LOS CLEANERS FROM VENUS, TOMA CINCO
Al final el mánager acabó saliéndose con la suya. Hizo realidad nuestro sueño. Consiguió cerrar un acuerdo con una major para los Cleaners from Venus. Aunque solo en Alemania.
El acuerdo se fraguó durante una reunión que el mánager había tenido en el MIDEM, la feria comercial de la industria discográfica. Celebrado anualmente en Cannes, el MIDEM es una excusa para que la gente de la industria musical se emborrache y finja formar parte de la industria del cine. Cuando el mánager y Pete «el Cabrón» nos comunicaron que se iban en avión tres días al MIDEM de 1987, Newell y yo sentimos cierto escepticismo. Habíamos visto cómo se comportaban fuera del horario de oficina. Mayores de lo que parecían cuando los veías sentados a su escritorio, los dos experimentaban una rápida regresión bajo la influencia de la cerveza y se convertían en los típicos escoceses fiesteros. A lo largo de una noche en el pub, pasaban de ser parlanchines y encantadores durante la primera hora a manifestar un peligroso fervor sexual durante la segunda, y acabar mostrándose incoherentes y dedicarse a imitar a un pirata («¡ARRRRR!») durante la tercera. Yo fui víctima de una de esas noches de fiesta con el mánager que había empezado muy tranquila a las siete de la tarde en el pub de la calle del estudio y acabó a las cuatro de la madrugada sobre un plato de algo asqueroso en el piso de arriba de un restaurante chino del Soho. Mis recuerdos sobre lo que pasó entremedias están llenos de lagunas, aunque recuerdo vagamente una fiesta de la industria discográfica, un after al norte de Oxford Street y mucho rato caminando y gritando. Luego cogí un tren por la mañana temprano para volver a Cambridge, uno que paraba en todas las estaciones. En un momento dado, me desperté sobresaltado y me di cuenta de que el vagón se había llenado de colegiales y de que unos cuantos estaban mirándome con ojos como platos y boquiabiertos, en silencio y aterrorizados por el estado lamentable en el que me encontraba.
Desde el punto de vista de Newell, no había razón para creer que, para el mánager y Pete «el Cabrón», el MIDEM fuera algo más que un tour alcohólico con los gastos pagados solo veladamente disfrazado de otra cosa. Nos los imaginábamos asaltando el carrito de duty-free del avión de ida y luego el de vuelta. Pensábamos que era más que probable que al menos uno de ellos aterrizara en Heathrow sin pantalones.
No estábamos completamente equivocados: una historia con la que volvieron acababa con uno de ellos desnudo en el pasillo de un hotel. Sin embargo, encontraron tiempo para hacer negocios. Le entregaron nuestra cinta a una editora de música alemana llamada Ulrika Schoen que gestionaba los derechos editoriales en Latin Quarter y en The Bible. Ulrika volvió a Hamburgo y le habló de nosotros a RCA. Y ahora RCA nos hacía una oferta. Publicarían y promocionarían Going to England en Alemania. Participarían en los costes de grabación de dos álbumes más. En resumen, era la oportunidad de tener éxito en Alemania. Algunos grupos van por delante de su tiempo. Nosotros tendríamos que conformarnos con ir una hora por detrás del nuestro.
¿Por qué había apostado Alemania por algo que Inglaterra había ignorado hasta la fecha? Por una parte, tal vez el nombre del grupo no les sonaba chungo de entrada. Tal vez incluso les parecía que tenía un punto exótico y divertido, en lugar de un rancio regusto a caprichoso surrealismo. Por otra parte, sonábamos —al menos así lo creíamos— como los Beatles, solo que más comerciales. Y en la Alemania de entonces los grupos parecidos a los Beatles seguían siendo una propuesta comercial viable, igual que cualquier otra cosa que recordara al pop británico de la década de 1960. Habríamos preferido tener éxito en nuestra tierra, pero, tal como parecían estar yendo las cosas, nos habríamos conformado teniendo éxito en Turquía.
El día que se anunció nuestro acuerdo, fuimos a un bar mexicano de Charing Cross Road donde el mánager pidió slammers de tequila y una tremenda cantidad de cerveza en enormes jarras de cristal. En una sola semana, él y Pete «el Cabrón» se las habían arreglado para cerrar no solo nuestro acuerdo, sino también un contrato para Voice of America para grabar dos singles para Virgin Records. Virgin Records en Inglaterra, de hecho. Se les veía extremadamente satisfechos, y yo empecé a creer que habíamos hecho bien en tener fe en ellos. Habían llegado las vacas gordas e iban cargadas de cerveza americana.
¿Cómo consigues entrar en la industria musical? Mi guía paso a paso sería algo así:
Envías tu música a un antiguo miembro de los Damned.
Él se la enseña a un escocés de veinticuatro años vestido con un traje barato.
El escocés vuela a Cannes y se emborracha.
Una alemana coge la cinta en Cannes y se la lleva a Hamburgo.
La alemana se la pone a un fan de los Beatles de RCA Alemania.
Una discográfica de primera línea te ofrece un contrato de tres álbumes.
Es fácil cuando sabes cómo hacerlo.
RCA prensó sus propios discos de Going to England y los puso en venta en verano. Nosotros recibimos unas muestras en Londres. Las portadas eran brillantes y satinadas, y esta vez las letras destacaban con fuerza. Me encantó que el álbum tuviera ahora un código de barras de verdad en la contraportada, además de una impresión de calidad en el lomo. Sin embargo, de lo que me sentía más orgulloso era del sello discográfico, con el logotipo en las letras de imprenta mayúsculas y angulares de RCA, exactamente igual a como aparecía en mi single del tema «Year of the Cat» de Al Stewart. También era un prensado de mayor calidad, o al menos eso me dijeron. En realidad no sonaba muy diferente al otro.
En septiembre de 1987, RCA nos invitó a Hamburgo a tocar un concierto promocional, y entonces otro de los prerrequisitos de Newell se fue al carajo. Newell intentó sentirse más cómodo con la situación exigiendo un tratamiento especial. Quería ir en ferry. Además, quería alojarse en un bed & breakfast a las afueras de la ciudad. No cumplieron ninguna de sus dos peticiones.
El día del vuelo quedamos en la oficina de Denmark Street a las siete de la mañana, Newell y yo, Nel e Ichiro, el mánager y Pete «el Cabrón». Nunca había visto al mánager listo para trabajar a una hora tan temprana. No obstante, a pesar de la hora, ya tenía activado su instinto comercial. A fin de ahorrar dinero, fuimos a Heathrow en metro.
Ulrika, la editora, vino a recibirnos al aeropuerto de Hamburgo. Hablaba inglés perfectamente y con un deje aristocrático, como si hubiera estudiado en un colegio pijo británico. Eso se debía a que, en efecto, había estudiado en una elitista escuela de Gran Bretaña. Junto a ella había un fotógrafo de un periódico vespertino de Hamburgo, que empezó a hacernos fotos en cuanto entramos en la sala de Llegadas. Un fotógrafo no es exactamente un tratamiento de paparazzi, pero igualmente era más de lo que me esperaba y algo extrañamente halagador. Ni siquiera mi familia me ha sacado fotos llegando a un aeropuerto.
El fotógrafo quiso que también posáramos para algunos retratos, así que nos condujo al exterior y nos llevó a una especie de zona de juegos situada cerca de la plataforma panorámica donde había un enorme recortable de cartón con la caricatura de un avión con ojos sonrientes y labios rojos fruncidos. Asomamos las cabezas y brazos por las ventanas y saludamos. Luego posamos delante de una reluciente furgoneta del aeropuerto con una señal en el techo que decía: «Follow Me» [Sígueme].
Un taxi nos llevó al hotel, situado estratégicamente en mitad del amplio y explícito barrio rojo de Hamburgo, a solo un tiro de condón de la conocida calle Reeperbahn. Era difícil imaginar algo que se pareciera menos a un bed & breakfast de las afueras. Newell y yo compartíamos una pequeña habitación cuadrada situada en la tercera planta con cortinas naranjas y una cama doble. Nos sentíamos como el dúo cómico Morecambe y Wise. Justo debajo de nuestra ventana, había una prostituta esperando a los clientes. La observamos durante un rato hasta que se marchó. Luego me puse a repasar los canales de televisión: un canal de noticias, un concurso matinal, dibujos animados para niños, un gordo insertando un enorme vibrador entre las nalgas separadas de una…
—Un momento. ¿Qué era eso? —preguntó Newell.
Volví al canal. Era un servicio de porno duro ininterrumpido solo para nosotros, sintonizado en la habitación por el atento propietario sueco del hotel, que luego explicó a Newell que pensaba que a los grupos de rock ingleses les gustaban esas cosas. Es posible que a los grupos de rock ingleses les gusten esas cosas, pero no tanto como a sus mánagers. Pete «el Cabrón» lo bautizó como «el canal de las almejas». Más tarde esa misma noche, Newell y yo le oímos a él y al mánager por el pasillo, refrescados a conciencia y cantando «¡Sacad las almejas!» y gritando «¡ARRRRRRRRRRR!».
La primera tarde tuvimos una cita con nuestro representante de RCA, la persona responsable de hacernos firmar con la discográfica. Nos encontramos con él en el lobby del hotel y nos llevó a un bar situado en la misma calle. No era el prototipo de imbécil de discográfica con cola de caballo y chaqueta de cuero. Hablaba con voz suave y muy en serio sobre nuestra música y sobre lo mucho que le gustaba. Dijo que creía que podía irnos muy bien en Alemania. Dijo que no quería forzar las cosas: quería hacernos crecer poco a poco y con paciencia. No nos veía como un one-hit-wonder, sino que creía que éramos un grupo de álbumes, de largo recorrido. Going to England serviría para dar el pistoletazo de salida. Nuestro segundo álbum nos afianzaría y el tercero nos lanzaría hasta lo más alto, directos a la primera división. Tras una hora y media extremadamente agradable, nos dejó diciendo que tenía que irse pronto a la cama y que nos vería en el concierto al día siguiente. Nosotros nos quedamos en el bar un rato más, hablando de lo responsable y buena persona que parecía nuestro A&R y casi sin creer la suerte que teníamos.
Todavía era relativamente temprano cuando nos acabamos las bebidas. Newell volvió al hotel, Nel e Ichiro salieron a explorar el terreno y los mánagers me llevaron a tomar algo en plan tranquilo en un club de sexo en vivo. Pete «el Cabrón» insistió en que teníamos que encontrar algún sitio en el que pudiéramos ver a gente «haciéndolo de verdad», así que recorrimos las empañadas calles de Hamburgo durante unos veinte minutos sopesando los diferentes anuncios inverosímiles escritos en grandes letras en carteleras situadas al lado de puertas iluminadas con neón. «Sexo en vivo.» «Frontal completo.» «Coito en directo hombre-mujer.»
Por supuesto, el local por el que nos decidimos resultó ser un bar del tamaño de un vagón restaurante con un pequeño escenario situado en un extremo sobre el que una cuarentona aburrida estaba repantingada desnuda en una tumbona giratoria con otra mujer, un poco mayor y también en pelotas, sentada en una silla a su lado. Cuando entramos, sumándonos a otros cuatro o cinco tipos que sorbían unas cervezas absurdamente caras y visiblemente decepcionados, la mujer sentada en la silla se levantó y bailó, o al menos movió los brazos como si corriera a cámara lenta. De todas formas, tampoco le pusieron música para que bailara. Al cabo de unos veinte segundos volvió a sentarse y retomó su conversación con la mujer del mueble de jardín eléctrico. Acabamos nuestras bebidas, el mánager planteó solicitar una hipoteca para pagar la cuenta y nos largamos.
De vuelta en el bar del hotel, nos encontramos con Nel e Ichiro bastante alborotados. Durante su paseo, habían encontrado lo que antaño había sido un aparcamiento subterráneo donde los hombres iban ahora a buscar los servicios de las prostitutas que se paseaban luciendo la mercancía por el hormigón. Entre la muchedumbre se habían topado con un rostro familiar y amable, aunque ahora tenía cara de cordero degollado. Era nuestro hombre en RCA, yéndose pronto a la cama. Como dicen en Hamburgo: si no estás en la cama a las diez, vuelve a casa.
Nunca había tocado en ningún sitio tan grande como el Grosse Freiheit [la Sala de la Libertad] de Hamburgo, una sala de baile gigantesca con un escenario elevado, justo enfrente del antiguo Star Club (donde habían tocado los Beatles). Además, nunca había actuado en un lugar en el que el equipo estuviera ya preparado antes de nuestra llegada. Nos estaba esperando cuando aparecimos por la tarde para la prueba de sonido. Asimismo, el camerino era enorme y calentito y bien iluminado, y a lo largo de una pared había una mesa abarrotada de fruta y carne y ensalada y bombones, y había más cajas de cerveza que las que podrían trincarse el mánager y Pete «el Cabrón» de una sentada.
Esa noche esperamos entre bastidores, pasando el peso de un pie a otro, hasta que se apagaron las luces de la sala. Entonces Newell dijo: «Venga, vamos». No realizamos ningún tipo de ritual antes de salir al escenario ni nos abrazamos todos los miembros del grupo juntos ni unimos las manos como los jugadores de baloncesto; solo fue Newell y su «Venga, vamos». A continuación salimos corriendo al espacioso escenario a oscuras, escuchando los silbidos del público y sintiendo, a medida que ocupábamos nuestros puestos, ese cambio repentino de temperatura que pasaba del frío del pasillo al calor de la sala. Se encendió un único foco y Newell dijo: «Buenas noches», no «Buenas noches, Hamburgo», que habría sido más hortera, sino solo «Buenas noches», que era guay, e Ichiro golpeó las baquetas una con otra y gritó: «Uno, dos, tres…», aunque a él nunca se le entendía y solo se oía: «¡An! ¡An! An-an-an-an…». Entonces empezamos con «Julie Profumo» —Going to England, cara A, primer tema— con la voz alta y perezosa con acento de Essex de Newell compensando el barullo:
I’m going to England I’m leaving to-dzay…
Me voy a Inglaterra Me marcho hoy
Yo tocaba la guitarra en ese tema, tenía espacio para moverme por el escenario y tiempo para correr hasta el micrófono para cantar los coros del estribillo:
And one day soon, I will forget this junkyard, Take you with me if you’re going that way…
Y un día dentro de poco olvidaré este estercolero, Te llevaré conmigo si vas en esa dirección…
Desde el escenario, era imposible ver al público con los focos encendidos. Solo podías ver siluetas y luces, pero podías sentir que el lugar estaba abarrotado y todo el mundo vibraba al ritmo de la música. Fue uno de esos pocos momentos en los que el ruido que hacíamos los cuatro adquirió una fuerza que no parecía alejarse, sino que nos llevó consigo a cuestas. Sentí que despegábamos del suelo y que mil quinientas personas levantaban sus brazos hacia nosot...