La palabra muda
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La palabra muda

  1. 240 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

Jacques Rancière, sin duda uno de los filósofos más relevantes de la actualidad, realiza aquí un recorrido exquisito por la historia de la literatura en el que analiza la naturaleza y las modalidades del cambio de paradigma que destruyó el sistema normativo de las Bellas Letras, al tiempo que se pregunta por las contradicciones y tensiones de la literatura hoy.Rancière propone una nueva interpretación de este cambio, donde la literatura ya no será "ni la idea imprecisa del repertorio de las obras de la escritura ni la idea de una esencia particular capaz de conferir a esas obras su calidad 'literaria'", sino "el modo histórico de visibilidad de las obras del arte de escribir, que produce esa distinción".Antes que preguntarse por el concepto de literatura –y distanciándose de posiciones como las de Sartre o Blanchot–, para Rancière resultará más interesante indagar acerca de las condiciones que hacen posible enunciar tal o cual principio o definición.Un análisis histórico filosófico de la literatura en un libro que se ha convertido en una referencia ineludible para la crítica literaria contemporánea.

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Información

Año
2009
ISBN del libro electrónico
9789877122046
Categoría
Literatura
TERCERA PARTE

La contradicción literaria en acción

8. EL LIBRO CON ESTILO

Pero la edad de la literatura no es solamente la edad de la guerra de las escrituras. Es también la que se dispone a terminar esta guerra, a poner de acuerdo la mirada y la palabra, la indiferencia del tema y la necesidad de la obra del lenguaje, la gran escritura de las cosas y la letra muda-locuaz. El cura de aldea se abría como Louis Lambert se cerraba, con la imposible coincidencia entre una mirada que ve y una palabra que dice. El fracaso de esta coincidencia puede atribuirse a una incapacidad para forjar el instrumento propio de la literatura. La dificultad del novelista Balzac se resumirá entonces en el juicio simple de un novelista de la generación siguiente: Balzac no sabe escribir. “¡Qué hombre habría sido Balzac si hubiera sabido escribir! Es lo único que le faltó”77. Entendamos con precisión el alcance de este juicio. No niega la grandeza de Balzac. Por el contrario, establece una correlación estricta entre una potencia y una impotencia: “Un artista, después de todo, no hubiera hecho tanto, no hubiera tenido semejante amplitud”. Balzac es, como su obispo, un vidente, y Flaubert siente justamente esta cualidad visionaria al leer ese Louis Lambert en el que el alumno ficcional del colegio de Vendôme vive por adelantado la juventud del alumno bien real del colegio de Rouen. Es un vidente y por esa misma razón no es un artista. No ser un artista no es, en sí mismo, un defecto. Por el contrario, gracias a esto se reconocen según Flaubert los grandes creadores del pasado: no eran artistas. “Lo que hay de prodigioso en Don Quijote es la ausencia de arte”78. Algo muy distinto del virtuosismo admirado y copiado en aquel momento de Sterne y de Tieck o Jean-Paul. Las grandes obras maestras son tontas, dice en otro lugar, y la vida y el espíritu de los creadores de antaño no eran más que “el instrumento ciego del apetito de lo bello, órganos de Dios a través de los cuales se probaba a sí mismo”79. La novela de Cervantes, en resumen, pertenece ahora al epos clásico. Solamente, ese tiempo de lo bello en que se era poeta sin necesidad de ser artista, ese tiempo de la “ingenuidad” schilleriana ha pasado. Ya no hay arte que sea, como la Grecia de la epopeya hegeliana, el “libro de la vida de un pueblo”, la floración en la que se consuma la poeticidad ya inmanente a un mundo ético. Estamos en los tiempos de la separación “sentimental” o “romántica”, en los tiempos en que la mirada que apunta a la Idea se desune de la que se dirige a la prosa del mundo, en los tiempos en que hay que ser artista, es decir querer el poema, mientras que los creadores “clásicos” lo producían como la respiración misma de su mundo. El vidente se encuentra así separado del escritor y hay que conciliarlos bajo una nueva forma. La novela “espera su Homero”, espera a quien, nuevamente, hará de la obra la manifestación de un “medio originalmente poético”. Espera ser la forma nueva de ese “poema épico” que es entonces posible con una condición: que se acepte “deshacerse de toda intención de crear un poema épico”80.
Se reconoce en esto la exacta disposición del dilema hegeliano: hay que (habría que) hacer una poesía enteramente intencional, enteramente querida, que constituya el equivalente romántico de las obras poéticas clásicas, que solo eran tales en la medida en que no eran enteramente queridas, porque el producto de la intención del artista se identificaba estrictamente en ellas con el proceso inconsciente de la producción de la obra. En la época en la que está trabajando en Madame Bovary, que empieza en un colegio semejante al de Louis Lambert y se desplaza a una región rural totalmente opuesta a la de El cura de aldea y El médico rural, Flaubert le da una respuesta al dilema balzaciano. Esta respuesta puede resumirse en una palabra: estilo. Madame Bovary será una obra escrita “con estilo” porque el estilo es la exacta identidad de una mirada y una escritura. El estilo debe “entrar en la Idea como un estiletazo”, como la mirada del obispo penetraba el secreto de Véronique, y Louis Lambert el mundo espiritual escondido detrás del mundo sensible. Pero tiene que entrar en ella como potencia de palabra. La respuesta al doble dilema puede darse entonces en los términos estrictos de una apuesta de escritura, de la apuesta por una escritura que produzca el equivalente romántico del poema sustancial en el que el individuo Homero escribía, como individuo, el “libro de vida” de un pueblo y una edad del mundo. Este equivalente será, a la inversa, la obra sin sustancia: ya no la obra-catedral, sino la obra-desierto, el “libro sobre nada”, que adhiere la palabra al pensamiento y da consistencia al todo por la sola potencia del estilo: “Lo que encuentro bello, lo que querría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin ligaduras exteriores, que se sostendría a sí mismo por la fuerza interna de su estilo, como la tierra se sostiene en el aire sin ser sostenida; un libro que casi no tuviera tema, o en el que el tema, de ser posible, fuera prácticamente invisible. Las obras más bellas son aquellas en las que se encuentra menos materia; hay tanto más belleza cuanto más se acerca la expresión al pensamiento, cuanto más la palabra se le adhiere y desaparece. Creo que estas son las vías del porvenir del arte. A medida que crece, volviéndose tan etéreo como puede, de los pilones egipcios a las ojivas góticas, y de los poemas de veinte mil versos de los hindúes a los bosquejos de Byron. Volviéndose más hábil, la forma se atenúa; deja toda liturgia, toda regla, toda medida; abandona la épica por la novela, el verso por la prosa; ya no conoce ortodoxia alguna y es libre como cada voluntad que la produce. Esta emancipación de la materialidad se encuentra en todo y los gobiernos la han seguido, desde los despotismos orientales hasta los socialismos futuros. Por eso no existen temas bellos o feos y casi podría plantearse como un axioma, si nos situamos desde el punto de vista del Arte puro, que no existe tema alguno, ya que el estilo es por sí solo una manera absoluta de ver las cosas”81.
Esta carta “es muy conocida”, lo suficiente como para que solamos dispensarnos de prestar atención a los términos del problema. Ahora bien, plantea un relevo de la poética de la representación que escapa asimismo al dilema en el que Hegel había encerrado la idea de un relevo semejante. Este debía ir más allá de la poesía, hacia la prosa de la filosofía y de la ciencia, para evitar recaer en el vagabundeo de la fantasía que se agotaba a fuerza de volver a poetizar el mundo prosaico. Para Hegel, “la emancipación de la materialidad” alcanzaba un punto en el que significaba el retiro de la materia del arte. Flaubert rechaza esta consecuencia. El tiempo de la prosa es el tiempo de una poética nueva. Solo que el principio de esta poética nueva es menos simple de lo que parece a primera vista. Porque afecta tanto la forma como la materia: su “liberación” tiene como término su supresión. Y los “esbozos” de Byron no constituyen de ninguna manera la culminación de la poesía. La forma “pura” no es la libre expresión de una subjetividad que decide arbitrariamente su tema y su manera de hacer. El estilo no es la libre fantasía del encantador-desencantador a lo Novalis o a lo Jean-Paul, que sumerge toda realidad prosaica en el éter de la poesía. Es una “manera absoluta de ver las cosas”. Y esta fórmula de apariencia banal contiene a la vez una revolución y una contradicción de esta revolución. Subvierte en primer lugar el corazón mismo del principio de la representación: la articulación del principio de genericidad y el principio del decoro. El estilo ha dejado de ser lo que era en tiempos de Batteux, la adaptación de las maneras de hablar al género y a los personajes, una adaptación que Balzac caricaturiza con sus bandidos que hablan argot, sus habitantes de Auvergnat que hablan en dialecto y sus banqueros de acento alemán. Ya no se trata ni de lo apropiado del discurso con respecto a los personajes o a las situaciones, ni del sistema de los ornamentos, giros o figuras que convienen a un género. Es una “manera de ver”, es decir que se trata de la concepción misma de la idea, esa concepción que, en Batteux, era una etapa preliminar a la escritura, y en Balzac una visión que revelaba un defecto de escritura. Escribir es ver, convertirse en ojo, poner las cosas en el puro medio de su visión, es decir, en el puro medio de su idea. Y es una manera “absoluta” de ver. Flaubert pone especial empeño en el rigor de sus metáforas y sus catacresis. Por consiguiente, hay que atribuir un sentido fuerte y sistemático a estos términos. Una “manera absoluta de ver las cosas” es ante todo una manera de ver que no tiene otra relación con ellas que no sea el ver, ni tiene idea alguna sobre ellas que se aparte de la idea “de ellas”, es decir, de la manifestación del medio de su visibilidad. El estilo aparecía como manifestación de la libre voluntad, aniquilando toda materia. Pero esta libertad soberana se identifica inmediatamente con su contrario. Una “manera absoluta de ver las cosas” no es la posibilidad de colocar, en cualquier ángulo, un cristal que aumenta o reduce, deforma o colorea a voluntad las cosas. Por el contrario, es una manera de verlas tal como son, en su “carácter absoluto”.
“Absoluto” quiere decir desligado. ¿De qué se desligan las cosas en esta “manera de ver”? Puede responderse muy precisamente: de los modos de ligazón propios de los caracteres y las acciones que definían a los géneros de la representación y regían los “estilos” apropiados. En efecto, el sistema de conveniencias que regía la ficción representativa no se refería solamente a la manera en que una princesa, un general o una pastora debían expresar sus sentimientos o responder a una situación semejante. El sistema mismo de las conveniencias y verosimilitudes descansaba en ideas determinadas sobre la manera en que tal o cual situación debía provocar tal o cual sentimiento, tal o cual sentimiento provocar tal o cual acción, tal o cual acción producir tal o cual efecto. Descansaba en la idea misma de lo que es un acontecimiento o un sentimiento, de lo que son los sujetos que hablan y piensan, aman o actúan, de lo que son las causas que los hacen actuar y de los efectos que esas causas producen. Descansaba, en suma, en cierta idea de la naturaleza. En la absolutización del estilo las cosas se desligan precisamente de esta idea. Se desligan de las formas de presentación de los fenómenos y de la relación entre los fenómenos que definen el mundo de la representación. Se desligan de la naturaleza que los funda: de sus modos de presentación de los individuos y de las relaciones entre los individuos; de sus modos de causalidad y de inferencia; en resumen, de todo su régimen de significación.
El estilo absolutizado no es el encantamiento de las frases por sí mismas. No hay que equivocarse ante la fórmula del autor que quisiera “hacer libros en los que solo hubiera que escribir frases, como solo hay que respirar aire para vivir”.82 La potencia de las frases solo es, precisamente, la respiración de cierto “aire”. Ese aire cuya respiración deben reproducir las frases de Madame Bovary ha sido, en La tentación de San Antonio, objeto de un viaje iniciático. El gran tentador era un diablo de un género muy particular, un diablo spinoziano. En las épocas del Athenaeum, Friedrich Schlegel había propuesto a sus amigos reconocer en la teoría spinoziana del conocimiento “el comienzo y el fin de toda fantasía”, el principio filosófico del gran realismo poético. Seguramente Flaubert no leyó la Conversación sobre la poesía y su Spinoza presenta los rasgos algo caricaturescos del panteísmo de los tiempos románticos. Pero no se equivoca en cuanto a lo esencial. Su “realismo”, es decir la versión “realista” de la poética romántica, se funda efectivamente en la forma específicamente spinoziana de la “armonía de lo ideal y lo real”83. En el episodio central de La tentación de San Antonio, el diablo arrastra al eremita a una gran carrera a través del espacio. Le hace respirar el “aire” de ese gran vacío desde el cual es posible ver las cosas en su “car”. Ese vacío no es la nada. Es el ser mismo, allí donde aparece despojado de sus atributos, o mejor aún, allí donde los atributos ya no se separan de la sustancia, el ser de las cualidades o las determinaciones de la potencia de lo indeterminado. La tentación metafísica del santo proporciona los principios exactos de la poética del estilo absolutizado. Ese estilo no es la soberanía del maneador de formas y de frases, la manifestación de la libre voluntad de un individuo, en el sentido en que se entiende habitualmente. Por el contrario, es una fuerza de desindividualización. La potencia de la frase es la potencia de manifestación de nuevas formas de individuación: ya no los “caracteres” de la poética representativa cuya coherencia prescribía Voltaire; pero tampoco las “figuras” de la poética expresiva, las figuras del verbo hecho carne cuya conversión, de la palabra a la piedra o de la piedra al texto, seguían Hegel o Hugo. Al servidor del Verbo hecho carne, el diablo opone la divinidad de un mundo en el que las individuaciones solo son afecciones de la sustancia, en el que no pertenecen ya a individuos sino que se componen al filo de la danza de esos “átomos reunidos que se entrelazan, se separan y se vuelven a unir en una vibración perpetua”. La “manera absoluta de ver las cosas” es la capacidad de manifestar esa vibración. Es idéntica entonces a esta experiencia de pérdida, es decir de ampliación, de la individualidad que manifiestan esos encuentros “fortuitos” que el diablo le recuerda al eremita: “A menudo, por cualquier cosa, una gota de agua, un caparazón, un cabello, te has detenido inmóvil, con la pupila fija, con el corazón abierto. El objeto que contemplabas parecía ganarte a medida que te inclinabas hacia él, y se establecían vínculos; el objeto y tú se apretaban uno contra el otro, se tocaban por medio de adherencias sutiles, innumerables; luego, a fuerza de mirar, ya no veías; aun escuchando, no oías nada, y tu espíritu mismo terminaba por perder la noción de esa particularidad que lo hacía estar alerta”84.
El poema de la prosa es posible porque la “prosa del mundo” no es más que el orden superficial en el cual se efectúa la potencia del gran desorden. No es necesario “volver a poetizar” la realidad prosaica. Ella misma presenta su disolución para la mirada atenta. La presencia del artista en su obra, idéntica a la de “Dios en la naturaleza”, consiste en su diseminación. Consiste en convertirse en el entorno de esta disolución. El estilo solo es cuestión de frases porque es primero cuestión de “concepción”. No hay lengua propia de la literatura, solo una sintaxis que primero es un orden de la visión, es decir un desorden de la representación. La relación romántica de lo subjetivo y lo objetivo, de lo consciente y lo inconsciente, de lo individual y lo colectivo, sobre cuya naturaleza Hegel oponía la poética sustancial del libro del pueblo a la poética de la fantasía incondicionada, se concentra aquí en la relación del estilo-manera de ver con un nuevo régimen de individuación. En este punto la referencia spinoziana adquiere todo su valor operatorio. Proporciona el principio de una revolución en la ficción, de un vuelco de la ontología y de la psicología propias del sistema representativo. En lugar de sus tipos de individuos, mecanismos de pasiones o encadenamiento de acciones, el estilo absolutizado pone la danza de los átomos arrastrados por el gran río de lo infinito, la potencia de las percepciones y de las afecciones desligadas, de las individuaciones en las que los individuos se pierden, del “gran tedio” que es la Idea misma. La Idea ya no es, en efecto, el modelo del sistema representativo, es el entorno de la visión, ese devenir-impersonal en el que la posición del vidente coincide con la de quien es visto. Y es justamente la oposición de las dos poéticas lo que debía poner en escena el encuentro, al final de Madame Bovary, de Charles y Rodolphe, en el cual la superioridad ficcional del amante que salió bien parado por sobre el marido que lo perdió todo se transforma en derrota de la antigua poética frente a la nueva. Rodolphe finge no escuchar las preguntas del marido, que quiere escuchar el relato de sus encuentros con Emma. Le parece cómico verlo acusar a la “fatalidad”, que se jacta, por su parte, de haber manejado con bastante destreza. Pero su presunción es solo la ingenuidad de los defensores de la antigua poética, semejante a la vanidad de Homais que repetía frente al espejo: “cogito ergo sum”. “Porque no entendía nada de ese amor voraz que se precipita (al azar) sobre las cosas para saciarse, de esa pasión carente de orgullo, sin respeto humano ni consciencia, que se sumerge enteramente en el ser amado, acapara sus sentimientos, palpita con ellos, y alcanza prácticamente las proporciones de una idea pura, de tan amplia e impersonal que es”85.
“Entrar en la Idea” equivale entonces a hacer coincidir la potencia de la mirada y de la frase con esa gran pasividad de la Idea pura, esa “voracidad” de un amor que quiere apropiarse de su propio desposeimiento. La “libertad” de la voluntad a...

Índice

  1. Cubierta
  2. Sobre este libro
  3. Portada
  4. Introducción. De una literatura a otra
  5. Primera parte. De la poética restringida a la poética generalizada
  6. Segunda parte. De la poética generalizada a la letra muda
  7. Tercera parte. La contradicción literaria en acción
  8. Conclusión. Un arte escéptico
  9. Sobre el autor
  10. Página de legales
  11. Créditos
  12. Otros títulos de esta colección