerir el castigo y conservar la claridad mental. Contemplar a Alí encajando golpes era toda una experiencia. Se apoyaba en las cuerdas y enviaba suavemente la zarpa hacia el sparring como una gata que instara delicadamente a su cría a que se alejara. Después Alí disparaba el guante para que el golpe del contrario rebotara desde el guante a su cabeza y repetía el mismo movimiento desde otros ángulos, como si la segunda mitad del arte de encajar golpes consistiera en aprenderse las trayectorias mediante las cuales los golpes rebotan de los guantes y, sin embargo, te alcanzan; Alí estudiaba constantemente la forma de amortiguar tales golpes o de castigar el guante que los había descargado, elaborando sin cesar la íntima comprensión del cómo atrapar, amortiguar, modificar, burlar, curvar, elevar, desviar, deformar, ladear, inclinar y dar la vuelta a las bombas que llegaban hasta él y hacerlo con un mínimo de movimientos, de espaldas contra las cuerdas y con las manos lánguidamente en alto. Se entrenaba invariablemente siguiendo el guion en el que se le había encasillado como púgil proclive a la extenuación, demasiado cansado como para poder siquiera levantar los brazos en el doceavo asalto de una pelea de quince. Es posible que dicho entrenamiento lo salvara de ser noqueado por Frazier en la primera pelea que ambos sostuvieron, y, desde entonces, Alí lo había venido practicando en todos los combates sucesivos. «¡Deja de jugar!», le gritaban desde su rincón; los jueces puntuaban negativamente su tendencia a apoyarse demasiado en las cuerdas, y los periodistas deportivos señalaban que ya no parecía el Alí de siempre y, sin embargo, él entretanto se dedicaba a pulir su método.
No obstante, aquella tarde en Deer Lake parecía que estuviera aprendiendo muy poca cosa. Era alcanzado por golpes estúpidos que daban la impresión de pillarlo por sorpresa. No estaba lánguido, sino perezoso. Parecía aburrido. Ponía de manifiesto, al trabajar, todo el sombrío entusiasmo del marido que se obliga a sí mismo a hacerle el amor a su mujer en medio de la más densa indiferencia carnal.
El primer sparring, Larry Holmes, un joven negro de tez clara con una marca profesional de nueve combates ganados y ninguno perdido, boxeó agresivamente por espacio de tres asaltos, alcanzando a Alí con mucha mayor frecuencia que este a él, lo cual no hubiera sido nada insólito —había veces en que Alí no lanzaba ni un solo golpe en todo un asalto—, pero aquella tarde parecía que Alí no supiera cómo utilizar a Holmes. Alí presentaba la misma expresión de enojo que solía observarse en Ray Sugar Robinson hacia el final de su carrera cuando le alcanzaban en la nariz; una mueca de desprecio hacia el oficio, como si a uno pudieran estropearle la jeta si no se andaba con cuidado. La tarde era calurosa y el gimnasio resultaba asfixiante. Estaba lleno de turistas —más de cien— que habían pagado un dólar para poder entrar… y se respiraba una especie como de apatía de finales de verano. De vez en cuando, Alí castigaba a Holmes por su atrevimiento, pero Holmes no estaba dispuesto a que se le aleccionara sin presentar batalla. Repelía los ataques con todo el entusiasmo de un joven profesional que ve abrirse ante él el futuro más grande. Como es lógico, Alí hubiera podido darle una lección, pero peleaba sumido en un denso mal humor. Parte de la fuerza de Alí en el cuadrilátero estribaba en la fidelidad a su estado de ánimo. Aunque, hablando con la prensa, se le escapara de vez en cuando un tono de voz desabrido o histérico con la misma facilidad con que otros hombres encienden un cigarrillo, en el ring jamás se mostraba frenético, por lo menos desde su pelea con Liston en Miami en 1964, en la que había ganado el campeonato de los pesos pesados. No, de la misma forma que Marlon Brando parecía encarnar un papel como si fuera una extensión natural de su estado de ánimo, de esta misma forma boxeaba Alí. Cuando estaba malhumorado, aparecía como sumido en un letargo y boxeaba como mostrando su desagrado por la pesadez de aquel trabajo. A menudo se entrenaba toda una tarde con este espíritu. La diferencia estribaba en que hoy estaba recibiendo golpes inesperados…, lo cual constituía para Alí el fin del mundo. Molesto, castigaba a Holmes apresándole la cabeza con el brazo. A lo largo de los años, Alí se había convertido en uno de los mejores púgiles del cuadrilátero. Si se hubiesen introducido en el boxeo llaves de karate, Alí hubiera sido también el mejor. Su credo era el de que nada del boxeo tenía que serle ajeno. Ahora, sin embargo, semejante virtuosismo se reducía a luchar con Holmes cuerpo a cuerpo. Cuando se separaban, Holmes lanzaba un nuevo ataque. A los tres asaltos, Alí empezó a propinarle golpes y Holmes se los devolvió.
El siguiente sparring de Alí, Eddie «Bossman» Jones, un peso semipesado, era como una oscura versión recortada de George Foreman. No debía de medir más de un metro setenta y cinco de estatura y Alí lo utilizaba como un compañero de juegos. Sintiéndose con Jones (un boxeador parecido por su estilo a otros boxeadores que quedaban como paralizados y solían retroceder) absolutamente a sus anchas, Alí permanecía apoyado contra las cuerdas y encajaba los golpes de Bossman cuando le parecía bien y los bloqueaba cuando no. A juzgar por su comportamiento, Alí hubiera podido ser el inspector de una línea de montaje que aceptara y rechazara el producto. «Esta pieza pasa, esta no.» En la medida en que el boxeo es carnalidad, carne contra carne, Alí era un maestro a la hora de encajar y sabía extraer todo el jugo estético de los golpes que bloqueaba o esquivaba, más todo el libidinoso jugo de Bossman Jones aporreándole el estómago. Durante todo el asalto, Bossman se dedicó a machacar a Alí, y Alí siguió encerrado en sí mismo. En el segundo de sus dos asaltos, Alí se apartó de las cuerdas durante los dos últimos minutos y empezó, por primera vez en toda la tarde, a soltar golpes. Exhibió entonces todo su arsenal de golpes de maestro, golpes con el puño cerrado, golpes con el puño abierto, golpes con el puño girado a la derecha, golpes con el puño girado a la izquierda y después toda una serie de ataques de tanteo en forma de jabs, uppercuts y ganchos certeros en posición erguida, con gran rapidez en ambos puños. A cada golpe, el guante hacía algo distinto, como si el puño y la muñeca que albergaba en su interior también estuvieran hablando.
Bundini, el entrenador de Alí, empezó ahora a animarse y a gritar desde el rincón. «¡Dale, dale, dale!», gritaba alegremente. Pero Alí no lanzaba ningún golpe fuerte; más bien aporreaba a Bossman Jones como con un pimentero, ¡ting, ting, bing, bap, bing, ting, bap!, y la cabeza de Bossman oscilaba hacia adelante y hacia atrás como una «pera» de entrenamiento. «¡Dale, dale, no pares!» Había algo de obsceno en la contemplación del espectáculo, como si la cabeza de aquel hombre se encontrara en la rueda de un alfarero y estuviera siendo moldeada en forma de «pera» o punching-ball. Aunque no había sido golpeado con fuerza, Jones (un tanto a favor del teorema de D’Amato) se tambaleaba cuando finalizó el asalto. Había sido bueno para el patrón. El rostro de Jones daba a entender bien a las claras que miles de golpes habían rebotado en su persona; poseía aquel brillo celestial del rudo trabajador cuya inteligencia ha ido mermando golpe a golpe.
Los últimos tres asaltos se disputaron con Roy Williams, presentado al público como el campeón de los pesos pesados de Pennsylvania. Poseía la misma envergadura que Alí y era un amable negro de aspecto adormilado que boxeaba con tanto respeto hacia su patrón que parecía como si su mayor preocupación fuera el terror de estropear el carisma de Alí. Williams daba zarpazos al aire y Alí se dedicaba a luchar con él desde todos los ángulos. Parecía que ahora se concentrara más en luchar que en boxear, como si experimentara curiosidad por poner a prueba sus brazos contra la fuerza de Williams. Transcurrieron tres lentos asaltos con la cabeza del campeón de los pesos pesados de Pennsylvania apresada en el hueco del bíceps de Alí. Parecía la fase terminal de una pelea callejera en la que ya no queda más que respiración jadeante.
Alí llevaba boxeando ocho asaltos, cinco de los cuales habían sido muy fáciles, demasiado fáciles para que pusiera de manifiesto tanto cansancio… El tono verdoso de su piel era indicio de un hígado en no muy buenas condiciones. Los turistas, una multitud integrada principalmente por obreros blancos del sector textil enfundados en floreadas camisas deportivas y salpicada aquí y allá por alguna que otra barba o melena, se mostraban más bien apáticos. Era necesario estar familiarizado con los métodos de Alí para tener alguna remota idea de lo que podía significar aquel entrenamiento. Hacia la mitad del último asalto empezó a escucharse de nuevo la voz de Bundini. Muy conocido entre los lectores de las páginas deportivas (por ser el inventor del «Flota como una mariposa y aguijonea como una abeja»), poseía en días normales una personalidad mucho más intensa por centímetro cúbico que el propio Alí y ahora estaba gritando con una voz que todos los espectadores iban a recordar, porque no es que fuera únicamente ronca o imprecatoria, sino que sugería, además, una capacidad de atravesar cualquier barrera atmosférica. Bundini estaba evocando a los espíritus. «¡Azótalo como una serpiente! ¡Pínchale! ¡Pínchale duro!», bramaba echando la cabeza hacia atrás y alanceando ogros ectoplasmáticos con sus ojos en blanco. Alí no reaccionaba. Él y Roy Williams seguían abrazándose, luchando y aporreándose de vez en cuando. Sin arte. Simplemente los pesados conatos de unos luchadores excesivamente cansados, tan parecidos al lento arrastrarse de los trabajadores de una empresa de mudanzas excesivamente cansados: «Dale —gritaba Bundini—, dale fuerte.» Los segundos iban transcurriendo despacio. Bundini aspiraba a una buena paliza, aspiraba a ella por aquello de la moral, para que Alí se quedara con la conciencia tranquila aquella noche, para que se confirmara la buena costumbre, para que se acabara de una vez aquel maldito mal humor, si no por otra cosa. «¡Dale fuerte! ¡Pínchale! Anda, nene. ¡Remata el espectáculo, rematemos el espectáculo! Atízale. ¡Acaba con él! ¡Acaba con él! ¡Acaba con él!», siguió vociferando Bundini hasta los últimos segundos de aquel octavo y último asalto, mientras Alí y Williams llegaban muy despacio al término de su jornada. Nada extraordinario. Ninguna paliza. El gong. No había sido un entrenamiento demasiado afortunado. Alí estaba agriado y congestionado.

No se le vio tampoco muy contento que digamos una hora más tarde, cuando se dispuso a hacer frente a las entrevistas. Repantigado en un sillón de los vestuarios, se observaban en él trazas evidentes del esfuerzo realizado y daba la impresión de ser lerdo y, por una vez, hasta poco inteligente; más aún, ni siquiera estaba guapo. Tenía el rostro ligeramente hinchado y parecía como si la cabeza se le tuviera que ir espesando hasta acabar presentando en los años futuros el aspecto de un perro carlino. Pero lo más sorprendente era su falta de energía. Por lo general, a Alí le gustaba hablar después de un entrenamiento, como si el esfuerzo físico sirviera para aguijonear sus energías y estimularlo en su mayor pasión, que era la de hablar. Hoy, sin embargo, permanecía reclinado en el sillón y dejaba que los demás hablaran por él. Se hallaban presentes en la estancia varios negros que se acercaban uno a uno como cortesanos, murmurándole a Muhammad algo al oído, y después se retiraban. Un entrevistador de una cadena negra extendió el micrófono por si Alí deseaba contestar, pero en esta ocasión no lo hizo.
Parecía como si el entrenamiento lo hubiera agotado en exceso. Se respiraba en el aire una ausencia de estímulo tan pesada como la tristeza. Desde luego, no es nada insólito que los campos de entrenamiento de los púgiles resulten sombríos. Cuando se hallan somet...

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