Valencia, Venezuela, 1970.
Es psiquiatra y escritor, además de migrante por herencia y por opción. Un hijo de padre croata y madre venezolana cuyos propios desplazamientos lo han llevado desde su ciudad natal a Barcelona, Salerno y la Valencia del otro lado del atlántico. Llega quizás tardíamente a una añorada Bogotá, la ciudad de las dos «o» que protagoniza la crónica que aquí publicamos. Ha publicado las novelas Barbie, Circulo croata y Tres novelas; también los libros de relatos Dragi sol, Médicos taxistas, escritores y Cementerio de médicos. Sus relatos forman parte de diversas antologías de narrativa en nuestra lengua y ha sido reconocido con numerosos premios de los que solo recuerda el más reciente, el XVIII Premio Anual Transgenérico, de Venezuela, en 2019.
Doctor Bogotá
a Gustavo Vivas e Isalba Pastrano,
a partir de Mañongo siempre.
1. Bogotá era inicialmente una palabra en la que reinaba de manera absoluta la letra «o». Recuerdo incluso un momento de la infancia en que la maestra preguntó por una palabra con más de una «o» y yo abrí la brecha geográfica con Bogotá. Creía que ninguna podía tener más veces la letra «o». Estaba equivocado y, gracias a las intervenciones de mis compañeros, el atlas que yo había abierto se convirtió en un campeonato continental de clubes de fútbol cuyo título dirimieron Brasil y Chile por cortesía del Botafogo y el Colo-Colo.
2. Con el tiempo Bogotá dejó de ser una referencia geográfica porque de su «o» repetida llegaron Patricia y Gonzalo, compañeros de los últimos años de bachillerato y luego amigos para el resto de la vida. Entonces Bogotá comenzó a ser una ciudad de niñas lindas, muy lindas, compañeros solidarios con un toque especial del balón y, mucho más importante todavía, personas muy educadas, que hablaban el castellano como si lo estuviesen leyendo.
3. Patricia y Gonzalo llegaron al mismo tiempo de Bogotá, pero se conocieron frente a mí, en el patio del colegio, mientras la mayoría de los niños jugaban al béisbol. Ya habíamos coincidido antes en el salón de clases. Allí, el profesor presentó a los nuevos alumnos y advirtió que ambos venían de Bogotá. Pero fue en el primer recreo cuando intenté acercarme a Patricia y Gonzalo se me adelantó e hizo algo más que aproximarse tímidamente.
—Yo vivía en el barrio Kennedy —Gonzalo fue rápido y directo, como una pelota recién salida de la mano derecha del shortstop más talentoso volando hacia la segunda base, a la que yo estaba a punto de llegar. Intentaba no solo eliminarme y colocar un out en la pizarra sino además pasear con Patricia por el centro de la ciudad compartida—. ¿Y usted?
—Yo vengo de Fontibón.
—Pues para mí es un placer conocerla —con esas siete palabras Gonzalo pasó a ser mucho más que un shortstop y se convirtió en el mayor jonronero de todos los tiempos del patio del colegio. Decirle eso a una niña, así no más, y luego sostenerle la mirada, como si la hubiera conocido toda la vida. Ni siquiera Mitchell Page, el jonronero de los Navegantes del Magallanes, lo habría hecho mejor.
4. A excepción de mi abuelo y de un amigo de mi madre que entonces era el cronista de nuestra ciudad, Valencia de Venezuela, yo nunca había escuchado un castellano tan bien hablado, tan dulce y eficaz como el que trajeron Patricia y Gonzalo al colegio. Cuando los oía, mis sentidos se aguzaban. Los escuchaba con los oídos, naturalmente, pero también seguía sus labios con los ojos, como se siguen las manos del mago, porque no quería perder ni una sola de sus modulaciones, en un intento de entender cómo y por qué el castellano podía sonar tan bien a pesar de que salía de una boca y no de un piano o un violín.
5. Eso, tal cual, recuerdo habérselo comentado a nuestro amigo el cronista, cuyo nombre también tenía dos veces la letra «o», Alfonso Martín.
—Es que mi padre nació en Chapinero, un barrio de Bogotá —respondió él de forma exhaustiva y tajante, sin que fuera posible preguntarle cómo era Chapinero o a cuántas cuadras estaba de Fontibón.
Era la primera vez que lo comentaba ante nosotros, pero no fue la referencia colombiana lo que nos sorprendió (en aquella época en Venezuela casi todo el mundo provenía de otras partes: mi padre de Croacia, los vecinos de arriba de Italia y los de abajo de Canarias) sino su tono enfadado. Parecía que hubiera preferido no decirlo, como si fuese inapropiado que el cronista de Valencia no tuviese varias generaciones de arraigo en la ciudad.
6. Mi madre, quizá sin entender la reacción de Alfonso, inmediatamente le preguntó de dónde creía él que podía venir entonces el castellano de mi abuelo Miguel, nacido en Puerto Cabello y aterrizado en Caracas aunque con escala prolongada en Valencia.
—¿De Bogotá también? —preguntó el cronista.
—Pues no, de Puerto Cabello —mi madre terminó de servir la ensalada. Luego se inventó una sonrisa e inició un intento de conciliación—. Sin embargo, es necesario reconocer que ustedes los bogotanos hablan un castellano muy bonito.
—Yo no soy bogotano, querida Leticia —replicó el cronista—. El bogotano era mi padre.
—Lo sé bien, pero primero has dicho con orgullo que hablabas así porque tu padre era de...
7. Esa tarde, Bogotá fue tema de sobremesa y cuando al día siguiente me referí a la discusión entre mi madre y el cronista ante mis verdaderos bogotanos, Gonzalo y Patricia, estuvimos a punto de morir de un ataque de risa porque Gonzalo, en medio del patio, comenzó a gritar.
—Es la letra «o». Hablamos así porque la primera palabra que aprendemos a pronunciar es Bogotá, nada de papá o mamá, ni ninguna de esas ñoñerías, y por si fuera poco nos dicen rolos.
—Rolos, rolos, nosotros somos rolos —repetían los dos ante la mirada atónita de nuestros compañeros, y yo me sumé a ellos en una alegría que no olvidaba mi origen valenciano, pero que quería participar de esa fiesta dedicada a la letra «o», llena de bocas redondas, perfectamente redondas, como las arepas de mi abuela—. Nosotros somos rolos.
8. Era tan grande nuestro jolgorio que algunos compañeros hicieron un círculo a nuestro alrededor y el profesor vigilante (en cada recreo, un profesor subía con su silla a una tarima dispuesta en el centro del patio y desde allí, cual árbitro de tenis, pretendía controlarlo todo) bajó de su trono y comenzó a caminar hacia nosotros.
Si hubiera estado allí la italiana que ahora cuida de mis niños y resuelve todos mis problemas, seguro me habría llamado aparte, permitiendo que me salvara del regaño arbitral sin que nadie lo notara. Esta italiana, debo admitirlo, aparece cada vez que en los últimos quince años he estado a punto de meter la pata y me invita a pensar, a reflexionar sobre la pertinencia de la pata en cuestión. Pero en esa época ella crecía en otro patio, a diez mil kilómetros de distancia, y todavía faltaban muchos años para que llegara a mi vida. Quien se acercó fue una amiga de mi hermana (¿se llamaba realmente Anajota o le decían así para quitarle dos sílabas al larguísimo Ana Josefina?), que se creía súperavispada porque estaba al tanto de los enfrentamientos que desde la disolución de la Gran Colombia, en el siglo XIX, siempre afloran entre colombianos y venezolanos. Su intención no era mala. Ella solo pretendía interrumpir la escena jubilosa, distraer al árbitro y salvarme de un castigo seguro (dos semanas leyéndoles cuentos a los monstruos de tercer grado o vigilando la comida de preescolar), pero aprovechó para pellizcarme repetidamente el brazo derecho y recitarme las primeras líneas de un sermón nacionalista a partir del cual se podrían redactar tres diferendos, una declaración de independencia y siete sentencias de divorcio.
—Tú no eres colombiano ni rolo. Tú simplemente eres un tonto, un tronco de loco... ¿Cómo se te ocurre? ¿Cómo has sido capaz de semejante barbaridad? Gritar en el medio del patio. Eso no se hace. Mucho menos decir que eres colombiano cuando todo el mundo sabe que has nacido en Valencia y vives en La Entrada, en la última casa al lado de la capilla. Tú eres venezolano, Slavko Zupcic. Como las arepas, como las hallaquitas de maíz, como el aguacate.
9. No pude ni quise responderle. El profesor había regresado a su tarima sin decirnos nada, pero el inicio del regaño de Anajota me había convertido en «o». Menos mal que Patricia me rescató y, cuando estuvimos solos, alejados de Anajota y de los otros compañeros, bajo la mata de mango a cuyos frutos se atribuía el hechizo de convertir en repitiente crónico a quien osara comerlos, Patricia le cambió el sentido al gentilicio y me regaló nueve palabras que siento mías y verdaderas todavía.
—No se preocupe, Slavko —cuando Patricia se ponía sería me hablaba de usted—. Usted es rolo de corazón.
10. De la belleza de Patricia no debería hablar mucho porque luego se casó y se divorció de Valerio, mi primo y nuestro compañero de colegio. Pero es inevitable. Cuando la conocí, desde el mismísimo primer momento en que vi sus ojos y escuché su voz, sentí una granizada dentro de mí. Nunca había visto a una muchacha tan bonita, a la que por si fuera poco le calzaba perfectamente el piropo con que, según mi tía, el poeta Enrique Groscor saludaba a las muchachas en la esquina El Vapor, a cien metros del Colegio Don Bosco, siempre en Valencia.
—Habrá niñas más lindas que tú, es posible. Pero no más encantadoras.
11. A mí eso o algo parecido solo me ha provocado decirlo dos veces. La primera a Patricia y la segunda a mi italiana preferida. A Patricia, en realidad, no se lo dije, un poco por Gonzalo, que se atravesó entre ella y yo cuando nos conocimos; otro, por mis precariedades, gracias a las cuales no logré hablar de sentimientos importantes con una mujer hasta que cumplí los veinte años; y luego por Valerio y la primitiva pero siempre válida convicción de que no es correcto pensar en términos amorosos sobre las mujeres de familiares o amigos. A la italiana, en cambio, sí logré decírselo, pero ya habían pasado varios años de nuestro matrimonio y ella había cocinado una pasta ai quattro pomodori maravillosa. No me entendió o hizo como que no me entendía y me ordenó que recogiese y lavase los platos.
12. En todo caso, a partir de Patricia, en una hipótesis que se ha confirmado cada vez que he conocido mujeres nacidas en Bogotá, comencé a creer (a expensas de ser considerado un imbécil, ya que en Valencia nacieron y crecieron por lo menos diez Miss Venezuela e incluso alguna Miss Mundo o Miss Universo) que las bogotanas no solo eran lindas sino que también resultaban encantadoras y que esa combinación era la culpable de mi taquicardia paroxística cada vez que con una de ellas ...