PARTE SEGUNDA
INTRODUCCIÓN
La parte primera de este libro contiene observaciones sobre el trato con personas de la índole más diversa, sin considerar las relaciones especiales que puedan mantener entre ellas. Las múltiples conexiones naturales, domésticas y civiles, sin embargo, exigen una aplicación diferente de las reglas del trato social y nuevas pautas para casos particulares. Así pues, en esta parte segunda hablaré en primer lugar de aquello que hemos de observar en la sociedad humana si dirigimos nuestra atención a la diferencia de edad y de sexo, al parentesco, a los primeros vínculos de la vida doméstica, a la amistad, al amor, al agradecimiento, a la benevolencia y, a continuación, a las situaciones variadas en las que se pueden encontrar algunos hombres de todas las clases sociales. En la parte tercera nos encargaremos de desarrollar los deberes que nos imponen la clase social, las relaciones civiles, los acuerdos y el resto de relaciones.
CAPÍTULO PRIMERO DEL TRATO ENTRE PERSONAS DE DISTINTA EDAD
1
El trato entre personas de la misma edad parece traer consigo muchas ventajas y conveniencias. Una mentalidad semejante y el intercambio de aquellas ideas que suscitan de inmediato el interés, unen especial-mente a los hombres. De cada edad son propias ciertas inclinaciones y pasiones. Conforme pasa el tiempo cambia el estado de ánimo; uno ya no sigue tanto el gusto imperante y la moda; el corazón no se enardece tanto, no se interesa en la misma medida por cosas nuevas; la fantasía y la viveza disminuyen; algunas ilusiones se han desvanecido; algunas cosas que nos eran queridas han desaparecido; los compañeros de nuestra feliz juventud están lejos o ya duermen en el seno materno; el joven escucha sin bostezar las historias de los amigos de nuestros años juveniles sólo por cortesía. Las mismas experiencias ofrecen muchos más temas de conversación que cuando lo que se ha experimentado es del todo ajeno a la otra persona. Todo esto no se puede refutar. No obstante, la diferencia de temperamentos, de educación, del modo de vida y de las experiencias desplazan a veces las fronteras hacia arriba y hacia abajo. Muchas personas son en cierto sentido niños eternos, otras son ancianas antes de tiempo. El joven de vida disipada que ha gozado de los placeres del mundo hasta la náusea, encontrará sin duda poco agrado en un círculo de jóvenes inocentes provincianos que aún tienen el sentido para las alegrías sencillas, y el anciano honrado que no se ha alejado, a lo sumo, más de cinco millas de su pueblo natal, está tan fuera de lugar entre un grupo de residentes experimentados y animados de la capital, de su misma edad, como un anciano capuchino en compañía de viejos académicos. En cambio, hay aficiones que estrechan lazos, como por ejemplo la pasión de la caza, del juego, de la maledicencia y la bebida, por las cuales se relacionan entrañablemente ancianos y jóvenes; esta excepción a la observación general anterior de que el trato entre jóvenes de igual edad tiene muchas ventajas, no puede anular las reglas que ahora daré sobre el comportamiento mutuo entre las personas de edad diferente. Pero tengo que añadir una consideración más: no es bueno que se produzca una separación entre personas de edades diferentes, como por ejemplo en Berna, donde casi cada generación tiene sus propios círculos sociales adjudicados, de modo que quien tiene cuarenta años no puede tratar decentemente con un joven de veinticinco. Las desventajas de una ley como esta no son difíciles de predecir. El tono que adopta la juventud cuando se la deja a su propio aire no suele ser el más decente; así se impiden influencias que podrían ser buenas y la gente mayor aumenta su egoísmo y su falta de tolerancia, convirtiéndose en padres gruñones cuando sólo ven a este tipo de personas a su alrededor, que hacen causa común con ellos tan pronto como se habla con elogios de los viejos tiempos y de la decadencia de los presentes, cuyo tono nunca llegan a conocer.
2
Raras veces son los mayores tan considerados como para ponerse mentalmente en el lugar de los jóvenes, no con objeto de estropearles sus alegrías, sino más bien para intentar animarlos y favorecerlos con su enérgica participación. No son capaces de regresar mentalmente a sus años juveniles; los ancianos exigen de los jóvenes la misma reflexión tranquila, sobria y fría, que sopesen igualmente lo más útil y necesario con lo prescindible, que adopten el mismo sosiego que les ha procurado años de experiencia y de relajación de las fuerzas físicas. Los juegos de los jóvenes les parecen fútiles, sus bromas frívolas. Pero no cabe duda de que es asombrosamente difícil regresar con la mente a la situación en la que nos encontrábamos veinte o treinta años antes, e incluso con la mejor voluntad se originan algunos juicios injustos y cierta precipitación en la educación de la juventud. ¡Oh, permanezcamos jóvenes todo lo que sea posible, y cuando el invierno cubra de nieve nuestras cabezas, la sangre circule más lenta por nuestras venas y el corazón no lata tan fuerte en el pecho, miremos a nuestros jóvenes hermanos con complacencia e interés, a quienes aún recogen flores primaverales cuando nosotros, bien abrigados, intentamos descansar ante la chime-nea de nuestra casa! ¡No denigremos con dichos superficiales los dulces frutos de la fantasía! Cuando miramos hacia atrás, hacia aquellos años dichosos cuando una única mirada amorosa de una bella joven, que ahora es una matrona vieja y arrugada, nos embelesaba hasta creernos en el cielo; cuando mientras bailábamos y sonaba la música vibraban todos nuestros nervios; cuando las bromas y los chistes ahuyentaban todo pensamiento sombrío; cuando dulces sueños, presentimientos y esperanzas alegraban nuestra existencia: ¡oh, intentemos alargar lo más posible este periodo en nuestros hijos y participar también lo que podamos en sus sentimientos de dicha! Con tierna veneración se apiñan así el niño y la niña, el joven y la joven, en torno al amable hombre mayor que los anima en su alegría inocente. Cuando yo era joven estaba rodeado de damas mayores tan encantadoras que si realmente hubiese tenido la opción, habría preferido pasar la vida a su lado que con más de una bella jovencita. Y cuando en la mesa, siendo joven, me tocaba a mi lado una belleza de poco seso, envidiaba con frecuencia al hombre a quien su rango le daba el derecho a sentarse junto a una mujer mayor alegre e inteligente.
3
Por muy bien que esté esa bondadosa afabilidad con la juventud, nos tiene que parecer ridículo que un anciano pierda hasta tal punto la dignidad y la decencia como para desempeñar en la sociedad el papel del dandi o del estudiante gracioso; o cuando una dama se olvida de sus cuatro lustros, se viste como una jovencita, se maquilla, coquetea, hace girar sus viejos miembros en las danzas inglesas o quiere disputar las conquistas a otras generaciones. Tales escenas suscitan desprecio; personas de cierta edad no deben dar nunca ocasión a que la juventud se burle de ellas, a que olviden la veneración o la consideración que se les debe.
4
Pero no basta con que el trato de personas mayores no sea fatigoso o pesado al joven; también tiene que serle útil. Una mayor suma de experiencias le autoriza y le obliga a instruirle, a corregirle, a serle útil mediante su consejo y su ejemplo. Ahora bien, esto debe ocurrir sin pedantería, sin orgullo e insolencia, sin mostrar esa ridícula manía de elogiar todo lo antiguo, sin sacrificar todas las alegrías juveniles, sin exigir un constante homenaje y un servil agasajo, sin causar aburrimiento y sin ser importuno. Más bien tendremos que esperar a que nos visiten, y esto no fallará, ya que hay jóvenes de buenas cualidades que suelen considerar un honor la posibilidad de tratar con personas mayores sensatas; y la conversación con tales personas, que han visto y experimentado mucho, y saben contarlo, tiene un atractivo especial.
5
Hasta aquí hemos hablado del comportamiento de personas mayores con la gente joven. Ahora diremos algo sobre la conducta de los jóvenes en el trato con personas adultas y ancianas.
En nuestros tiempos tan ilustrados y libres de prejuicios, hay sentimientos que la naturaleza nos ha imprimido y que la razón no ha suprimido. A ellos pertenece la veneración a la edad avanzada. Nuestros jóvenes maduran antes, adquieren antes prudencia y sabiduría; mediante una lectura aplicada, en especial de las sustanciosas revistas, sustituyen lo que pudiera faltarles de experiencia y laboriosidad; esto los habilita para decidir sobre cosas para las cuales antes se creía que se necesitaba estudiar tenazmente varios años sólo para obtener algo de claridad al respecto. De aquí se origina también esa noble confianza e independencia que mentes débiles toman por desvergüenza, ese convencimiento de la propia valía con la cual en el día de hoy jovencitos imberbes miran con desprecio a los mayores, y acallan a gritos, ya sea oralmente o por escrito, a todo al que se topan en el camino. Lo máximo a lo que un hombre de edad avanzada puede aspirar es a una benévola indulgencia, a una crítica respetuosa, y a corrección por parte de sus hijos y nietos inmaduros, y a compasión por él, que ha tenido la desgracia de no haber nacido en estos tiempos, en los que la sabiduría cae del cielo sin esfuerzo, como si fuera el maná. Yo, que también he tenido el destino de venir al mundo en un año en el que la mayor parte de los polihistoriadores, de los que aquí hablo, aún afilaban sus colmillos de lobo o incluso aún eran embriones, no he podido llegar a ese grado de ilustración y, por lo tanto, tengo que pedir perdón si cometo la audacia de dar aquí algunas reglas que tienen cierto gusto a la vieja moda. ¡Pero vayamos al grano!
6
Hay muchas cosas en este mundo que sólo se pueden aprender mediante la experiencia; hay ciencias que exigen un estudio tan largo, una reflexión tan profunda de diversas facetas y tal objetividad que creo que incluso el genio más fogoso, la mente más sutil, en la mayoría de los casos debería confiar algo en un hombre mayor que, aunque no muy dotado intelectualmente, tenga de su parte la edad y la experiencia, y prestarle atención. Y aunque no se tratara de disciplinas científicas, es innegable en términos generales que la suma de experiencias variadas que todo hombre que vive en el mundo reúne a lo largo de muchos años, le pone en situación de corregir ideas vacilantes, de evitar obsesiones idealistas, de no dejarse llevar por la fantasía, eludir los errores a los que lleva el nerviosismo y la sangre caliente, y considerar las cosas y a las personas que están a su alrededor desde un punto de vista correcto. Por último, me parece tan bonito y tan noble facilitar en lo posible la vida a quien ya no puede disfrutar por mucho tiempo de los tesoros y las alegrías de este mundo, en esa fase en la que suelen aumentar las preocupaciones y las inquietudes y disminuir los goces, que no tengo reparos en recordar a los jóvenes: ¡Levántate ante un anciano! ¡Honra la edad! ¡Busca el trato de personas mayores prudentes! ¡No desprecies el consejo de la razón más objetiva, la advertencia del que tiene experiencia! ¡Compórtate con el anciano como a ti te gustaría que se comportaran contigo cuando alcanzares esa edad! ¡Frecuéntale y no lo abandones cuando la juventud imprudente y alocada le rehúya!
Por lo demás, tampoco se puede negar que hay muchos viejos pisaverdes y necios, del mismo modo en que aquí y allá podemos encontrar a jóvenes sabios que ya han cosechado donde otros aún ni siquiera han afilado sus aperos.
7
Me gustaría decir ahora algunas palabras, aunque pocas, sobre el trato con los niños, pues extendernos mucho a este respecto sería escribir un libro de educación y no es éste mi propósito.
El trato con niños tiene para un hombre reflexivo un gran interés. Aquí encuentra abierto el libro de la naturaleza en una edición original. Ve el texto simple y puro que después podrá encontrar a menudo con esfuerzo entre la frondosidad de glosas, ornatos y orlas ajenos; se encuentran aún a la vista las disposiciones para la peculiaridad del carácter, que después, ¡por desgracia!, o se pierden del todo o se esconden tras la máscara de un estilo de vida refinado o tras consideraciones convencionales; sobre muchas cosas los niños, libres de espíritu sistemático, de pasión y erudición, juzgan mejor que los adultos; acusan con mayor rapidez algunas impresiones, les ha dado tiempo a desarrollar menos prejuicios; en suma, quien quiera estudiar a los seres humanos, no puede descuidar mezclarse entre los niños. Ahora bien, el trato con ellos exige una serie de reflexiones de las que se prescinde en la vida con personas mayores. El deber sagrado consiste en no enojarlos; evitar discursos y acciones imprudentes, que por nadie son tomados con tanta viveza como por los niños, tan atentos a todo lo nuevo y tan buenos observadores; darles siempre ejemplo en toda índole de virtudes: benevolencia, lealtad, sinceridad y decencia. En definitiva, contribuir en lo posible a su educación.
Que, frente a estas jóvenes criaturas, siempre predomine la verdad en tus palabras y en tu conducta. Rebájate (pero no de una manera que a ellos les parezca ridícula) al tono que les resulta comprensible en función de su edad. No te burles de los niños ni los zarandees, como suelen hacer algunos, eso tiene una mala influencia en el carácter.
Niños con un buen natural se sienten atraídos, debido a un sentido propio, por hombres nobles y afables, aun cuando éstos no se ocupen demasiado de ellos, mientras que rehúyen a otros que se les muestran extraordinariamente complacientes. Pureza, sencillez de corazón es la gran varita mágica por la cual se consigue esto, y es algo que desde luego no se puede aprender en la teoría.
Es natural que el corazón del padre y de la madre estén continuamente pendientes del niño; una regla de la prudencia es, por consiguiente, que si estamos interesados en el favor de los padres, no pasemos por alto a sus hijos queridos, sino que les dediquemos algo de nuestra atención. Pero está muy lejos de nuestro ánimo lisonjear vilmente a los niños maleducados de la gente importante, alimentando aún más si cabe el orgullo, el egoísmo y la vanidad de estas criaturas, ya harto pervertidas, contribuyendo a su empeoramiento moral, e infringir la ley fundamental de la naturaleza que ordena que sea el niño quien rinda respeto y acate al adulto y no viceversa.
Ante todo hay que guardarse, cuando los padres estén dando instrucciones a sus hijos en nuestra presencia, de ponernos del lado de los hijos. Pues así estos se ven fortalecidos en sus malas maneras y aquellos se ven estorbados en su plan educativo.
CAPÍTULO SEGUNDO DEL TRATO ENTRE PADRES, HIJOS Y PARIENTES
1
El primer vínculo, y el más natural, entre los seres humanos, después de la unión entre el hombre y la mujer, es el que conecta a los padres con sus hijos. Aunque la propagación de la especie no tiene el propósito de ser un beneficio para la siguiente generación, hay pocos seres humanos que se dan del todo por satisfechos con que alguien se haya tomado la molestia de ponerlos en el mundo; y aun cuando en nuestros Estados los padres no educan, cuidan y alimentan a los hijos meramente por propia voluntad, es de mal gusto decir que los esfuerzos que esto conlleva no impone ninguna suerte de obligación, o que no es cierto que un impulso de benevolencia, simpatía y agradecimiento nos aproxima a aquellos que son de nuestra carne y de nuestra sangre, que nos han tenido en brazos, alimentado, que nos han velado y cuidado en la enfermedad y que lo han compartido todo con nosotros.
A este vínculo sigue de inmediato el existente entre las diferentes ramas de una familia. Los miembros de la misma familia, por una organización similar, por una educación parecida, así como por unos intereses comunes, sienten entre ellos lo que no sienten por extraños, y las personas les serán tanto más extrañas cuanto más se alejen de su círculo.
El patriotismo ya es un sentimiento compuesto, pero aún más cordial y cálido que el espíritu cosmopolita, para un hombre que no haya sido expulsado pronto de la sociedad civil, que no sea un aventurero que va vagando de país en país, sin sentido alguno de la propiedad o del deber cívico. Quien no ama a la madre cuyos pechos le han amamantado, quien no tiene un corazón que se enternezca a la vista de los campos en los que vivió sin cuitas y feliz los años inocentes de su juventud, ¿qué interés podrá tener en el bien común, ya que la propiedad, la moralidad y todas las cosas que un hombre puede querer en este mundo se basan, de hecho, en la preservación de aquellos vínculos que nos unen a la familia y a la patria?
El hecho de que estos vínculos se vayan debilitando cada día que pasa sólo demuestra que nos vamos separando diariamente del orden excelente de la naturaleza y de sus leyes; y cuando un balarrasa a quien su patria ha expulsado como a un miembro inservible por no quererse someter a las leyes, insatisfecho con la coacción que le imponen la moralidad y la policía, afirma que es propio del filósofo disolver todos los vínculos estrechos y que no reconoce otro vínculo que el espíritu fraternal entre todos los habitantes de la tierra, eso sólo nos convence de que no hay frase, por estúpida que sea, que no encuentre asiento en un sistema filosófico como uno de sus pilares fundamentales. ¡Feliz siglo XVIII, en el que se hacen tantos descubrimientos, como por ejemplo que para aprender a leer no se necesite comenzar familiarizándose con las letras y las sílabas, y que para amar a todos los seres humanos, no se pueda amar a ninguno en particular! ¡Siglo de remedios universales, de filósofos, filántropos, alquimistas y cosmopolitas! ¿A dónde nos vas a llevar? Veo cómo se extiende la Ilustración por todas las clases sociales; veo al labrador ocioso, dejando a un lado el arado para impartirle una conferencia al príncipe sobre la igualdad de las clases sociales y sobre la obligación de repartir equitativamente en la comunidad las cargas de la vida; veo cómo todos intentan eliminar con razonamientos los prejuicios que les son incómodos, cómo las leyes y las instituciones civiles dan paso a la arbitrariedad, cómo los más astutos y los más pudientes reclaman el derecho del más fuerte como algo natural, y hacen valer su profesión de promover el bien en el mundo a costa de los más débiles; veo cómo dejan de respetarse las constituciones políticas, la propiedad y las directrices, cómo cada uno se gobierna a sí mismo e inventa un sistema para satisfacer sus propios instintos. ¡Oh envidiado siglo de oro! Formaremos una única familia, estrecharemos fraternalmente a los nobles y afables caníbales entre nuestros brazos, y terminaremos caminando por la vida, cuando esta benevolencia se siga extendiendo, de la mano del ingenioso orangután. Caerán todas las cadenas; desaparecerán todos los prejuicios; no necesitaré pagar las deudas de mi padre; no será necesario que me dé por satisfecho con una sola mujer, y el cerrojo de la caja fuerte de mi vecino no será un obstáculo para ejercer mi derecho innato al oro que la madre tierra produce para todos nosotros.
Afortunadamente, aún no hemos llegado tan lejos, y como aún hay muchas personas, entre las que yo me cuento, que aman a sus parientes y que gozan de las alegrías domésticas y de los vínculos familiares, no será desatinado incluir aquí unas observaciones sobre el trato entre parientes.
2
Hay padres que, inmersos en un continuo torbellino de diversiones, apenas ven a sus hijos un par de horas al día, ocupados en sus placeres, y dejan a mercenarios la educación de sus hijos, o cuando estos ya han crecido, viven con ellos en una relación tan distante y fría como si no fueran suyos. No hace falta demostrar cuán antinatural e irresponsable es este comportamiento. Pero también hay otros padres que exigen de sus hijos una veneración tan servil y tantos sacrificios y consideraciones que, debido a la represión y a la enorme reserva que originan, se destruye toda confianza y ternura, de modo que a los niños, las horas que pasan con los padres les parecen terribles y aburridas. Hay otros que olvidan que los niños terminarán por convertirse en hombres; siguen tratando a sus hijos e hijas como a niños pequeños, sin permitirles que hagan uso de su libertad de elección y n...