Notas desde un país extranjero
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Notas desde un país extranjero

  1. 264 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Notas desde un país extranjero

Descripción del libro

Suzy Hansen (Nueva Jersey, Estados Unidos) era una joven periodista de éxito cuando Estados Unidos sufrió el ataque del 11- S y decidió invadir Irak. La desconexión entre las noticias de su país y el caos que estaba dominando el mundo la llevó a viajar a Estambul para tratar de entender la sociedad musulmana que había quedado reducida a una gran amenaza. Durante su larga estancia en Turquía, viajando por Grecia, Egipto, Irán y Afganistán, no solo descubrió la cultura, la historia y la política de estos países, sino también a ella misma y su país.Periodismo, historia, memoria, sorpresa, información, cercanía a mundos diferentes...
Con Notas desde un país extranjero el lector queda impresionado al acceder a una información que no sabe que le falta para entender las noticias actuales. Escucha las voces de gente musulmana de distintas clases sociales desde su vivencia cotidiana, no desde la ideología. Una emotiva reflexión sobre la turbulenta globalidad que vivimos.
Un libro para entender la globalización y la existencia del nacionalismo.

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Información

Editorial
De conatus
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9788417375331

1. PRIMERA VEZ EN ORIENTE: TURQUÍA

Ella nunca volvería a creer que existía un único relato y que solo le pertenecía a ella, que podía crear su propia pequeña felicidad y vivir a salvo dentro de ella.
KIRAN DESAI
Con el tiempo llegué a contemplar las vistas de Estambul desde un avión con una sensación de claustrofobia. Los edificios de tejados rojos se esparcían a lo largo y ancho de todo el paisaje visible, como si hubieran sido creados por arte de magia digital para una película de ciencia ficción. Era tan incomprensiblemente enorme; una ciudad planeta. Buscaba con pánico creciente el lugar en el que la naturaleza finalmente rompía ese concreto interminable: el mar Negro, el Mármara, el Bósforo serpenteando con elegancia, una parcela de bosque con las cabezas de sus árboles inclinadas ante el asedio. Estambul era más grande que el país, como le gustaba decir a los turcos; se tragaba todo lo que encontraba a su paso, y con el tiempo su apetito se haría monstruoso. Pero aquel primer día de 2007, miré hacia Estambul solo con admiración, la dulce sorpresa de la turista occidental que no sospechaba que el mundo hubiese avanzado sin ella. Desde mi asiento, los buques cisterna que aguardaban en fila para entrar en el estrecho del Bósforo se veían como si estuvieran esperando ser admitidos en el centro del mundo.
El aeropuerto de Estambul era moderno y eficiente, europeo, y lo primero que me llamó la atención fue lo poco extranjero que parecía, al menos en comparación con lo que yo imaginaba: que de algún modo se viera más viejo que el destartalado aeropuerto de Nueva York del que acababa de salir. Las paredes metálicas resplandecían, los maleteros permanecían atentos, había un Starbucks. Las puertas corredizas más allá de las cintas de equipaje se abrían como el telón de un escenario ante un público de rostros expectantes, en su mayoría hombres con vello facial oscuro que se apiñaban, ansiosos por agarrar a sus abuelas con andares de pato y llevárselas a salvo de la multitud. La sala casi parecía estar silenciada, había una obediencia ante el orden que yo aún no comprendía. Era el aeropuerto de un país estable.
Mi elegante taxi pasó a toda velocidad entre edificios cuyo estilo arquitectónico parecía una extraña combinación entre las urbanizaciones residenciales de Florida y los suburbios europeos, con centros comerciales que me resultaban tan familiares como los que frecuentaba en Nueva Jersey. Nunca fantaseé con un Oriente exótico, pero no me esperaba que la globalización se hubiese filtrado como un pesado líquido a todos los rincones de la Tierra. Las carreteras estaban impecables, los tulipanes flanqueaban el camino y por todas partes había vallas publicitarias que anunciaban prometedoras construcciones nuevas, como si se tratara de una película americana de los años cincuenta: ¡la próxima tierra prometida! Cuando el coche salió de la autopista, pude entrever el mar de Mármara, destellando alrededor de aquellos enormes buques cisterna. Luego la carretera hizo una curva por el borde de la vieja península de la ciudad, y más adelante por fin vi la milagrosa geografía del gran Estambul: tres piezas independientes de paisaje urbano multicolor que emergían del centro de un mar azul intenso. Una torre de piedra, como de libro de cuentos, se erguía por encima de una maraña de edificios que descendían en cascada por una colina hacia el Bósforo, sobre el que se tejía con delicadeza un puente en forma de red que conducía hasta… ¿Asia? La cercanía de los dos continentes resultaba improbable, esperanzadora, como si el mundo no fuese tan grande y distante después de todo. Viejos ferris blancos iban veloces de un lado a otro como escarabajos que diligentemente transportaran mensajes entre las dos tierras. Las gaviotas graznaban en lo alto —a mis oídos, era la banda sonora de mi océano Atlántico superpuesta sobre una metrópolis asiática— y descendían en picada sobre diminutos botes de remos amarrados a la costa. No podía creer lo hermoso que era todo, cómo era justo lo que había deseado.
El piso al que finalmente me mudé tenía más de cien años, las ventanas rotas, y no tenía calefacción; eso sí, estaba situado en lo que yo me imaginaba que era el típico barrio de Estambul: edificios de finales de siglo, deteriorados, pero bellos, y angostas calles de pavimento adoquinado, hombres holgazaneando y fumando en los portales. Gálata estaba en el lado europeo de la ciudad, antes poblado por judíos, armenios y griegos, ahora hogar de extranjeros y familias kurdas ocupadoras; su esplendor estaba ahora degradado y derruido. En mi piso, la ducha rociaba todo el cuarto de baño, la cocina estaba cubierta de polvo y el vestíbulo era tan oscuro que daba miedo, pero desde el balconcito podía ver Santa Sofía enmarcada a la perfección entre dos edificios, así que me consideré la persona más afortunada del mundo. Mi nuevo hogar se llamaba Şükran Apartmanı, o los Apartamentos de la Gratitud.
Solo conocía a una persona en la ciudad, una estadounidense que estaba escribiendo un libro sobre las relaciones entre armenios y turcos. Después de descargar mi equipaje, la seguí —aturdida— para ir a conocer a un estudiante de doctorado kurdo llamado Caner para comer künefe en un establecimiento que solo vendía künefe. Estambul, que se encontraba en una fase económica aparentemente celestial entre el mundo antiguo y el temprano capitalismo, aún tenía tiendas que se dedicaban a una sola cosa: vender huevos, hornear simit (una rosca turca) o preparar künefe, un postre almibarado que los turcos cocinan, sin remordimiento alguno, con mantequilla y queso derretidos al mismo tiempo. A veces estos negocios no eran más que un horno y un par de mesas sobre un suelo de cemento, pero sus atentos empleados se quedaban ahí, mirando fijamente a los clientes, y les entregaban sus postres con el orgullo y la seguridad de un artista. La hospitalidad turca no era servil; todo lo contrario, eran ellos quienes estaban al mando. Esto causaba el extraño efecto de hacerte sentir en deuda con ellos aunque fuesen ellos quienes te estuvieran sirviendo, creando así la ilusión de que se entablaba una relación. Estas interacciones diarias contribuyeron en gran medida, y durante mucho tiempo, a permitirme fingir que no me sentía sola.
Caner y mi amiga estadounidense continuaban una conversación que habían iniciado días antes, y yo observé a Caner con la meticulosidad de una científica. Tenía una voz suave y era serio, y sabía liar sus cigarrillos agraciadamente sin dejar de mirarte a los ojos. Ese mismo día, el Ejército había asaltado una revista progresista llamada Nokta, de la que nos habló con tono solemne, porque había unos documentos confidenciales relacionados con una posible conspiración para dar un golpe militar. Un golpe militar era un concepto demasiado fantástico para que yo me lo tomase en serio; en cambio, cuando él dijo que la revista era «progresista», me pregunté si en realidad no habría querido decir «radical». Todavía pensaba, inconscientemente, que la policía solo perseguía a los malos. Caner nos contó que el Ejército no había podido acabar de fotocopiarlo todo en un día, así que habían decidido continuar con el asalto más tarde. Parecía enfadado. Me di cuenta, no con menos sorpresa, de que si eras de izquierdas en Turquía, tu enemigo era el Ejército, no el islam.
Al cabo de un rato, reuní el valor para tratar de impresionar a Caner con mi conocimiento fragmentario de la situación política de Turquía. Le pregunté por las declaraciones del presidente saliente, en las que afirmaba de forma explícita que Turquía estaba peligrosamente cerca de caer en manos del islam radical, que era de lo que se hablaba sin parar en aquel momento. El presidente turco era el clásico político laico de Oriente Próximo, de los que siempre estaban haciendo advertencias sobre el islam, aparentemente para asustar a la gente. Lo único que tenía alguna posibilidad de éxito frente a la determinación ideológica de los partidos políticos islámicos era la determinación ideológica de ser antiislámico. Los laicos hablaban del islam más que nadie.
“¿Piensas que él de verdad cree que Turquía caerá en manos del islam radical?”, le pregunté, escupiendo clichés con seguridad. ¿O solo lo dice para ganar votos para su partido? Caner me miraba como si estuviera loca. “¿Creer?”, dijo él. “Lo que se cree no es cuestión de hechos. Lo que se cree es una cuestión de posición política”.
Aquello parecía responder y no responder a la pregunta al mismo tiempo. ¿Me había pillado? ¿Se había dado cuenta de que lo que realmente preguntaba era si Turquía estaba cayendo en manos del islam radical? En ese momento, en 2007, eso era lo que todo el mundo quería saber. Parecía que el «islam radical» era la última cosa que le preocupaba a Caner. Yo anhelaba que dijera algo más, pero me quedé callada.
Caner era kurdo, y también aleví, una rama del islam considerada hereje por muchos miembros del culto sunní predominante en Turquía. Fue una gran suerte que él fuera la primera persona a la que conocí en Turquía, el prisma a través del cual poco a poco intenté comprender su política, porque, como miembro de dos minorías marginadas, no sentía particular simpatía ni por los islamistas ni por los laicistas, por este o por aquel partido. Pensaba que todos eran horribles. Era capaz de ver las cosas con mayor claridad, sin pasión, sin ideología y, por consiguiente, sin demasiada esperanza. Y por muy desolador que fuera eso, él era un recordatorio constante para intentar pensar de esa manera, para evitar las trampas de nuestros propios prejuicios. Algo que yo encontraba muy difícil de hacer.
Al día siguiente, me llevó a conseguir un teléfono móvil barato de segunda mano y una tarjeta SIM ilegal —a día de hoy todavía no estoy segura de por qué, pero la expedición contribuyó a reafirmar mi ya exagerada idea de Turquía como país capitalista en una fase temprana— y cruzamos a pie el puente de Gálata, ese conector que pendía muy bajo sobre el Cuerno de Oro y conectaba el Beyoğlu europeo, mi barrio, con la antigua ciudad otomana. Había oído que los hombres pescaban desde él —siendo esa una de las imágenes románticas más típicas de Estambul—, pero aquel primer día me impactó ver a tantísimos de ellos blandiendo cañas de pescar y anzuelos letales muy cerca de una caótica pasarela peatonal.
—Caner, ¿necesitan un permiso para pescar desde el puente?
—¿Un permiso? —De nuevo me miró como si estuviera loca—. ¿Y… los peces tienen permiso para nadar?
Su pregunta me fascinó de un modo totalmente desproporcional a su contenido. Mirar el mundo desde una nueva perspectiva es sentirte como si te hubieran cortado las cuerdas que te sujetan a la Tierra. Caner continuó, riendo, mientras recordaba que un amigo una vez le preguntó por qué llamábamos marisco al marisco, porque entonces los humanos deberían llamarse terriscos. «No confundas la libertad con la felicidad», me dijo una vez alguien en aquellos años. Pero en mi cabeza yo estaba reestructurando significados, del mismo modo que Caner hacía con las palabras. Nadie que compartiera mis esquemas mentales me estaba observando, y tenía la oportunidad de verlo todo de forma tan distinta que de verdad llegué a sentir que mi cerebro respiraba. De hecho, me sentía como una niña.
Orham Pamuk hizo famosa la hüzün de Estambul —una melancolía por el imperio caído y una sensación de pérdida que recubrían a la ciudad y a sus habitantes—, pero, al principio, Estambul se me hacía demasiado hermosa como para ver las muestras de su degradación. Aquellos primeros días me dolían las piernas de subir y bajar una y otra vez las empinadas colinas de la ciudad, intentando memorizarlo todo en un mapa mental imposible. Estaba enamorada, como si hubiera estado viviendo en un mundo al revés y de repente alguien lo hubiera puesto todo al derecho. A diferencia de Nueva York, donde los edificios tapaban el cielo, Estambul, desde la magnífica y amplia lente de las cimas de sus colinas, te hacía sentir más grande, enorme y elevado. Abajo, en las callejuelas estrechas, de cerca, todo parecía suceder en miniatura, como en el set de una película, y por lo tanto lucía de un tamaño incomparablemente más humano: la campesina que emergía de su tienda barriendo; un hombre que tiraba de su carro lleno de cosas viejas y rotas; un pequeño niño arrastrado por su padre; por la noche, un hombre meando en el portal; señoras que renqueaban despacio, un pie y luego el otro, tambaleándose; hombres que fumaban en taburetes delante de sus talleres; muebles antiguos amontonados delante de casas destartaladas; un vendedor ambulante ofrecía huevos como si estuviera en un puesto de perritos calientes. Los velos se mecían entre la multitud como boyas. Más que una amenaza islámica, parecían personajes de Edith Wharton de principios de siglo con tocados mejorados. Las mujeres tapadas parecían totalmente normales, aquí, donde vivían, llevando las bolsas de la compra, caminando al trabajo, muy lejos del mundo teórico en el que las había imaginado. El impacto de simplemente ver cosas del extranjero con mis propios ojos equivalía a leer mil libros de historia. Encontré que observaba la vida con más detenimiento, que tenía los cinco sentidos puestos en mi entorno.
No hablaba la lengua, así que aquellos primeros meses los viví en un estado de ruido blanco y disfrute visual. Estaba obligada a mirar, y a ver. De hecho, la primera vez que regresé a Nueva York después de un año en Estambul, de doce meses con la mirada fija en el Bósforo, cogí un metro que pasaba sobre el puente de Manhattan y fue como si hubiera visto el agua de Nueva York por primera vez. No fue que me percatara de su relativa familiaridad en comparación con el Bósforo, sino que jamás la había mirado realmente. En Estambul, todas las tardes bajaba corriendo a un aparcamiento lleno de polvo donde los encargados bebían té y veían el sol escurrirse entre los minaretes hasta sumergirse en el Cuerno de Oro: el Palacio Topkapı, la Mezquita Azul, la Torre de Gálata, la desembocadura del Bósforo. Desde allí se veía todo, pero no era más que un aparcamiento, cuyos habitantes eran tres empleados, una señora amante de los gatos con sus diez gatos, y tres perros callejeros. «Venga, siéntate», me llamaba uno de los encargados, ofreciéndome té. Yo me quedaba de pie y observaba el sol desaparecer detrás de la vieja ciudad, arrojando su resplandor rojo sobre el Bósforo, transformando las ventanas del lado asiático en miles de fuegos cobrizos. Los perros callejeros se acurrucaban juntos en la tierra y aullaban cuando la mezquita iniciaba su llamada a la oración. En Nueva York un terreno así valdría millones de dólares y lo venderían para construir bloques de pisos. Había leído en alguna parte que los bizantinos creían que todo el mundo, ricos y pobres, merecía una casa con vistas al Bósforo en lugar de que fuera propiedad exclusiva de unos pocos ricos. Todo en Turquía parecía la antítesis del lugar de donde yo venía.
Los verdaderos pobres, cuyas destartaladas casas a veces podía divisar alojadas en las grietas de las colinas, habían llegado en hordas a Estambul durante la gran ola migratoria del campo a la ciudad que comenzó en los años cincuenta. Pueblos enteros procedentes de Anatolia reclamaban un pedazo de tierra —ya fuese en las afueras de las ciudades o apretujados entre mansiones— y rápidamente montaban sus refugios de cemento y chapa para que no pudieran desalojarlos; pusieron realidades sobre el terreno. Los barrios de chabolas de Estambul se llamaban gecekondu, que significa «construido de la noche a la mañana», y los políticos de Estambul, que se mueven en esa peculiar frontera entre lo pícaro y lo humanitario, se apresuraron a prometer electricidad y agua a sus nuevos electores en potencia, sabiendo que dichos servicios les reportarían votos. Independientemente de sus intenciones, les permitieron quedarse. Rara vez vi a personas sintecho en Estambul, y los barrios de chabolas jamás estuvieron ni cerca de verse tan mal como los que se mostraban en las fotos de Río o de Nairobi; e incluso esto me parecía una prueba de la sólida humanidad de los turcos. Yo era lo opuesto a los estadounidenses que había conocido en mi primera noche en la ciudad, que se quejaban de la comida, de los taxistas y del hecho de que los turcos no hablasen inglés. A mí me encantaba todo y me encontraba en un estado de constante genuflexión emocional ante aquella sociedad secreta que me había permitido entrar.
Bósforo arriba, en las aldeas del norte, había concesionarios de Ferrari y mansiones con torres como cucuruchos de helado apiladas sobre empinadas colinas. El Bósforo parecía un refugio vacacional de celebridades, parecido al lago Como. Tenía un halo de exclusividad y ocio infinito. Las mujeres pasaban las horas sentadas al aire libre en las mesas de las terrazas, todas con las más variadas tonalidades de rubio y sus delgadas figuras ancladas por bolsos Marc Jacobs o Gucci. ¿De dónde sacaban todo ese dinero? ¿Cómo lo ganaban? (Lo más al este que yo había estado era en Sarajevo). Miré por la ventanilla del taxi en Estambul con una repentina sensación de desánimo que no fui capaz de identificar hasta años más tarde. Como muchas de mis reacciones de aquella época, esta también era vergonzosa: era como si nunca se me hubiera pasado por la cabeza que Turquía pudiera ser tan rica. Nunca había pensado que pudiera verse así: mejor que nosotros. Se me había inculcado la idea de la inferioridad del Este sin conocerlo, y, en comparación, su extraordinariedad hizo tambalear mi confianza. Tal vez esta fue también mi primera impresión del declive de Estados Unidos, y sentí que me hundía con él, como si la decadencia de Estados Unidos dijese algo sobre mí o, peor aún, como si el éxito de Turquía dijese algo sobre mí. ¿Era esta la misma sensación de fracaso que los estadounidenses experimentaron cuando un puñado de hombres abrió una brecha en las fronteras de Estados Unidos y derribó las Torres Gemelas, de alguna manera más poderosos que nosotros? ¿Era de ahí de donde provenía la rabia estadounidense?
Mi propia rabia, una especie de rabia caprichosa por vergüenza, aparecería en las clases de turco. Mis primeros días de lecciones fueron un desastre de proporciones desgarradoras. En el colegio se me habían dado bien los idiomas de la forma en que se les dan bien a los ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Título
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Introducción
  6. 1. Primera vez en Oriente: Turquía
  7. 2. En busca de Engin: Turquía
  8. 3. Una mentalidad de Guerra Fría: Estados Unidos y el mundo
  9. 4. Intervenciones bienintencionadas: Grecia y Turquía
  10. 5. Dinero y golpes militares: el mundo árabe y Turquía
  11. 6. Estados Unidos en miniatura: Afganistán, Pakistán y Turquía
  12. 7. Sueños americanos: Estados Unidos, Irán y Turquía
  13. Epílogo
  14. Notas
  15. Agradecimientos