Séneca
Sobre la brevedad de la vida
Traducción de Rosario Delicado
CAPÍTULO I
La mayor parte de los humanos, Paulino, se queja de la mezquindad de la naturaleza porque somos engendrados con un exiguo tiempo de vida. El tiempo que se nos ha concedido corre tan veloz, tan rápido que, a excepción de unos cuantos, al resto la misma vida nos priva de la existencia en el preciso momento en el que aprendemos a vivir. Este mal común no solo afecta a los ilustres varones sino también al imprudente vulgo, según opina la mayoría. De ahí la exclamación del más famoso de los médicos: «la vida es breve pero el arte permanece» (Hipócrates). De ahí parte también el litigio, aunque no nos guste, de Aristóteles contra la naturaleza de las cosas, cuando dice: «la naturaleza ha sido muy condescendiente con la especie de los animales ya que estos pueden llegar a vivir quince o diez siglos, por el contrario el hombre creado para muchas y grandes empresas, el límite de su vida es mucho más reducido».
Realmente no es que tengamos poco tiempo sino que lo perdemos muy pródigamente. La vida es suficientemente larga si se organiza y se distribuye bien, pero cuando se disipa el tiempo por el lujo y la negligencia, cuando se malgasta en cosas inútiles y finalmente, cuando vemos que llega el último momento, entonces es cuando nos damos cuenta de que la vida ya se nos ha ido sin llegar a comprender cómo. Es decir, no es que hayamos recibido una vida corta sino que nosotros la hemos hecho breve, y no es que estemos escasos de tiempo, es que lo derrochamos. Así como la abundancia y las riquezas en manos de un derrochador se disipan fácilmente, por el contrario cuando la riqueza, aunque sea modesta, cae en manos de un buen administrador, esta se multiplica con su gestión.
CAPÍTULO II
¿Por qué nos quejamos de la naturaleza de las cosas? La naturaleza se desarrolla por sí misma benignamente; la vida, si sabes utilizarla inteligentemente, es larga. Sin embargo a uno le embarga una insaciable avaricia; a otro una incontrolable obsesión por estar ocupado en las tareas más inútiles; otro se deja arrastrar por la bebida; otro se embrutece por la misma inercia; a otro una fijación, siempre pendiente de los juicios ajenos, lo fatiga; a otro el deseo desbocado de comprar y vender, y otro por la esperanza de lucro recorre las ciudades y mares; a otro le seduce el placer de la vida militar y no cesa de preparar peligros ajenos y se angustia por los suyos; otros que transcurren la vida en una esclavitud a la tradición de sus mayores.
A otros muchos les preocupa sobremanera el prurito de la belleza, o bien el atractivo de la belleza ajena o bien el descontento por su propio aspecto. A una gran mayoría, que no saben dónde va, inconstante y displicente consigo misma, una vaga ligereza los zarandea con absurdas decisiones. A los que no les gusta que le marquen el camino que deben seguir, a veces el destino les sorprende perezosos y decaídos, y así el más grande de los poetas, y yo no lo pongo en duda, a modo de oráculo dijo: «la parte de vida que vivimos es exigua». Por lo demás es cierto que todo el espacio que vivimos no es vida sino tiempo.
Los vicios nos apremian y nos rodean por doquier y no nos permiten resurgir ni dirigir los ojos al descubrimiento de la verdad, por el contrario nos mantienen inmersos y clavados en las pasiones. Nunca se les permite recurrir a sí mismos si alguna vez, por azar, les llega la tranquilidad, como sucede en la profundidad del mar en el que, aún después de cesar el viento, la agitación permanece, es decir, jamás para ellos existe el verdadero descanso precisamente por causa de sus propios placeres.
¿Piensas acaso lo que yo puedo decir sobre estos cuyos vicios son inconfesables? Obsérvalos cómo van en busca de su felicidad; son asfixiados por sus propios bienes. ¡Cuán gravosas son las riquezas para muchos! ¡Cuánta angustia les proporciona a otros tantos la elocuencia e inquietud cotidiana por demostrar su ingenio y sabiduría! ¡Cuántos enferman por causa de sus propios placeres! ¡Qué poca libertad les proporcionó aquella masa de clientes que les rodeaban! Finalmente los vicios afectan a todos, desde las clases más ínfimas hasta las más elevadas.
Este cita a juicio, aquel se presenta; aquel está en peligro, aquel se defiende; aquel otro emite sentencia. Nadie mira por sí mismo, cada uno se va acabando mientras se preocupa del otro. Pregunta sobre aquellos cuyos nombres son más conocidos y observarás que lo son más por sus cualidades, así: este es admirador de aquel, y aquel de este y tristemente nadie de sí mismo.
Después la indignación de algunos es demencial, se quejan del fastidio que les producen sus superiores porque no están dispuestos a recibirlos cuando ellos quieren. ¿Quién osaría quejarse de la soberbia del otro cuando él nunca tiene tiempo para preocuparse de sí mismo? Sin embargo aquel, cualquiera que fuese, te recibió en algún momento, eso sí, con cara displicente; aquel otro prestó atención a tus palabras; aquel te aceptó a su lado; por el contrario tú jamás te miraste a ti mismo, ni siquiera te dignaste a escucharte a ti mismo. No es correcto que imputes a otro esas obligaciones, que con toda seguridad, si tú las realizaras, no solo no querrías estar con el interesado, sino que tú ni siquiera podrías examinarte a ti mismo.
CAPÍTULO III
Aunque, sin duda, todos los grandes genios que se han destacado a lo largo de los tiempos, convenían en una sola cosa, en que jamás será suficientemente reconocida por la ceguera del alma humana, que nadie permite que su hacienda sea ocupada por otro, y si se produce y si se origina alguna discusión sobre el límite de sus tierras, aunque sea pequeña, rápidamente recurren a los objetos arrojadizos y a las armas. Permiten, sin embargo, que otros se inmiscuyan en sus propias vidas y al mismo tiempo ellos mismos introducen a sus futuros propietarios. No existe nadie que quiera repartir sus riquezas, en cambio, ¡cómo distribuye cada uno su vida en lo que quiere! Son muy estrictos en la conservación de su patrimonio, sin embargo cuando llega el momento de despilfarrar el tiempo son muy pródigos y al mismo tiempo, por el contrario, son avariciosos por retenerlo y eso es lo realmente honorable.
Así pues me gustaría en este momento que alguno de los más ancianos estuviera presente y decirle: «Sabemos que tú has llegado a la más alta edad de la vida y que pesan sobre tus espaldas más de cien años. ¡Adelante, recuerda los años vividos, evalúa de cuánto tiempo eres acreedor, cuánto tiempo te robó tu amiga, tu señor, cuánto tiempo te absorbió tu cliente, cuánto tu esposa en vuestras discusiones, cuánto los c...