Cien años de cine argentino
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Cien años de cine argentino

Fernando Martín Peña

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Cien años de cine argentino

Fernando Martín Peña

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Esta no es una nueva historia del cine argentino sino una interrogación de las que ya se han escrito a través de la revisión contemporánea de varios centenares de films importantes. Constituye un relato que puede leerse como una totalidad o de manera fragmentaria, y que adopta una curiosa circularidad: la forma en que se presenta el cine contemporáneo se parece curiosamente al inicial. Por su carácter original, imprevisible y heterogéneo, por una producción completamente atomizada, por la relativa facilidad de acceso a los medios de producción, el más reciente cine argentino se parece bastante al más antiguo.

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Información

Año
2012
ISBN
9789876910989
Categoría
Arte
Categoría
Fotografía
1990-2011
La crisis económica desbocada hacia 1988 se profundizó en los dos años siguientes, con extremos de hiperinflación y violencia social que apuraron varios meses la salida de Raúl Alfonsín. Tras la asunción de Carlos Menem como presidente de la Nación en julio de 1989, sobre la base de un programa de gobierno exactamente opuesto al que luego implementó, se sucedieron vertiginosamente varios funcionarios en el Instituto Nacional de Cinematografía (René Mugica, Octavio Getino, José Anastasio, Guido Parisier, Antonio Ottone), pero el único logro significativo hasta 1994 fue exceptuar al cine de los numerosos recortes dispuestos por la Ley de Emergencia Económica. La cantidad de estrenos anuales se redujo sustancialmente, algo que ni siquiera había sucedido durante los años de la dictadura y que remitía a la crisis de 1955-1958. Como en aquel entonces, esta nueva situación se superó mediante acuerdos entre una mayor parte de los sectores interesados y con la sanción de una nueva ley de cine.
En plena crisis
El cine del período 1989-1994 no se diferenció del producido durante el alfonsinismo. Subiela hizo y estrenó en el peor período de la crisis la que hasta ahora es su mejor película, Últimas imágenes del naufragio (1990), y luego obtuvo un enorme éxito con las divagaciones literarias de El lado oscuro del corazón (1992). Aristarain, que no dirigía en el cine argentino desde Últimos días de la víctima (1982), volvió triunfante con Un lugar en el mundo (1992), que equilibraba su consumado manejo de la acción individual con una zona nueva, pretendidamente reflexiva, más verbosa y menos interesante. Ese mismo 1992 Juan José Jusid también logró repercusión con ¿Dónde estás amor de mi vida que no te puedo encontrar?, pero el mayor éxito del período fue para el debutante Marcelo Piñeyro y su Tango feroz (1993), que demostró el potencial de un producto pensado para un público joven hasta entonces desatendido por la oferta cinematográfica argentina. El film se basaba libremente en la figura legendaria del músico José Iglesias “Tanguito”, pero no estuvo a la altura de su éxito y, en palabras del crítico Diego Curubeto, resultó “tan alejado del mito como de la realidad”. Mejor debut fue el de Alberto Lecchi con Perdido por perdido (1993), que recuperó la sólida tradición de cine negro local y fue pionero en la intuición del carisma cinematográfico del actor Ricardo Darín, insospechable en sus pocos films previos.
Dos películas se destacaron por su sensibilidad para representar las consecuencias del desastre económico: Después de la tormenta de Tristán Bauer e Hijo del río de Ciro Cappellari. Ambos films fueron complementarios en las perspectivas geográficas de sus abordajes (capital e interior) y tuvieron varias cosas en común además del tema: los dos se hicieron en 1991 en coproducción con distintos países europeos, en ambos participó el joven actor Juan Ramón López (olvidado por el cine argentino posterior) y fueron óperas primas de ficción encaradas por realizadores que antes y después se dedicaron al documental.
María Luisa Bemberg se mantuvo tenazmente fiel a sus historias de mujeres en contextos adversos, pero mejoró sus propuestas previas con la curiosa abstracción estilística de Yo, la peor de todas (1990), que fue su obra de concepción más audaz y la única en la que decidió romper su propio y contradictorio sojuzgamiento a las formas clásicas de la representación. Por su parte, Luis Puenzo volvió a filmar en la Argentina tras una frustrada experiencia en el cine norteamericano (Gringo viejo, 1989) y en 1993 estrenó una muy digna adaptación de La peste de Albert Camus, a la que sin embargo el público dio la espalda. Solanas en cambio no mantuvo el nivel de sus dos obras previas en El viaje (1992), un film lamentablemente trunco, cuyo plan desmesurado y panamericano se quedó sin aliento a medio camino.
En este período comenzó lo que Héctor Olivera llama su “pérdida de olfato” con los fracasos de El caso María Soledad (1993) y Una sombra ya pronto serás (1994). La muerte de Alberto Olmedo en 1988 había cancelado la zona más popular y rentable de la producción de Aries y la empresa, que era la última que conservaba estudios propios, decidió venderlos. Olivera dio luego un inspirado golpe de timón y llevó a su empresa a la televisión donde obtuvo su último gran éxito, la miniserie Nueve lunas (1995). Socio ocasional de Aries, Enrique Carreras estrenó Delito de corrupción en 1991 ante la absoluta indiferencia del público, y canceló así la filmografía más abundante del cine argentino. Mientras tanto, Argentina Sono Film experimentó una curiosa resurrección con la saga de los Extermineitors (cuatro films entre 1989 y 1992, todos de Carlos Galettini), que actualizaba el género de violencia-apta-para-todo-público sobre los mismos esquemas que en la década de 1970 habían popularizado las varias películas de los Superagentes, Brigada en acción de Palito Ortega o Comandos azules de Vieyra. Esa continuidad, que fue exitosa en plena crisis, es otra evidencia de que las interpretaciones que puedan extraerse de este tipo de producto son menos inquietantes que los interrogantes posibles sobre el público que las consumió de manera masiva.
En ese contexto general bastante deprimente, la mejor noticia fue el regreso al cine de Leonardo Favio con su monumental Gatica, “el mono” (1993), una combinación heterogénea del rigor de Juan Moreira y los desbordes de Nazareno Cruz y el lobo. Como dice el crítico Eduardo Rojas en el boletín mensual malba.cine de octubre de 2011:
Favio cuenta, como siempre y a través de un sosías, su propia historia, una vida fabulada y fabulosa, la de un hombre humilde que a los golpes y desde la escala social más baja accede a la fama y el dinero sin dejar de ser nunca él mismo, un negro, un peronista, un ególatra subido a su triunfo pero siempre consciente acerca de dónde viene y quién es. Esa autoconciencia, esa dignidad, lo hará caer, Ícaro criollo. Favio despliega todo el arsenal de su extraño talento para hacer que su Gatica… sea también la elegía de un pueblo derrotado, eludiendo la alegoría y el mensaje.
Cambia, todo cambia
Aunque Gatica llevó más gente que la mayor parte de sus contemporáneas, las cifras finales no se acercaron a las que el propio Favio había logrado en la década de 1970. A veinte años de Juan Moreira, el cine era muy distinto. Durante la dictadura el costo de las entradas había aumentado hasta expulsar del cine a los sectores populares: según Getino, en 1976 una entrada costaba alrededor de treinta centavos de dólar y en 1980 había escalado hasta los cinco dólares. La mayor parte de las salas del interior y de los barrios de las grandes ciudades comenzaron a cerrar y el parque exhibidor se acomodó así a las necesidades de la producción norteamericana, reduciendo al mínimo las posibilidades del cine argentino para funcionar comerc...

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