
- 268 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Tres mil viajes al sur
Descripción del libro
Tres mil viajes al sur, obra finalista del Premio Ateneo de Sevilla de novela 2015, se inspira en la historia de cuatro mujeres que viven en los suburbios de una gran ciudad. Contada con voces narrativas diferentes, encarna la odisea de esas mujeres obligadas a abandonar sus barrios o países de origen, su desarraigo, su soledad, su esperanza y su lucha diaria. Algunas por huir de un entorno de pobreza y exclusión, otras por cambiar el mundo que les rodea.
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Información
Editorial
Editorial AnantesAño
2020ISBN del libro electrónico
9788412060294ALBERTA Cada niño en su barrio
A Abel Martínez, in memoriam
Mind the gap
Debajo de las uñas
las ciudades son llagas que nunca se cerraron,
magma donde se cuecen sueños inalcanzables,
desfile de leprosos sin derecho a subsidio.
Los planos las ignoran:
hablan de catedrales barrocas patrimonio del mundo
y nadie nos avisa de sus calles prohibidas,
extrarradio sin taxis,
escombros donde acampan las noticias que callan
los diarios locales.
Nadie quiere mirar las farolas ausentes.
Sus graffitis nos hablan de dramas cotidianos
como un caleidoscopio del fracaso.
Los dragones conviven con las hadas benéficas
que perdieron sus alas
en las alcantarillas oxidadas:
su mejor cabalgata
es seguir subsistiendo más allá de febrero.
Anabel caride
I
Como todos los lunes, Alberta se levantó temprano. No necesitaba despertador, tampoco lo tenía, el canto de los pájaros y la luz del amanecer sustituían a aquel reloj que dejó de funcionar hacía mucho tiempo, pero que se había resistido a vender como chatarra por habérselo regalado Sebastián, su difunto marido. Por si acaso, la noche anterior sólo se había tomado la mitad de la pastilla para dormir. No quería despertarse más tarde, tenía muchas cosas que hacer, pero la más importante de todas, la que nadie sabía en su casa, era la cita con el director de un instituto que quedaba muy lejos, en el centro de la ciudad. Doña Genoveva, la señora a la que sirvió durante tantos años como empleada del hogar, la había concertado para ella. No quería dejar pasar la oportunidad de conseguir allí una plaza de bachillerato para su nieto Sebas, el que había heredado el nombre de su marido porque nació apenas un mes después de que éste falleciera.
Se levantó de la cama con cierta dificultad y se sentó. Apoyó las manos con fuerza sobre el colchón y tomó impulso para ponerse de pie. Por el dolor de sus articulaciones, supo que iba a ser un día lluvioso. Abrió una rendija de la ventana y sintió el frescor húmedo que entraba del exterior. También escuchó de forma más nítida el intenso piar de los gorriones, que confirmó lo que le decían sus rodillas, que la primavera traería otra jornada de nubarrones grises.
Desde muy pequeña, cuando vivían bajo un toldo al otro lado del río, sus tíos la enseñaron a distinguir a los pájaros por sus cantos. Era capaz de identificar el gorjeo sostenido y musical de las golondrinas, que en las últimas semanas habían comenzado a regresar, y los de tantos otros que merodeaban por los alrededores de aquella choza en la que pasó su niñez. Sin embargo, sus nietos no sabían diferenciarlos. Jamás habían prestado atención a los pájaros que vivían en el barrio. Muchas tardes, Alberta, en especial en estas fechas de comienzos de primavera, o cuando acababa el verano, se asomaba a la ventana de su habitación para ver pasar las bandadas de aves que surcaban el cielo. Contemplarlas en su grandiosidad, era para ella una de las ventajas de vivir allí donde finalizaba la ciudad y comenzaba el campo, al lado de parajes similares a los que conoció de pequeña. Y aún hoy podía continuar disfrutando de ello, a pesar de que el barrio hubiera cambiado tanto.
II
Amanecía en el centro de la ciudad. El director del instituto miró el despertador y desconectó la alarma. Faltaban dos minutos para que sonara y no quería escucharla. No es que le pareciera un sonido desagradable, era la radio la que le ayudaba a levantarse, es que aquella mañana no tenía ganas de escuchar las noticias. Había dormido poco, era un tiempo de mucho trabajo en el instituto, en especial por las nuevas admisiones para el próximo curso, pero sobre todo estaba preocupado porque el deterioro de la relación con su mujer parecía irreversible. Diez años después de que un embarazo imprevisto acelerase unos planes de matrimonio ni siquiera imaginados por aquel entonces, sintió que aquello terminaba. Mirando al techo, con cuidado de no despertar a la que aún dormitaba a su lado, recordó aquella boda que celebraron con prisas tras cuatro meses de relación. Fue un enlace discreto y en la intimidad familiar, debido sobre todo a la desgraciada muerte de su suegro, don Basilio, al que no le dio tiempo de conocer.
Minutos después, su mujer despertó y entró primero en el cuarto de baño. Desde que accedió al cargo de director, era él quien se encargaba de llevar a sus dos hijas al colegio. Uno de los escasos privilegios del cargo era tener una mayor libertad de horarios, aunque los días que regresaba muy tarde, cuando el resto de profesores hacía horas que habían abandonado el centro, le parecía justo lo contrario. Sobre todo cuando al llegar a casa encontraba a las niñas dormidas.
Mientras escuchaba a su mujer abrir el grifo de la ducha, se preguntaba qué iba a pasar a partir del inminente día en el que tomasen la decisión de liberarse el uno del otro. En especial, le preocupaba la relación con sus hijas. Si podría continuar acompañándolas a la escuela, si volvería a dormirlas con un cuento.
Las niñas acudían al mismo colegio en el que estudió su mujer, que quedaba muy cerca de donde vivían. Su suegra, doña Genoveva, Veva para sus allegados, puso mucho empeño en que sus nietas estudiaran allí. Según sus propias palabras, era un colegio de los de toda la vida, muy reconocido entre la gente de bien de la ciudad, de los pocos que todavía enseñaban lo que es el respeto. Esa proximidad del domicilio fue una de las prioridades para el matrimonio a la hora de buscar una casa, y así cumplir los estrictos criterios requeridos para optar a una plaza concertada en dicha escuela, entre los que vivir en su zona de influencia era uno de los más importantes.
Mientras escuchaba a su esposa salir de la bañera, recordó que a su hija mayor, que tenía diez años, ya no le gustaba que la acompañase al colegio. Al principio comenzó por soltarse de la mano antes de llegar. Luego pasó a caminar unos metros por delante durante todo el trayecto desde su domicilio, simulando que nadie iba con ella. Y en estos momentos, lo que pedía con insistencia era hacer lo mismo que una vecina de su curso, que iba sola a la escuela desde que regresaron de las vacaciones de Navidad. Esto había sido un motivo más de discusión con su mujer. Ambos estaban de acuerdo en que era demasiado pequeña para ello, pero se reprochaban mutuamente que la niña prefiriera ir sin ninguno de los dos. Al menos sabía que a la pequeña, que pronto cumpliría cinco años, todavía le gustaba que la acompañara, aunque reconocía que probablemente esto no sería siempre así.
A la mayor tampoco le agradaba ya escuchar cuentos antes de dormir. Sin embargo, a su hermana aún la entretenían aquellas historias que su padre solía inventar, y de las que rara vez conocía el final porque el sueño la derrotaba antes. Pensó que quizás no volviera a disfrutar de esos momentos nada más que algunos fines de semana. Porque también era consciente de que sería difícil conseguir la custodia compartida, ya que su cargo no le permitía disfrutar de un horario definido como el de su mujer.
El trabajo de su esposa sería un inconveniente más. Era la orientadora del instituto donde él ejercía como profesor de matemáticas y del que era director desde hacía dos años. Continuar trabajando juntos, en un lugar tan cómodo para ambos, al que ninguno de los dos querría renunciar, iba a ser con toda seguridad un problema añadido. Además, doña Genoveva, Veva para su círculo más estrecho, incluso para él, vivía a espaldas del edificio, y era más que probable que no se tomara muy bien la separación.
Y hoy viene la señora del barrio ese a verme —el director, aún en la cama, recordó la insistencia de su suegra para aceptar una cita con una antigua empleada—. Lo que me faltaba.
Pensaba en esto cuando su esposa salió del cuarto de baño y se dirigió a la cocina. Sabía que ella ya no estaría cuando terminara de ducharse. Pronto, la casa olería a café.
III
Alberta se fijó en lo hundido y desgastado que estaba su colchón, pero no podía ni pensar en cambiarlo por otro. Luego se persignó delante de las estampas religiosas, su Vaticano lo llamaba, que mantenía ordenadas sobre el viejo mueble de formica que había junto a la pared. Antes de salir de su habitación, rezó con brevedad a cada uno de los santos y se vistió lo más rápido que su artrosis le permitió. Abrió la puerta del salón con la intención de despertar a Sebas. Lo hizo con sigilo, para que no chirriara. Allí dormía también su nieto más pequeño, que no tenía que levantarse tan temprano. No reparó en que detrás de la puerta había dos viejos aparatos de aire acondicionado que su yerno debía de haber rescatado por la noche de un contenedor. No fue tanto el ruido que hizo como su sobresalto temiendo despertar a todos. Afortunadamente, ni se inmutaron.
El salón era la habitación de sus nietos desde que la familia de una de sus mellizas se instalara en la casa. Al acabarse la prestación por desempleo que cobraba el yerno de Alberta, no pudieron continuar pagando el alquiler del piso en el que vivían. El padre de Sebas había sido camarero en un bar durante doce años. Cuando éste cerró y lo despidieron, se enteró en los servicios de empleo de que su paga iba a ser muy exigua. Le informaron de que sólo había estado asegurado un año, el primero, y que no era verdad aquello que le dijo el dueño de que el contrato se renovaba de forma automática. Trató de buscar un abogado, pero desistió al enterarse de lo que le podía costar. Sabía por otros vecinos que uno de oficio no le iba a prestar mucha atención, así que renunció a enfrentarse a aquel hombre. Desde entonces, se dedicaba a recoger cartones y chatarra, y de vez en cuando realizaba alguna chapuza con un vecino de su antiguo bloque.
Algo parecido le había ocurrido al difunto Sebastián mucho tiempo atrás. Trabajaba como alfarero al otro lado del río, enterrado hasta el pecho en agua y barro durante diez horas al día. Nunca estuvo asegurado, jamás cotizó. Un enfisema pulmonar fue casi lo único que le quedó de jubilación anticipada por culpa de la humedad y del tabaco. Cada mañana, antes de comenzar a trabajar, dejaba el paquete de Goyas al borde del agujero en el que se sumergía. Luego entraba en aquella ciénaga pastosa con un cigarro en la boca, y cuando éste se consumía, encendía el siguiente con la colilla. Y así día tras día, año tras año, hasta que sus bronquios dijeron basta y todo terminó entre vómitos y cuajarones de sangre.
Entró en la cocina a preparar el desayuno después de despertar a Sebas. Puso la cafetera en el fuego y se asomó a la ventana mientras esperaba a que se hiciera el café. Esta vez no vio ninguna bandada de aves. A continuación, fijó su mirada en el descampado que tenía enfrente. El solar se encontraba encharcado por las precipitaciones de los últimos días. Junto a la acera, retozaba la mula que utilizaba su yerno para tirar del carromato en el que recogían la chatarra. Estaba amarrada a un árbol, cuyo alcorque rebosaba de agua de lluvia. El animal movía el rabo con parsimonia mientras trataba de alcanzar la hierba que crecía en los bordes del solar. No veía el carrito de supermercado que solía dejar sobre el carromato, por lo que supuso que lo habría atado en los soportales de la casa para que no se oxidara.
Miró a su izquierda y vio cómo el sol trataba de abrirse paso entre las brumas grises del cielo. A lo lejos, la circunvalación de la ciudad aumentaba su tráfico con un ir y venir de faros encendidos. En la soledad del amanecer, podían escucharse las ráfagas de aire que levantaban automóviles y camiones en su recorrido apresurado por el asfalto mojado. Dentro, la cafetera inició su particular gorjeo. El calor que desprendía mitigó algo la humedad de la cocina. Antes de retirarse de la ventana, distinguió a dos vecinas del barrio que aguardaban en la parada del autobús para ir a trabajar, como ella hacía durante los años en los que sirvió en casa de doña Genoveva. Las reconoció, pero no era capaz de recordar sus nombres. El marido de una de ellas llevaba bastante tiempo en la cárcel por un asunto de drogas. Admitía que eran mujeres muy trabajadoras y que luchaban por sacar a sus familias adelante, pero sus hijos no tenían buena fama. Uno estaba en la clase de Sebas. Alberta sabía que su nieto no se relacionaba mucho con él, pero de todas formas se preocupaba. Más de una vez lo había comentado con su hija. Le molestaba que ella no le diera importancia. Por gente así quería que Sebas cambiara de instituto.
—Alberta, si quieres que tu nieto sea un hombre de provecho, tienes que sacarlo del barrio —recordó cuánto le insistía doña Genoveva las veces que le habló de lo listo que era Sebas—. ¿Qué es lo que va a aprender allí? Nada bueno.
Para ella, la opinión de doña Genoveva siempre había sido muy importante, y pensaba que, aunque hasta ahora no había sido posible, era el momento de tomar esa decisión.
—Fíjate en mi hija —le martilleaba la viuda—: es una gran psicóloga. Tiene su plaza fija, un marido que la quiere, sus niñas… Y todo por el buen colegio que le dimos don Basilio, que en gloria esté, y yo.
Alberta no dejó de recordar aquellas frases durante los últimos meses, y la vehemencia con que doña Genoveva las pronunciaba. Sobre todo desde que supo que la cita estaba al fin concertada.
A Sebas también le costó levantarse. La noche anterior se había ido a la cama muy tarde ayudando a su padre. Eran días de mucho trabajo, porque se acercaban las dos fiestas principales de la ciudad, cuya fama llegaba a recónditos lugares del mundo. En el recinto donde se celebraba una de ellas, se extremaban los preparativos para que todo estuviera terminado el día de su inauguración, por lo que las cubas y los contenedores de la zona estaban siempre atestados de desechos que el Ayuntamiento era incapaz de transportar con la agilidad necesaria. En una época como ésta, según afirmaba la prensa opositora al gobierno municipal, se notaba más que otras veces la reducción de plantilla en la empresa de limpieza, realizada con el pretexto de hacerla menos deficitaria y más competitiva.
La abuela de Sebas abrió despacio la alacena para que no hiciera ruido y comprobó que había pan de ayer y algo de mantequilla, pero que ya no quedaba leche.
No hay de nada —se dijo—. Y a este armario hay que darle un buen flete.
Agitó el envase que había en el frigorífico y notó que estaba casi entero. Comprobó que habría suficiente leche para hoy, aunque tendría que comprar más con el dinero que ayer recogió en la iglesia. Alberta acudía diariamente a pedir limosna a misa de ocho de la tarde en una parroquia que no quedaba demasiado lejos del barrio. Años atrás iba andando hasta allí, pero ahora sus piernas ya no se lo permitían. El dinero que recogía los días laborables apenas le daba para pagar el autobús, pero temía que si dejaba de acudir, alguien le quitara el sitio. Además, a veces había feligresas que le daban la sorpresa de llevarle ropa, como ocurrió la semana pasada, cuando le dieron dos abrigos que podría remendar con paciencia hasta que llegara de nuevo el tiempo de usarlos.
Ayer domingo se le olvidó contar el dinero. Lo hacía siempre al regresar a casa. Esta vez no se acordó porque pasó nerviosa todo el día a causa de la entrevista de hoy. Aun así, era consciente de que le habían dado menos que en otras ocasiones. Durante la Cuaresma, los fieles asiduos a la parroquia no eran tan generosos. Preferían ahorrar para las fiestas próximas de la ciudad, que se juntaban casi la una con la otra y les ocasionaban muchos gastos. Éste era un tiempo de mucho ajetreo para ella cuando trabajaba en casa de doña Genoveva. En vida de don Basilio, era frecuente que amigos del matrimonio, v...
Índice
- JOSEFA Veo un tren y se me cambia la cara
- ALBERTA Cada niño en su barrio
- BLESSING Dios debe de ser un delfín
- ESPERANZA Si ya no quieres nada con los pobres
- Agradecimientos