
- 128 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
El paquete
Descripción del libro
El paquete, como lo sugiere uno de sus personajes, es una "novelita de criminales malogrados y engañosos"; una incertidumbre que juega con las expectativas del lector; una parodia del género que, pese al tono burlón, es profunda y desgarradora. Dos hombres y una mujer solitaria configuran esta polifonía paranoide que plantea la dificultad de comprender al otro y la propia realidad. Tres personajes se enfrentan con desidia a su historia de vida y reconstruyen, sin patetismo, un hórrido paisaje nacional. Una novela ágil en la que sorprenden la ambiciosa experimentación formal y los muchos registros literarios, que oscilan entre la obscenidad y la lírica, la música popular, la digresión, el carnaval y el silencio. – Juan Germán Maya
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Información
Editorial
Universidad EAFITAño
2020ISBN del libro electrónico
9789587205008Categoría
Literatura generalTERCERO
CLÍMAX. EL CONTACTO APARECIÓ. FURTIVO. Patente. Vi cómo se miraron. Tramaban algo. Eran buenos pero principiantes. Me atendían fijos. Temerosos. Llenos de falsedad. Yo era un viejo curtido. Difícil de roer.
—Qué casualidad tan simpática muchachos –dijo ella. Falsa–, no me lo puedo creer, definitivamente debemos de estar destinados para algo, o para nada, y qué más da, pues el caso es que acá estamos.
—Qué casualidad –secundé. Escéptico. Taciturno.
—En verdad que no me lo puedo creer, el mundo es un pañuelo y a mí me tocaron los mocos, aunque no se vayan a ofender, por favor, que hay mocos de mocos, y pañuelos de pañuelos –continuó. Se carcajeaba. Coqueta. Excesiva.
Me dio un beso fuerte. Sonoro. Era una profesional. Sus ojos brillaban. Nada la delataba. También lo besó a él.
—¿Y qué hacen acá muchachos? No me dirán que están trabajando, por favor, con este calor endemoniado y una ciudad encantadora por descubrir –añadió enigmática. Locuaz–. ¿O es que están esperando a alguien?
—Mi vida –intervino el Pitirri–. En vos estaba pensando, que bueno que te animaste a pasar por acá.
Todo olía mal. Era desconcertante. No sabía cómo actuar.
—¿Y qué dicen, muchachos? –prosiguió. Impostada. Ciertamente hermosa–. ¿Nos tomamos alguito?
La misión era mi prioridad. Necesitábamos regresar al hotel. Llamar al Jefe. Indagar por razones. Pero debía seguir su juego. Tenerlos cerca. ¿Qué tramaban? Ella me agarró del brazo. Del otro lo agarró a él. Me miraba. Me prestaba especial atención. Luego se miraban entre sí. De reojo. Hacían como si nada. El calor seguía. Ultrajaba. Igual el ruido.
—Cuando mi Jefe llamó esta mañana para decirme del viaje –confundía ella–, mi mente se fue desatorando y mi ánimo adquirió brillos que estaban apagados desde hacía tiempo, que yo era uno de sus mejores elementos, dijo, que él no se podía hacer cargo y yo era quien mejor lo representaba, por mi honestidad, transparencia y capacidad de trabajo, insistió, aunque la verdad, muchachos, ya para ese punto me pareció condescendiente y sus palabras vacías, rellenos innecesarios que en vez de revelar, ocultaban, o en vez de afirmar, desmentían.
—Claro que sí mi amor, nosotros sabemos cómo es eso –replicó él–. Cuando es, es, y cuando no, pues ni modo. Como dice la canción, lo que sea que sea y lo que no que no sea.
Nos sentamos en un bar. Música baja. Alejada. Lejos de la contaminación. Pensé. Del bullicio. Anhelé. Pero ellos hablaban sin parar. Del uno al otro. Mareaban. ¿Cómo proceder? ¿Qué decir? Yo estaba agotado. Incapaz de pensar. Necesitaba una cerveza. Enfriar mis ideas. También un cigarrillo. Ojalá negro. Todo se normalizaría. Pensaba. Incapaz.
—Yo pensé que me esperaba un congreso aburrido –seguía. Coqueta. Intrigante–, que me pasaría el día yendo a conferencias con gente pretenciosa para luego asistir a eventos nocturnos llenos de anécdotas vacías, como si viajar se redujera a la extensión de la cotidianidad y el vacío en otro ambiente y ninguno contemplara la promesa de la novedad.
Era buena. Hablaba con encanto. Parecía real. Y ese la secundaba. Revelándose. Incompetente como Orlando. Una mosquita muerta. Pero no había opción. Era el ahijado del Jefe. Su teatro me restaba.
—Me disculpan –interrumpí repentino. Me paré.
Tomé el paquete. Fui al baño. Meé. De allí al teléfono. No me veían. Llamé al Consultorio. Repicó. Una. Dos. Tres. Cinco veces. Nadie. Necesitaba hablar con el Jefe. Repetí. Una. Dos. Tres. Diez veces. Nadie contestó. Sudé frío. Respiré hondo. Volví a respirar. Lo medité de más. Me lancé. Llamé a mi casa. Repicó. Una. Dos. Tres veces.
—¿Aló? –contestó mi mujer. Se oía molesta. Triste—. ¿Aló, aló? ¿Eduardo? ¿Es usted? –insistió al otro lado.
Colgué. Me desconocía. No sabía qué decir. Incapaz. Pero necesitaba hablarle. Respiré. Una. Dos. Tres veces. Respiré más hondo. Volví a marcar. Decidido. El teléfono repicó. Una. Dos. Tres. No podía. Volví a colgar. No era el momento. Luego la llamaría.
Ordenamos otra cerveza. Luego otras. Brindamos toda ocurrencia. Pedimos media de ron. Eran buenos. Pero principiantes. Conversaban. Contaban recuerdos. Sueños. Ella coqueteaba. Desbordada. Eliminaba la tensión.
—Un chiste, un chiste –brincó ella–, viene un pastuso a Cartagena, se baja del avión y dice extrañado: Gorro de lana, bufanda de lana, guantes de lana, saco de lana, pantalón de lana, calzoncillos de lana y medias de lana. ¿Por dónde me entrará tanto calor?
—Ténganse duro que llegó el mío –atropelló él–. ¿Cuál es la diferencia entre una novia, una amante y una esposa cuando hacen el amor? La novia dice: ¡Ayyy me duele! La amante dice: ¡Ayyy que rico! Y la esposa: ¡Hayyy que pintar el techo!
—Yo me sé otro medio malito pero no me regañen –volvió ella–, la semana pasada una avioneta se estrelló en el cementerio de Pasto y a la fecha han rescatado más de 900 cadáveres.
—Cuidado que sigo yo –volvía él–, llega un niño donde el papá y le pregunta: Papá, papá ¿el corazón tiene piernas? Y este responde: No hijito. ¿Por qué? Es que anoche oí que decías: abre las piernas, corazón.
—Ay, uno más, uno más, y les prometo que este sí es el último –fue ella–. ¿Ustedes saben por qué los pastusos se abanican con un serrucho? Porque el aire de la sierra es más sano.
—Uno distinto, pues –fue él–, para que entiendan de una vez y no vayan a pensar que soy un degenerado. ¿Qué le dice un espagueti al otro? El cuerpo me pide salsa.
La vida era una. El placer momentáneo. Y múltiple. La experiencia incomunicable. Yo era un viejo. No daba para trotes. Allá ellos. Que lucharan. Que deshicieran. Mis defensas cedían. Me desentendí. Solté el paquete sobre la mesa. Su plan dio resultado. Hice lo que pude. Tómenlo. Quise decir entre los brindis. Váyanse. Es suyo. Ganaron. Quise gritar. La vida podía ser un convite. Un fandango. Una parranda vallenata. Estaba decidido. Fue en franca lid. Ella era una reina. Él no era tan mal tipo. Pese a todo.
NO ERA TAN MALA GENTE, DESPUÉS DE TODO, aunque no daba para ser mi amigo, ni menos para confiar en él. A mí los tragos hacía rato me suavizaban el pecho pero los reflejos seguían intactos. Y el descaro de ese par era alarmante, frente a mí, como si pudieran sacar la jugada tan fácil. Me tocaba estar ahí, a la fuerza, no doblar la vista ni darles opción.
—Lo más bonito de la niñez en el campo, muchachos –seguía hablando, medio loca después de tanto ron y sin que se le entendiera–, era el silencio, y el vacío, que me obligaba quisiera o no a tener que rellenarlo con algo, a inventarme amigos imaginarios, a discutir conmigo misma, a disponerme a soñar, a esperar, y de alguna forma dentro de eso aprendí a apreciar la belleza, en lo sencillo, lo simple, lo más particular.
Él observaba pensativo, encorvado, difícil de definir. Al llegar al segundo bar abandonó el paquete en la barra, fue a la rocola a poner un bolero y regresó tarareando, como para que la cosa pareciera un accidente. Se había desentendido y ahora yo tenía que trabajar doble, echarles un ojo y estar alerta a cada transeúnte, a cada gamín que se aproximara a pedir. Incluso, aguanté una meada más de una hora, hasta que entendí su juego.
—Les cuento. Yo tengo dos hijos. Dos varones. Y mi mujer –empezaba él con su tono entrecortado, despegando apenas en medio de la noche–. Ellos son mi familia. Lo que más quiero.
—De los once hermanos que tuve –se esparcía ella sin que se le viera la lógica, ni el final–, todos hombres, no quedan sino cinco, y de todos me acuerdo el día del cumpleaños y a los que puedo los felicito, ¿y ustedes creen que esos hijuemadres me felicitan a mí?, pues no, y es que si algo he aprendido de esos malagradecidos es que lo mejor es seguir soltera.
La noche poco a poco dio el giro acostumbrado, y los roces comenzaron a hacer efecto. Estaba cansado de tanta cháchara y lo que seguía era claro. Me cogió la ansiedad por meterlo, por empaparme del calor. Entonces me concentré solo en ella, sin interrupciones ni precaución. Mi pelea estaba ganada, no le dejaba opción a ese pobre anciano.
—Quisiera abrir lentamente mis venas –se soltó de repente él, sin ritmo, acompañando la música, con una voz de tarro que lastimaba y daba lástima–. Para poderte demostrar, que más no puedo amar, y entonces, morir después.
Tras insistir e insistir los convencí de que nos fuéramos a bailar, que a mí el cuerpo, también, ya me pedía salsa. Y fue solo caminar un par de cuadras para encontrar el sitio adecuado, el escenario perfecto para precipitar el terreno.
Vámonos pal monte, pal monte pa guarachar. Vámonos pal monte, pal monte me gusta más.
—Vámonos para otro lado, Julianita –le dije al oído jalándola hacia la pista, apretándola, galante, mientras ella reía y lo miraba a la distancia–. Para que probés la medicina que te aliviará, para que sintás el rigor de este hombre.
FICCIÓN O REALIDAD, NO IMPORTABA, pues desde chiquita me pasaba el día leyendo distraída o inventado historias que me liberaran de ese mundo monótono que solo se interrumpía con las tragedias para, muchos años después, entender que aquello que vivía como práctica común se le llamaba imaginación y había gente que se dedicaba a ello con seriedad, y aunque no sería yo la mujer que se convertiría en una de ellas, una profesional, solo salir de la finca, años después, fue darme un golpe de realidad, y de irrealidad, que superaba en creces mis expectativas.
—Venga para acá, mi amor, no se me distraiga que se la roban los leones –me decía Carlos desorbitado, jalándome de la cintura, agarrando tan fuerte que por momentos me lastimaba.
Bajo el repicar furioso de la música y las luces de la pista, la irrealidad no solo superaba toda expectativa, sino que se excedía a terrenos en los que me era imposible diferenciarme, y con el gusto imaginario de la sal en mis labios me fui entregando al baile como una cometa desposeída, sobrellevada por fuerzas que no podía contener, bailando como si todo dependiera de ello, agradecida incluso por el malestar que me había causado Javier la noche anterior pues ahora me permitía una reconciliación eufórica con mi presente y así aproveché para abrazarlos.
—Les digo algo –hablaba el uno pasado de tragos, incapaz de soltarse al baile, con la vergüenza de los muchos años de un cuerpo repetido–. Yo a ustedes. Lo juro. No les temo.
—Mi hermano, estamos delante de una dama, una pollita impecable –lo secundaba el otro con su jerigonza, también desarticulado, mientras una de sus manos no podía estarse quieta y aprovechaba cualquier descuido para tocarme–, pero dejame decirte que yo tampoco.
Nada me refrenaba y, por el contrario, insistía con uno para que se soltara y con el otro luchaba para que se contuviera, y es que yo también estaba comenzando lenta, decididamente, a desatarme, a desprenderme, una vez más en la vida, de la niñita que creció con hombres vulgares entre montañas frías y asoladas, de la niñita aburrida que no hacía más que soñar.
—Yo tengo una bolita que me sube y me baja, ay, que me sube y me baja –sonaba la voz de uno, imponiéndose sobre los altoparlantes, acompañada de movimientos más que exagerados y un nuevo tirón suyo me jalaba hacia el centro de la pista.
—Me sube. Y me baja –leía entre los labios del otro, más desinhibido y capaz, poco a poco, de abandonar su cuerpo al baile en las mesas, la pista y en donde fuera que el ritmo comenzara a atropellarlo.
Y como si nuestras líneas confluyeran en un punto y fuéramos solo un cuerpo dirigido en la misma dirección, como un paquete indiferente entregado a su única materialidad, como cometas sueltas y enredadas que bajo las fuerzas últimas del viento continúan imparables, sin rumbo, ya juntas, llegó el momento en que estábamos bailando en total algarabía, el trencito, la botella, y hasta el currulao. Y en medio de tal sincronía que era como sumergirse en el agua del mar y dejar de ser uno para ser todo, una totalidad incluyente y excluyente a la vez, completa e incompleta, pedimos otra media de ron, la cuarta o sexta, fuera uno a saber, y nos entregamos como olas que revientan involuntarias contra un acantilado y en el escándalo de su estruendo final, y de los tragos que se avenían ya a pico de botella, salimos a la calle.
—Vámonos para la playa –pareció que dijéramos, diferenciados y uniformes, y como olas que revientan con agonía atravesamos la Ciudad Amurallada gritándole al mundo la diferencia y la unidad, la separación de los cuerpos y de las olas que son solo partes de un mismo cielo estrellado, cantándole a nuestras familias, a nuestros jefes, perplejos ante nuestras propias risas que se tornaban en angustia decidida, en pesadumbre, en histeria.
—Brindo por mi Padrino, hijueputa—, gritaba uno frente al mar, ilimitado en su demanda, irreconocible ante el respeto que manifestaba por ese personaje–, el único que me tendió la mano.
—Mujer falacia. Impostora de caricias –se escuchaba el eco del otro, resentido y denso, trastabillando ya y sin disimular lo cerca que estaba de caerse, y no se sabía si cantaba, declamaba o simplemente escupía–. Tu beso es virus que al alma envenena.
No solo como las olas que se estrellan ni como cometas sin rumbo enredadas en un cable de la luz o volando sin esperanzas ni control hasta un paraje sin viento, sino como tres cuerpos aplomados por un ron que entraba como el agua, concretos y tangibles como rocas que continúan el orden universal de las cosas y siguen siendo rocas, quietas durante milenios o rodando hacia el abismo, aterrizamos por entero en la noche.
—Y dice tra, y dice tra, y dice tra tra tra tra tra tra –cantaba el uno, o lo que fuera, alimentando un ritmo que nos escalonaba y partía, imponiendo un orden que desarticulaba todo lo que a esas alturas todavía tuviéramos por decir–, y dice tra, tra, y dice tra tra tra tra tra tra.
Nos arrastramos por la arena, tra, rodamos, tra tra, gemimos y lloramos, y nuestra única certeza era que nada de esto tenía sentido y solo en esa revelación borracha podíamos descansar, en la arena pringosa, en el oleaje que dejábamos atrás, en esas calles siniestras visitadas por turistas e indigentes rebuscando su noche, en la pobre iluminación que apenas proyectaba nuestras sombras sobre el asfalto.
Al entrar al cuarto de hotel ninguno se preguntó qué estaba haciendo allí pero todos lo sabíamos, extrañados de que el gesto confuso de acompañarnos deviniera así, expectantes y sin saber muy bien para dónde tirar, cómo comenzar, hasta que en medio de la oscuridad una mano agarró mi cintura y unos labios comenzaron a besarme el cuello, y mi reflejo, ciego, fue agarrarme de otra mano, jalarla hacia mí y besar unos labios que también imaginaba salados por el mar, y en cuestión de minutos una mano era otra mano, era una boca era una pierna y todo, de nuevo, era un solo cuerpo que ni podía definirse a sí mismo.
Una experiencia inusual, desconcertante, de alguna forma hermosa, como cuando descubrías una geografía o un sabor diferente y no estabas segura si te gustaba, como cuando regresabas al mar y te sumergías incapaz de no pensar en lo placentero que siempre te pareció pero a la vez traía el recuerdo de tu hermano muerto, o cuando percibías, de nuevo, el miedo que siempre le tuviste al mar, o como cuando te metías al mar llena de expectativa y era tanto el gusto que así mismo el placer desaparecía, se difuminaba en la mezcla con el agua sin poder dar cuenta de tus límites, y no podías más que repetirte que era una experiencia extraña, en cierta forma hermosa, u horrible, quizá in...
Índice
- CUBIERTA
- PORTADA
- CRÉDITOS
- PRIMERO
- SEGUNDO
- TERCERO
- CUARTO
- QUINTO
- AGRADECIMIENTOS
- CONTRACUBIERTA