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La venganza de la realidad
Un viaje al centro de las discusiones científicas más enconadas hoy
- 50 páginas
- Spanish
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- Disponible en iOS y Android
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La venganza de la realidad
Un viaje al centro de las discusiones científicas más enconadas hoy
Descripción del libro
Los primeros años del siglo XX desencadenan una orgía científica: nombres como Planck, Einstein, Heisenberg, Pauli y Born revolucionan sus disciplinas; luego el entusiasmo acaba convirtiéndose en una decepción total, y en una cierta sensación de que la física se halla en un callejón sin salida. En el siglo XIX la idea de la evolución de Darwin pone fin a siglos de superstición; su deriva, en cambio, concluye en un combate entre sociobiólogos y darwinistas de izquierda, no demasiado satisfechos con la tesis de que el ser humano se mueve por interés propio. Hoy la neurociencia ocupa gran parte de la atención mediática, y los diarios nos sorprenden eventualmente con titulares del tipo "el libre albedrío ha muerto".
Física y cosmología, biología evolutiva y genética, psicología cognitiva y neurociencia, son algunas materias donde hoy se están dando descubrimientos asombrosos. O todo lo contrario. En La venganza de la realidad, Daniel Arjona nos eleva al centro de las más enconadas discusiones científicas hoy, y apuesta por una tendencia inequívoca: estamos asistiendo a una retirada de los elementos más subjetivistas y confusos de la ciencia moderna. La realidad ha vuelto para vengarse.
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Información
Categoría
Proceso políticoCAPÍTULO 1
¿DESASTRE?
Física / Cosmología
«Penny: ¿Qué hay de nuevo en el mundo de la física?
»Leonard: Nada
»Penny: ¿En serio? ¿Nada?
»Penny: ¿En serio? ¿Nada?
»Leonard: Bueno, a excepción de la teoría de cuerdas no ha pasado casi nada desde los años treinta, y la teoría de cuerdas no se puede demostrar, sólo puedes decir: “¡Eh, escuchad, mi teoría tiene cierta lógica y consistencia interna!”
»Penny: Ahhh. Bueno, ya surgirá algo.»
—The Big Bang Theory—
Alguien se dejó el horno encendido. El siglo xix ha echado el freno, el xx arranca con lentitud y hay un hombre absorto frente al horno de su cocina. Corre el año 1900 y Max Planck busca en Berlín una explicación para algunas conclusiones desconcertantes de la física de su tiempo que aseguran que la energía dentro de un horno encendido es infinita. Hace demasiado calor en la cocina. El infinito molesta indeciblemente a los científicos, su sorpresiva aparición en cualquier laboratorio es siempre una señal de alarma, de que algo no están haciendo bien. Planck da con la solución. Si abandonaba la idea de que la energía se transmite como una onda continua e infinitamente divisible, y la sustituía por una serie de minúsculos paquetes indivisibles llamados quantums (determinados por la constante de Planck), todas las paradojas se esfumaban. Claro que, como en esas historias de viajes en el tiempo en las que un minúsculo acto desencadena devastadores efectos futuros, la solución al dilema del horno (o del cuerpo oscuro) fundaba nada menos que una nueva teoría, la física cuántica, destinada a revolucionar la historia de la ciencia.
Un joven empleado de la oficina de patentes en Berna, Suiza, sigue por esos años con atención las discusiones sobre la naturaleza de la luz hasta que se decide a dar su opinión. Estamos en 1905, año cuya sola mención pone más feliz a un físico que el anuncio de una nueva temporada de Doctor Who. En aquel annus mirabilis y en una secuencia irreprochable de artículos, el oficinista Albert Einstein se asomaba a la otra gran teoría científica del siglo XX, la relatividad, con el tiempo pareja de baile, no precisamente agarrado, de la teoría cuántica. Por cierto que uno de aquellos milagrosos artículos afianzaba los descubrimientos de Planck sobre la cuantificación de la luz convirtiendo así a Einstein en eminente precursor de una disciplina de la que, según la versión escolar de la historia, siempre sería furibundo enemigo.
Ustedes lo habrán oído. La relatividad, más en concreto la teoría de la relatividad general de 1915, y la teoría cuántica que alcanza su culminación en 1925-1926 son enemigas mortales. La primera explica lo muy grande, y lo hace anclando la atracción gravitatoria entre cuerpos gigantescos como estrellas y galaxias en la estructura misma del espacio-tiempo. La segunda describe lo muy pequeño, los constituyentes básicos de la materia y las fuerzas que desarrollan entre sí. Como un matrimonio mal avenido cuya precaria situación económica impide abrazar el divorcio, ambas teorías han coexistido cerca de un siglo bajo el mismo techo de la Academia, aun cuando los físicos saben que ambas no pueden ser ciertas a la vez. De las razones de esta discordia y de los intentos por lograr un digno heredero que la superara sabremos en las siguientes páginas, así como de sus parafilias comme il faut, pues, como es doctrina canónica en los consultorios de parejas, nada como echarle picante a una relación para salvarla de la enemistad y la rutina.
RELATIVIDAD Y SERENDIPIA
«Newton, perdóname.»
—Albert Einstein—
A finales del verano de 1919 Albert Einstein esperaba con aparente despreocupación los resultados de la expedición Eddington que, tras comprobar en pleno eclipse ecuatorial cómo se curvaba la luz de una estrella lejana al pasar cerca de nuestro sol, validaría su teoría de la relatividad general. Cuando al fin llegaron las buenas noticias, le acompañaba la estudiante de postgrado Ilse Schneider. Ésta le preguntó por la posibilidad de que el experimento hubiera demostrado lo contrario, que su teoría era errónea, a lo que Einstein le respondió, imperturbable: «entonces lo sentiría por el buen Señor, ya que la teoría es correcta». La anécdota da fe de la férrea seguridad que Einstein depositaba en sus ecuaciones, hasta el punto de que la confirmación empírica de los resultados, por muy espectacular que pareciera, la daba por amortizada.
Para aquel año Einstein había concluido lo que su biógrafo Dennis Overbye califica como «probablemente el más prodigioso esfuerzo de genialidad sostenida por parte de un hombre en toda la historia de la física». Si, en 1905, en apenas cinco meses, había despejado de un manotazo la física de su tiempo al postular los cuantos de luz, la relatividad especial con su equivalencia de masa y energía, y el procedimiento para demostrar la existencia de los átomos; lo conseguido entre 1915 y 1917 funda la cosmología moderna. La relatividad especial se convertía en general con el descubrimiento de las ecuaciones del campo gravitatorio y, sobre todo, con una imaginativa y exacta descripción de la estructura del universo. La gravedad no funcionaba aquí —en la costumbre newtoniana— como una instantánea fuerza de atracción, sino más bien como un tamiz que la masa de los cuerpos curvaba, como el omnipresente tejido del cosmos.
Y sin embargo aquellos años fueron también los del ejemplo de serendipia (aún por confirmar) más alucinante de la historia de la física. Serendip es el nombre musulmán de Sri Lanka, la antigua Ceilán, y es también el de un relato de Horace Walpole en el que se recoge la leyenda de tres príncipes de la isla que solucionan una serie de catastróficas desdichas gracias a otra serie correlativa de increíbles casualidades.
El universo en el primer cuarto del siglo XX era un lugar muy pequeño. Nuestra galaxia, la Vía Láctea, con sus cien mil millones de estrellas y aparentemente estable, era la única casa estelar conocida. Pero, ¿cómo podía mostrarse tan apacible aquel lugar sometido a la ineludible atracción gravitatoria? ¿Por qué no se atraían todas las estrellas entre sí hasta el colapso? Probablemente fue aquella una de las raras ocasiones en las que Einstein desconfió de sus ecuaciones y las adaptó hasta hacerlas encajar con unas observaciones que, más tarde, se demostrarían falsas. Si, en lugar de inventarse una pequeña fuerza repulsiva para contrarrestar la atracción gravitatoria (la constante cosmológica), hubiese esperado apenas unos años a que los descubrimientos de Hubble alumbraran un universo en expansión muy distinto del que se pensaba, no habría cometido lo que más tarde desechó como su mayor error. Y sin embargo, aquel tremendo error podría explicar hoy, casi un siglo después, uno de los mayores misterios de la cosmología: la energía oscura.
Serendipia.
AFTER HOURS CUÁNTICO
«Si se considera a Niels Bohr el verdadero fundador de la mecánica cuántica, no sólo es por sus descubrimientos personales, sino sobre todo por el extraordinario ambiente de creatividad, de efervescencia intelectual, de libertad de espíritu y de amistad que supo crear a su alrededor.»
—Michel Houellebecq—
Instituto de Física de Copenhague, 1925-1927. Heisenberg, Pauli, Born. Los mejores de entre los jóvenes físicos europeos de su tiempo, que disfrutan del envidiable ambiente tan bien descrito en Las partículas elementales por Houellebecq, desarrollan la llamada interpretación de Copenhague de la mecánica cuántica, tras cuya cabalgada no vuelve a crecer la hierba sobre las categorías establecidas de espacio, causalidad o tiempo. Sobre los arcanos cuánticos cae el mayor número de boutades científicas conocidas. El resumen dice algo así: quien no queda alucinado al tener noticia de los tejemanejes de las partículas elementales, es que no los ha entendido; y aquel que, boquiabierto, sí cree haberlo hecho… bueno, pues en realidad tampoco. «Nadie entiende la mecánica cuántica», dijo Richard Feynman.
Planck había demostrado en 1900 que la energía se transmitía en pequeños paquetes pero no tenía ni idea de por qué. Einstein lo aclaró en 1905 al describir cómo la propia luz se transmitía en pequeños paquetes llamados fotones. Se aclaraba el enigma del efecto fotoeléctrico, y fue por ello, y no por la relatividad, por lo que en 1920 Einstein obtendría el Nobel de Física. Tales fueron los inicios de la mecánica cuántica, que casi parecen pueriles comparados con lo que vino después. Y es que, si un rayo de luz no era a fin de cuentas más que un puñado de partículas, ¿por qué a Maxwell, gran unificador del electromagnetismo algunos años antes, le p...
Índice
- Portadilla
- Créditos
- Contenido
- Nota del editor
- SINOPSIS
- Introducción acelerada
- Capítulo 1
- Capítulo 2
- Capítulo 3