Una historia natural del piano
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Una historia natural del piano

De Mozart al jazz moderno

Stuart Isacoff, Mariano Peyrou

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Una historia natural del piano

De Mozart al jazz moderno

Stuart Isacoff, Mariano Peyrou

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Un relato que nos presenta a Mozart tocando en los cafés de Viena; a Henri Herz divirtiendo a los mineros durante la fiebre del oro; a Liszt desmayándose en brazos de su ayudante mientras el público (femenino) enloquece y a Glenn Gould serrando las patas de su taburete y tarareando mientras toca. Es una mezcla de historia cultural, análisis de intérpretes y estilos, estudio musicológico de compositores y relato de costumbres.

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788415427735

VIII
LOS ALQUIMISTAS

PRIMERA PARTE. QUÍMICA

Claude Debussy (1862-1918) brindaba a su público la antítesis de los estruendosos aporreos de Beethoven. Como el maestro zen que percibe el sonido de una única mano aplaudiendo, Debussy se imaginó un piano completamente “desprovisto de macillos”, un instrumento procedente de un mundo etéreo donde, según la visión poética de Charles Baudelaire, en lugar de unos golpes percusivos, “los sonidos y los perfumes giran en el aire de la tarde” produciendo un efecto levemente embriagador.
El objetivo de los alquimistas es transportarnos a esos mundos, situados más allá de la cotidianidad. El propio Debussy empleó este término cuando era estudiante en el conservatorio de París y recibió una dura crítica por no respetar las convenciones. “El señor Debussy tiene una pronunciada tendencia –demasiado pronunciada– hacia la exploración de lo desconocido –informó la Académie des Beaux-Arts–. Da la sensación de que el color musical está exagerado hasta tal punto que el compositor se olvida de la importancia de la construcción precisa y la forma”. Como respuesta, Debussy declaró que no le interesaba en absoluto “la ciencia del castor” –rechazando la idea de que los compositores han de comportarse como los pequeños y diligentes constructores de la naturaleza–, sino “la alquimia del sonido”.
Su elixir secreto era la armonía: la combinación de diversas notas que suenan al mismo tiempo. Pero sus construcciones armónicas no seguían los modelos tradicionales, que habían evolucionado desde la sencillez de sus comienzos, en la música sacra medieval, hasta un complejo sistema conocido como “tonalidad”. Debussy dejó de lado las reglas de la sintaxis musical, establecidas hacía tanto tiempo, y emprendió un camino nuevo.
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Claude Debussy.
Debussy encontró la inspiración que necesitaba para su nuevo enfoque musical en el ambiente fértil de la vanguardia francesa, donde, a las puertas del siglo XX, los poetas, pintores y músicos buscaban fervientemente “correspondencias” ocultas entre las diversas impresiones sensoriales. (Esta idea no era del todo nueva; el escritor romántico alemán Novalis había proclamado, alrededor de un siglo antes, que las palabras piensan, pintan y cantan por sí mismas). Su punto de encuentro era una librería llamada L’Art Indépendant, donde acudían, entre otros, el poeta simbolista Stéphane Mallarmé y el pintor favorito de Debussy, Gustave Moreau, además de otros artistas notables como Edgar Degas y Henri de Toulouse-Lautrec. Todos ellos trabajaron juntos en la búsqueda de un nuevo lenguaje artístico “liberado de la convención”, en palabras de Baudelaire, y “con una intensa conciencia del misterio”. Su ideal era el mundo onírico descrito por un Edgar Allan Poe embriagado por el opio, “donde el cielo de un azul más transparente se retira hacia lo profundo como un abismo más infinito, donde los sonidos reverberan como los de la música, donde los colores se expresan, donde los perfumes nos hablan del mundo de las ideas”.

EL UNIVERSO TONAL
Las sonatas de Mozart, los preludios de Chopin y otras miles de obras musicales compuestas entre los siglos XVII y XIX se organizan según los principios del ‘sistema tonal’, en el que las notas se comportan como los cuerpos celestes: hay un centro de gravedad (como nuestro sol) en torno al cual giran las demás notas (como los planetas). Las relaciones entre las notas están regidas por diversos grados de atracción.
Por ejemplo, en el plano de la armonía, el acorde (grupo de notas) que se construye sobre el primer grado de una escala (llamado la tónica) funciona como una ‘casa’ desde la que parte la narración musical (creando una sensación de tensión) y a la que regresa (generando una sensación de alivio). Ciertos acordes, como el que se construye sobre el quinto grado de la escala (llamado el dominante) tienden hacia la tónica con mucha fuerza, de modo que facilitan esa sensación de conclusión.
La tonalidad en que está una pieza determina la tónica. En la tonalidad de do, el acorde de tónica es alguna clase de do. En la tonalidad de re, es alguna clase de re. En cada tonalidad hay una tónica, del mismo modo que en cada pequeña localidad hay una calle a la que los residentes llaman la calle Mayor; todas tienen el mismo nombre, pero no las confundiríamos.
El proceso tonal no es arbitrario ni simbólico, sino que está basado en leyes naturales: los acordes que transmiten más sensación de estabilidad surgen de manera natural de un fenómeno físico, el de las vibraciones de los objetos. Cuando se hacen vibrar unas cuerdas, no solo producen un sonido fundamental, sino también unos armónicos adicionales, que suenan más débiles, como susurros. Los armónicos que más se escuchan forman lo que se llama un acorde mayor.
A medida que las técnicas musicales fueron evolucionando a través de los siglos, los compositores inventaron formas de eludir las fórmulas más básicas y restrictivas del sistema tonal. En la época romántica (el siglo XIX), los músicos llegaron a dominar esto de tal modo que su música con frecuencia parece fluir interminablemente, sin estar ya anclada en un centro tonal concreto, lo cual es una metáfora musical perfecta para definir aquella época de ‘anhelo infinito’. En cualquier caso, al comienzo del siglo XX, el arte de la composición musical seguía rigiéndose por los principios tonales, aunque operaran de un modo difícil de percibir.
Heinrich Schenker (1868-1935), el más famoso musicólogo dedicado al análisis musical, creó un método para ordenar incluso las composiciones más complejas en un sistema de jerarquías sencillas –que iban llevando el movimiento musical inexorablemente hacia un centro– y sus teorías han ejercido una influencia importante en muchos pianistas, como Murray Perahia. ‘Tendríamos que acostumbrarnos a considerar las notas como criaturas’, escribió en su Harmonielehre, ya que la música obedece a impulsos naturales igual que los organismos vivos.

El arte de la perfumería, tal como lo practica el biofísico Luca Turin, es una metáfora perfecta del mundo armónico de Debussy. Turin planea la organización de las moléculas de una fragancia del mismo modo que un ajedrecista desplaza sus piezas sobre el tablero. Cuando estas estructuras microscópicas se combinan en el laboratorio de manera adecuada, se expanden por el aire produciendo unos efectos extraordinarios e inexplicables.
Hay una sustancia llamada oxano que produce la impresión de estar oliendo a sudor y mango maduro. Otra, la gardamida, huele a una extraña mezcla de pomelo y caballos a la carrera. Cuando Turin libera una nube de tuberosa –compuesta, según dice, por “varios cientos de moléculas volando en estrecha formación”-, comienza un relato olfativo que se desarrolla en etapas: primero surge un olor a goma espolvoreada con talco, que después es reemplazado por algo “carnoso y semejante al clavel” antes de convertirse definitivamente en una “flor blanca”. Esto es, al menos, lo que le contó al escritor Chandler Burr, que lo apodó “el emperador de los aromas”.
Los misterios sensoriales que conjuran estos vapores –cuando sus estructuras químicas se combinan con la memoria y el deseo– también viven en las complejas combinaciones de sonidos de Debussy. Indefectiblemente suntuosas, construidas con tantos detalles como las fórmulas de Turin, estas sonoridades llegan a ser mucho más que meras vibraciones: avivan nuestra imaginación evocando un destello de luz de luna, o el color del océano, o fragmentos de nardo y oxano. (En una carta a su editor, Debussy se refirió a su pieza Reflejos en el agua afirmando que contenía sus más “recientes descubrimientos en química armónica”). Y cambiaron la música para siempre.
El ambiente de los impresionistas, en el París finisecular, guarda sorprendentes semejanzas con el que surgió en Estados Unidos en la década de 1960, cuando toda una generación –estimulada por el deseo de rebelión juvenil, el anhelo místico y ciertas sustancias químicas– se sintió cautivada por un loco remolino sensorial lleno de música, pintura y teatro. Tal vez Liszt fuera el padrino invisible de todo aquello. En una ocasión, el famoso pianista tuvo una experiencia alucinógena durante una fiesta. Marie d’Agoult, la amante del músico, relató lo que ocurrió cuando Liszt y otros amigos se fumaron unos cigarros preparados con hojas de la Datura fastuosa: “Tú, Franz, estabas cantando a voz en grito mientras que, armado con un apagavelas, recorrías la habitación pegando a las sillas que, según decías, estaban cantando a destiempo y desafinando”. (Todo esto sucedió en 1836, exactamente un siglo antes de que se estrenara la película Reefer Madness [La locura de los porros], en un inútil intento de evitar que la juventud estadounidense hiciera esa clase de cosas).
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Marie d’Agoult.
Debussy conoció a Liszt y se le quedó grabada la forma en que “usaba el pedal como una especie de respiración”. De hecho, consideraba que el espíritu poético de Liszt, sus innovaciones armónicas y sus representaciones musicales de fuentes fluyendo (en piezas como Les Jeux d’eau à la Villa d’Este) producían la impresión de una música lo bastante flexible como para “adaptarse a los impulsos líricos del alma y a los caprichos de las ensoñaciones”.
Debussy también se sintió impresionado por el yerno de Liszt, el compositor Richard Wagner, que empleaba unas armonías sumamente ricas en sus óperas híper-románticas, como Tristán e Isolda, a las que el músico francés llamó “la cosa más bella que conozco”. (A Clara Schumann, en cambio, le pareció que las exageradas emociones de Tristán e Isolda eran “repulsivas”; no es música en absoluto, dijo, sino “una enfermedad”. Sin embargo, no había manera de escapar al impacto que causaba). Debussy estudió minuciosamente las llamativas técnicas de esta ópera, pero al final rechazó a Wagner, considerándolo “una hermosa puesta de sol que ha sido confundida con un amanecer”. Incluso se burló de Tristán e Isolda citando sus primeros compases en una alegre pieza de ragtime llamada Golliwogg’s Cakewalk. (Debussy no apreciaba demasiado las cosas que no eran francesas. Durante una gira, en 1910, describió Viena con estas palabras: “Una vieja ciudad cubierta de maquillaje, llena de la música de Brahms y Puccini, donde los policías tienen pechos como los de las mujeres y las mujeres tienen pechos como los de los policías”. En Budapest, le pareció que “el Danubio se niega a ser tan azul como nos quería hacer creer un famoso vals”).
Al fin y al cabo, la atracción que sienten los franceses por las texturas elegantes y de superficies pulidas no tiene mucho en común con la inclinación germánica hacia las sonoridades pesadas y la intensidad melodramática; es la misma diferencia que hay entre un suflé ligero y una salchicha con patatas. Debussy nunca empleó la música para expresar pasiones arrebatadoras y salvajes, como hacía Wagner, sino para crear una pintura abstracta de sonidos, construida con cascadas brillantes y arabescos enrevesados. Y por eso la idea de la alquimia era tan importante para él. La melodía sola, explicó Debussy, por muy encantadora que sea, “no puede expresar los cambiantes estados del alma y de la vida”. Para alcanzar esos ideales, trabajó con las notas individuales creando unas combinaciones asombrosas y vibrantes y las soltó a la deriva por el mar de su imaginación, indiferente a las viejas reglas del orden musical.
¿Qué elementos incorporó Debussy en su nuevo lenguaje musical? En primer lugar, se inspiró en la tradición francesa de emplear armonías exóticas –en la jerga de los músicos, “acordes extendidos” (acordes que emplean notas de la escala que surgen “más adelante” al construir los acordes, como las séptimas, las novenas y las oncenas)– que se remonta al compositor barroco François Couperin. (Si se coge cualquier escala mayor y se empieza a contar asignando a la primera nota el número 1, es fácil encontrar la séptima, la novena y la oncena. Al añadirlas a cualquier acorde mayor o menor, el sonido adquiere una enorme cantidad de colores). De hecho, los compositores franceses de comienzos del siglo XX tomaron como modelo a sus hermanos barrocos en muchos aspectos.
Además, imbuyó su trabajo de esa sensación de belleza mística con un toque de terror que el filósofo Immanuel Kant llamó lo “sublime”. Kant lo encontraba en los altos robles y en las sombras solitarias de los bosques sagrados. Debussy, por su parte, se inspiró en los relatos sombríos y los fascinantes poemas de Edgar Allan Poe, como La caída de la casa Usher y El cuervo. Poe era despreciado por muchos de sus compatriotas estadounidenses, pero los europeos, especialmente los franceses, lo consideraban una excelente fuente de inspiración. “He pasado la vida en la casa Usher”, afirmó Debussy. Su compatriota, el compositor Maurice Ravel, contó a The New York Times que Poe era su “principal maestro de composición”. (Por su parte, Poe proclamó que “el alma se acerca más al gran objetivo por el que […] lucha, la creación de una belleza suprema”, a través de la música. “Con frecuencia nos hacen sentir, con un escalofriante deleite –escribió–, que de una vulgar arpa salen notas que no pueden ser desconocidas para los ángeles”). Las tristes y siniestras historias de Poe –lo que D. H. Lawrence llamó “terribles pasajes subterráneos del alma humana”– tienen el tono emocional del arte del alquimista.
Debussy también tomó las técnicas y las texturas de los pintores impresionistas y las aplicó a la música (aunque ni a los pintores ni a los músicos les gustaba el término “impresionismo”, que era burlón y sugería obras demasiado imprecisas o carentes de contenido). Así, los efectos puntillistas que se aprecian en el cuadro de Georges-Pierre Seurat Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte (1886) –una escena representada exclusivamente por medio de pequeños puntos de pintura– pasaron a formar parte de la pieza para piano Jardines bajo la lluvia, que Debussy escribió en 1903 y en la que un incesante golpeteo rítmico de brevísimas notas forma un cuadro sonoro a través del tiempo. (La “proporción áurea”, una determinada relación entre las partes de un todo que se encuentra con frecuencia en la naturaleza, también aparece en la estructura de Jardines bajo la lluvia y en otras de las obras más importantes de Debussy. Fue el matemático Charles Henry quien le explicó este antiguo concepto).
Pero una de las influencias que más impactaron en Debussy y en sus colegas fue la Exposición Universal de 1889. París quedó electrizada por aquel evento (de hecho, la luz eléctrica fue una de las sensacionales novedades que se presentaron allí). La torre Eiffel, que acababa de terminarse, servía de entrada, y se expusieron allí objetos procedentes de todo el mundo, incluyendo una aldea negra con cuatrocientos indígenas, un espectáculo del salvaje oeste en el que participaban Buffalo Bill y Annie Oakley y un conjunto de intérpretes que había viajado desde Java para mostrar la música de gamelán. Los compositores franceses se quedaron maravillados con los sonidos del Lejano Oriente, con sus extraños sistemas de afinación y sus ciclos repetitivos. Los efectos se adecuaban muy bien a los ambientes de hechizo que deseaban crear, por lo que muy pronto comenzaron a incorporar diversos elementos de la estética oriental en sus composiciones.

LAS MÚSICAS DEL MUNDO LLEGAN A PARÍS
La música de las distintas partes del mundo tenía un encanto especial para los compositores franceses, en cuyas obras se pueden encontrar rastros de influencias muy variadas. Hay huellas de la música de gamelán en el empleo que hace Debussy de la escala de tonos, que divide la octava en seis partes iguales, y de la escala pentatónica (de cinco notas, que puede tocarse usando solo las teclas negras del piano). En su pieza para piano Pagodas, incluso emula el ciclo rítmico del ‘gran gong’ del gamelán. Maurice Ravel (1875-1937) se quedó igual de fascinado, e incluso empleó una forma poética indonesia (el pantum) en su magnífico Trío en la menor para piano, violín y chelo.
Ambos compositores incorporaron con frecuencia los sonidos exóticos de otras tierras, sobre todo España, en piezas como Tarde en Granada, de Debussy, o Alborada del gracioso, de Ravel. Estas alusiones a lugares ajenos tenían tanta fuerza como las suaves neblinas, los paisajes naturales y el tañido de campanas distantes que impregnaban obras como Pasos en la nieve, de Debussy, y El valle de las campanas, de Ravel.

Con todos estos ingredientes, Debussy realzó los matices del piano, controlando c...

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