Stefan Zweig y la idea de Europa
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Stefan Zweig y la idea de Europa

  1. 150 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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Stefan Zweig y la idea de Europa

Descripción del libro

La historia de la Unión Europea es nuestra responsabilidad. Tenemos que hacernos cargo de ella, volver sobre nuestros pasos, corregir los errores del pasado y mirar hacia adelante, estar a la altura de los eventos que las vicisitudes del destino, la inteligencia y la estupidez humana hacen y deshacen continuamente.Hoy, como a finales del siglo XIX, la idea de los Estados Unidos de Europa se vuelve una exigencia política para preservar el precario equilibrio entre las identidades nacionales y la fraternidad social.

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Información

Editorial
Editorial UFV
Año
2019
ISBN del libro electrónico
9788418360312

Comentarios

Reflexiones
Análisis

Stefan Zweig
y la reconstrucción de Babel

STEFANO CAZZANELLI
Universidad Francisco de Vitoria, Madrid
EL PROPÓSITO DE ESTE BREVE TEXTO es arrojar algo de luz sobre lo que Stefan Zweig puede decirnos hoy a nosotros como hombres y como europeos. Los escritos a los que nos referiremos son su autobiografía, El mundo de ayer, una serie de escritos publicados tras su muerte bajo el título Europäisches Erbe, y algunos artículos e intervenciones explícitamente referidos a Europa, recogidos en castellano en el presente volumen.
El recorte que implica la crítica nos obliga a prescindir de escritos más conocidos como, por ejemplo, Momentos estelares de la humanidad. Al fin y al cabo, el objetivo de este análisis no es otro que dejar las cosas claras: desprenderse de lo superfluo y resaltar lo esencial. El crítico, como el artista, echa un vistazo a la realidad y aumenta la presión arterial de los eventos, de los objetos, para que la verdad aparezca de modo patente al lector y al espectador. Eso, que podría darse por descontado, eso cotidiano o como mero acercamiento a los eventos del pasado, manifiesta su verdad en las páginas del crítico o en el lienzo o piedra del artista.
La realidad se desvela en el arte del mismo modo que la historia muestra su sentido cuando es asimilada críticamente. El artista no copia la naturaleza, igual que el trabajo del historiador no se reduce a la tarea del cronista, ni el crítico literario es un simple copista. Al contrario, el arte imita la naturaleza, lo histórico interpreta la historia y la crítica literaria filtra las palabras para traducir a imágenes y conceptos la verdad del mundo. Eso es lo que hizo Van Gogh con unos simples zapatos de campesino, Cézanne con una manzana y lo que nosotros queremos hacer con Zweig.
Para ello, no nos interesa tanto su biografía. Lo único que consideraremos de sus días en este mundo es que, a diferencia de la mayoría, predicó bien y razonó todavía mejor: fue un ejemplo de coherencia, de puesta en práctica de sus ideas. Una coherencia quizás excesiva, hasta el punto de llevarle al suicidio cuando perdió toda esperanza en un mundo futuro sin la sombra del nacionalsocialismo y de la barbarie cultural y humana.
Zweig estaba seguro de que Hitler conquistaría el mundo y, en ese mundo, él no hubiera podido vivir. Fue un nostálgico del mundo de ayer y, temeroso de haber fracasado en su misión, nos deja el cometido de hacer fructificar su herencia:
Aquello que yo temía más que a la propia muerte, la guerra de todos contra todos, se había desencadenado por segunda vez. Y quien había luchado con pasión durante toda su vida por la solidaridad humana y por la unión de los espíritus, se sentía en aquellos momentos —que exigían como nunca una comunión absoluta—, inútil y solo como en ninguna otra época anterior a causa de esa brusca segregación.1
LA FUNCIÓN VERITATIVA DEL ARTE
Para Zweig, toda la cultura es arte y todo el arte es cultura, porque ambos poseen la misma función: desvelar la esencia de la realidad. «La verdadera misión del escritor […] consiste en defender y proteger lo común y universal en el hombre.»2 Al contrario que Platón —para quien el arte es doblemente falso, ya que es copia de una copia—, Zweig considera que el arte es aquello que nos permite salir de la caverna de la rutina cotidiana y alzar los ojos al cielo de la verdad. Una verdad, sin embargo, que no está separada de la realidad, situada en las alturas del Hyperuranion porque, al contrario, es la verdad de esta realidad, de esta vida. El arte, como la cultura, pela la realidad quitándole la cáscara de lo banal y deja a la vista el nudo de su esencia dramática.
El hombre puede decidir edificar su vida en la superficie de lo real o, al contrario, sobre aquello que es más humano en él. En el primer caso, cada uno modelará su existencia según su propio gusto personal, sus caprichos, sus dificultades y se sorprenderá cuando los demás no lo entiendan o no lo compartan: «Mi problema debe ser el problema de todos, porque es indudablemente el más importante». Así piensa el bárbaro, el inculto, aquel que solo sabe cultivar su pequeño huertecito.
En el segundo caso, el hombre se acerca a otro hombre y vive su existencia junto a él, con su estilo y su cultura, pero consciente del hecho de que, en el fondo, el hombre es solo uno: cada uno vive personalmente aquel drama que, con formas diversas, es la misma materia de la existencia de cada uno. Solo quien comprende esto, solo el hombre culto, descubre las bases sobre las que es posible erigir una forma de vida, también política, que afirma la comunión con el otro sin renunciar a su identidad. Se trata de una tensión creativa entre la identidad personal y la fraternidad social, entre el propium y el alienus, en la que lo propio deja de ser lo único y lo ajeno deja de ser lo extraño, reconociéndose ambos miembros de la comunidad humana, de la fraternidad universal.
Así, se entiende por qué Zweig recorre la historia humana buscando aquellas personalidades, aquellos momentos estelares, que dejan al descubierto lo que hay de «común y universal en el hombre». No le interesan los grandes conquistadores, los vencedores o los héroes de la historia política, sino aquellos que, gracias a su esfuerzo cultural, a su sufrimiento intelectual, nos desvelan a nosotros mismos: «En mis narraciones cortas, quien me atrae es siempre aquel que sucumbe al destino; en las biografías, es la figura de alguien que tiene razón no en el campo real del éxito, sino única y exclusivamente en el moral».3
Que la cultura y el arte, en cuanto veritativas, desempeñen una función eminentemente moral, emerge constantemente de los diversos escritos e intervenciones de Zweig: lo verdadero, lo bueno y lo justo se dan la mano. Descubrir quiénes somos, nuestra esencia, es lo que debemos hacer si queremos ser hombres verdaderos, buenos y justos o, en una palabra, hombres tout simplement. La humanidad se mide, para Zweig, con el metro de la cultura, no con el del talento o el de la fama: «No es la posición externa, ni la ventaja del linaje y del talento lo que constituye la nobleza del hombre, sino el grado en que logra preservar su personalidad y vivir su propia vida».4
La máxima escrita en el templo de Apolo, en Delfos, encuentra su eco en todo Occidente, en todas las filosofías y artes humanas y en las profundidades de todo hombre que sea realmente tal. «Conócete a ti mismo», dice el oráculo al hombre de todos los tiempos, porque la historia humana no es más que el trabajo infinito de este descubrimiento: descubriéndose, el hombre hace la historia y la historia es el relato de este descubrimiento. Una historia infinita porque es humana; una historia viva que exige un trabajo constante de interpretación y reinterpretación, de recuperación y relanzamiento del pasado para modelar el presente y proyectar el futuro. Como dijo Montaigne, un autor en quien Zweig se refugió durante los últimos meses de su vida, «incesantemente, empezamos a vivir de nuevo».5
Zweig es un elitista de la humanidad: considera que el hombre se evidencia sobre todo en algunos momentos concretos del tiempo y del espacio, encarnándose en algunas personalidades que son a las que vale la pena volver. Escuchar a la masa, el murmullo anónimo y efímero de la mayoría o la arrogancia pedante de los nuevos profetas de la televisión, es perder el tiempo. No prestar atención a los grandes hombres de la historia significa dejar sin cultivar nuestra vida y sacrificarla en el altar del poder, condenándonos a la mediocridad: el verdadero pecado contra el espíritu.
La historia vive y se rehace constantemente, floreciendo en Claudel, Freud, Einstein, Strauss, Pirandello, Rodin y un interminable elenco de hombres, todos ellos contemporáneos de Zweig y a quienes conoció personalmente. No solo los libros de historia, las eminencias del pasado, el David de Miguel Ángel o la capilla de los Scrovegni de Giotto o el Paraíso perdido de John Milton. Todas estas son condiciones necesarias pero no suficientes, funcionales para la verdadera pregunta que debemos plantearnos y replantearnos constantemente: ¿quién, hoy, en nuestro tiempo, encarna y expresa mejor nuestra humanidad? ¿Dónde está floreciendo el hombre?
Esta es una pregunta fundamental, porque solo descubriendo quién es el hombre verdaderamente, podemos abrir los ojos ante la realidad: «Hoy, los hombres de mi juventud que dirigieron mi mirada hacia el mundo literario, me parecen, desde hace tiempo ya, menos importantes que los que me la desviaron hacia el mundo real».6 Y la realidad está siempre presente. Es histórica, pero presente: en constante devenir, siempre y cada vez por rehacer.
A la luz de esto, se entiende por qué, para Zweig, la grandeza no reside principalmente en la obra, porque esta no es sino el fruto de aquello que verdaderamente cuenta: la creación. Lo esencial es el devenir, no el ente; el crear, no la obra; la pregunta, no la respuesta. La pregunta, el devenir, el crear es el hombre vivo; el ente, la obra y la respuesta son sus frutos, porque para permanecer vivos deben ser siempre cuestionados, reinterpretados, si no quieren transformarse en momias sin valor y en fetiches sin sentido. Frei sein ist nicht, frei werden ist de Himmel (‘Ser libre no es nada, volverse libre es el Paraíso’), decía Fichte, y Zweig lo habría suscrito plenamente: la alegría está en el descubrir hoy la verdad del hombre, mi verdad, que, por otra parte, es mi verdadera libertad. Por eso el artista nunca se cansará de crear: la obra nunca será perfecta, nunca estará acabada. Por eso el amante nunca podrá decir «Al fin te conozco», sino que siempre repetirá: «¿Quién eres tú?», «¿Quién eres tú hoy?», «¿Quién eres tú verdaderamente, en lo más profundo?». Por la mañana te descubro para olvidarte por la noche y hoy me doy cuenta de que ayer todavía no te conocía. «En ningún momento me ha producido satisfacción la cosa creada, sino el proceso de crearla.»7
La cultura me desvela a mí mismo y, en lo más profundo de mí, se encuentra aquello que Goethe llamaba «la ciudadela» interior y que Zweig cita varias veces identificándola con la propia individualidad espiritual, la esencia de nuestra vida. Se trata del punto absolutamente personal de la identidad, aquello que nos vuelve absolutamente insustituibles. Es algo del todo inviolable: ningún poder podrá penetrarlo nunca, ningún hombre, excepto yo, podrá acceder a ello. Se trata de aquello que, en última instancia, vuelve misterioso al amante, aquello que lleva al hombre de todos los tiempos a descubrirse como un misterio para sí mismo, porque esta ciudadela es un pozo sin fondo, del que surge la humanidad más verdadera y la bestialidad más terrible: Cristo y el marqués De Sade. Aquí nacen los ángeles y los demonios de nuestra historia: la Madre Teresa y Hitler, Gandhi y Pol Pot.
¿Cómo puede el hombre penetrar en su ciudad profunda? De nuevo, solo la cultura y el arte poseen las llaves: «El eterno secreto de todo arte grandioso y, en el fondo, de toda obra humana: la concentración, el acopio de todas las fuerzas, de todos los sentidos, el éxtasis, el transporte fuera del mundo de todo artista».8 Ensimismándome, replegándome sobre mí mismo, en el intimo meo agustiniano, descubro el secreto más profundo de mi vida: mi esencial libertad espiritual. Aquí reside mi valor y el punto de partida para construir una verdadera sociedad hecha por hombres libres. Solo quien ha penetrado en el fondo de su ánimo se reconoce a sí mismo y a los demás como absolutamente inviolable. Solo este comprende que, pese que a veces sienta el deseo de estrangular a su hermano, no puede hacerlo, no puede atentar contra su identidad, asediar su ciudad interior, la cual, pase lo que pase, permanecerá inviolada de todos modos.
Precisamente en este castillo interior —por usar una reminiscencia teresiana— podemos refugiarnos en las épocas oscuras de la historia: cuando las nubes de la irracionalidad, de la violencia, del totalitarismo y de la mentira oscurecen la verdad, en el fondo de nosotros siempre estará encendida la luz de la razón....

Índice

  1. Portada
  2. Creditos
  3. Índice
  4. La Europa de Stefan Zweig
  5. Comentarios - reflexiones - análisis
  6. Fuentes y traductores