Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor
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Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor

Jorge Larrosa

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Esperando no se sabe qué. Sobre el oficio de profesor

Jorge Larrosa

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Es un homenaje a los profesores y a las profesoras que, contra viento y marea, continúan haciendo bien su trabajo y levantando diques en escuelas, institutos y universidades públicas para que el mundo no se deshaga y el suelo en el que crecen los niños y los jóvenes no sea del todo hostil. Esperando no se sabe qué es un libro que ama, dignifica y defiende el noble y milenario oficio de profesor y, por ello, está escrito a contracorriente de la transformación de la escuela en una empresa; de la reconversión de los profesores en gestores emocionales y animadores de aula; del programa educativo del capitalismo cognitivo, ese que se fundamenta en el aprender a aprender, en las competencias y en las inteligencias múltiples.

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Información

Editorial
Noveduc
Año
2019
ISBN
9789875386716
PARTE
I
Elogios y elegías
Es curioso que mida la belleza de un lugar por mi deseo de trabajar ahí (de hacer ahí, de actuar ahí).
Peter Handke
Camino al elogio
En 2017 impartí un curso de maestría en el que traté de aproximar el oficio de profesor a otros oficios artesanos (9). Los estudiantes eran casi todos profesores o aspirantes a serlo. Tomamos como punto de partida eso que dice Richard Sennett del “impulso a hacer bien las cosas”, del deseo de la gente “de dar sentido a la vida mediante el trabajo bien hecho”, del “orgullo por el trabajo que anida en el corazón de la artesanía como recompensa de la habilidad y del compromiso” (10); y pusimos nuestro trabajo como profesores en relación con el de carpinteros, cocineros, cineastas, músicos, arquitectos o zapateros. Muchos de los participantes hablaron de sus experiencias en lo que llamaron la descualificación, la precarización y la proletarización de los profesores (disfrazada de una supuesta profesionalización); de cómo se ha sustituido todo saber-hacer por la aplicación obediente y eficaz de protocolos uniformes y metodologías estandarizadas; y cómo se ha reducido el amor al oficio y la responsabilidad por el mundo al uso constante de evaluaciones, jerarquizaciones y recompensas.
Puesto que el amor al oficio de profesor (si es que aún es un oficio) no puede separarse del amor a la escuela, a la materialidad de la escuela, pensé que necesitábamos sacar a la luz al profesor que todos llevábamos dentro y, por consiguiente, al amor a la escuela que debería subyacerle. La mayoría de los estudiantes entendían su relación con la escuela desde la crítica y la voluntad de transformación (cuando no, de una manera más burocrática, desde la evaluación, la gestión y la innovación). De hecho, la maestría se titulaba “Investigación y cambio educativo”. La frase automática era que había que cambiar la escuela. Por eso, casi para comenzar el curso, les pedí una carta de amor. Con ello no solo hacía una referencia al doble amor del que se habla en el párrafo final del texto de Hannah Arendt que he comentado en el prólogo, sino que traté de cambiar por una aproximación amorosa la distancia crítica con la que mis estudiantes solían relacionarse tanto con la escuela como con el oficio (eso de mirar las cosas desde lo que no nos gusta, desde lo que habría que cambiar, desde lo que debería ser de otra manera). Y fue ahí cuando hice una breve consideración de carácter personal.
Dije que estoy cansado de pensar a la contra, de decir una y otra vez lo que no es, lo que no me gusta, lo que no quiero. Es verdad que los tiempos son particularmente feos y que la reacción más inmediata a lo que pasa es mostrar disgusto. La crítica sigue siendo necesaria, pero también es importante pensar a favor de la escuela y del oficio de profesor, decir lo que sí es, lo que sí nos gusta, lo que sí queremos, lo que sí vale la pena, lo que sí merece nuestra atención, nuestro cuidado y nuestro compromiso. Dije que hay que saber combinar la distancia crítica con la aproximación amorosa. Dije que sabemos mucho sobre la relación entre la escuela y el poder, sobre los profesores castigadores, vigiladores y normalizadores, pero que apenas hemos explorado con el suficiente rigor (más allá de declaraciones de buenas intenciones) la relación entre el saber y la emancipación, entre la transmisión y la renovación, entre el oficio de profesor y la apertura del mundo. Dije que es importante dar tiempo y espacio, como diría Calvino, a lo que en el interior del infierno no es infierno; que alguna vez me gustaría felicitarme a mí mismo el año nuevo, como hace Nietzsche en el aforismo 276 de La Gaya Ciencia, proponiéndome no hacer más la guerra, no acusar, y decir eso de “que mi única negación sea apartar la mirada”. Dije que me gustaría ser afirmador, por muy difícil que sea hoy en día decir sí. Dije que mi carácter hace que tienda a la alabanza, al elogio, a resaltar la belleza, a presentar las cosas en su cara más hermosa, a hacer declaraciones de amor. Dije que me gustaría poder amar alguna cosa, poder decir que sí a alguna cosa, afirmar alguna cosa, aunque dejando claro que ese amor y esa afirmación no tendrían nada que ver con lo que hoy en día se llama pensamiento positivo. Para precisar esas afirmaciones, leí la cita de Calvino:
El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio (11).
Leí también la de Nietzsche:
Quiero aprender cada día a considerar como belleza lo que tienen de necesario las cosas; así seré de los que embellecen las cosas. Amor fati: sea este en adelante mi amor. No quiero hacer la guerra a la fealdad. No quiero acusar, ni siquiera a los acusadores. Sea mi única negación apartar la mirada. Y sobre todo, para ver lo grande, quiero en cualquier circunstancia no ser por esta vez más que afirmador (12).
Añadí una, muy hermosa, de Bernard Stiegler:
Desconfío de lo que tan a menudo hay de profundamente perezoso en el NO, desconfío del NO que sirve tan a menudo para no decir SÍ porque decir SÍ es fatigoso. Seguramente se me podría objetar que decir NO es todavía más fatigoso que decir SÍ, que el SÍ es lo que acepta todo tal como se presenta, y que nada es más perezoso que eso. Pero eso sería malentender lo que entiendo por SÍ (13).
Continué con otra de Adam Zagajewski:
Frente al mundo se pueden tomar dos actitudes: uno puede declararse a favor de los silenciosos escépticos y cínicos que, alegremente, se dedican a desdeñar los fenómenos de la vida y gustan de reducirla a sus ingredientes más menudos, evidentes y aún banales. O bien –segunda opción– puede aceptarse la posibilidad de que las cosas grandes e invisibles existan de verdad y, sin caer en la exaltación vana ni en la retórica insufrible de los predicadores ambulantes, intentar expresarlas o, al menos, rendirles homenaje, lo que por lo demás no significa en absoluto que entonces vaya uno a cerrar los ojos a todo lo pequeño y bajo (14).
Y leí, para terminar, una serie de tres fragmentos de Peter Handke que tienen que ver con la complejidad y la sutileza de los estados de ánimo con los que encaramos el mundo y nuestros quehaceres de cada día, y que no se reducen a sí o no, me gusta o no me gusta, a favor o en contra, sino que tienen que ver con qué tipo de sí y qué tipo de no son los que se ponen en juego. El primero dice así:
Ya solo han de ser admisibles los estados totales, como la tristeza, el desamparo, la fraternidad: en ellos el universo se me presenta al mismo tiempo que yo. Inadmisibles han de ser la crueldad, el mal humor, el desprecio, el miedo –los estados fragmentarios, en los cuales el “universo” se desprende de “mí” (15).
El segundo:
¿Quién transmite la cultura? Solo trasmiten la cultura los que aman, y por ellos existe la cultura. Los otros devoran, se apasionan (quizá), se entusiasman (rara vez) –pero sin amor no transmiten (16).
Y el tercero:
Única posibilidad de educar: hacer que alguien se dé cuenta de algo; más a menudo por la tristeza; menos por la alegría; menos por la cólera (17).
En esas estábamos, en lo de las ganas de decir sí con amor y desde la tristeza, cuando, llevado por una cierta euforia, me comprometí a hacer yo mismo el ejercicio que les había propuesto y a leer públicamente, al final del curso, mi propia declaración de amor. Lo que ocurrió es que no fui capaz de cumplir mi promesa y, en la última clase, solo conseguí enunciar algunas de las ideas que se me habían ocurrido y que apenas había comenzado a esbozar. Terminado el curso decidí honrar mi compromiso, darme un tiempo (limitado, como corresponde a los ejercicios escolares, que siempre tienen un plazo de entrega) y redactar esa declaración que tan irresponsablemente había anunciado.
Decidí que lo que iba a hacer no sería exactamente una carta de amor sino un elogio. La palabra elogio tiene que ver con cantar las virtudes de alguien (o de algo) en el momento de su desaparición. De hecho, el elogio como género retórico se constituye en el discurso fúnebre. Del latín elogioum y del griego elegeíon, elogio remite a una inscripción escrita sobre una tumba o sobre una imagen con la intención de alabar a un difunto o a un personaje conocido. De ahí su parentesco con epitafio (una palabra formada por el prefijo epi, sobre, y por el sustantivo taphos, tumba) y con elegía (una composición poética de lamento por la pérdida de algo o de alguien). Y lo que yo quería era que mi elogio cantase el amor a algo (relacionado con la escuela, con el oficio de profesor), pero en el momento de su acabamiento. Algo que se correspondiese con mi propio acabamiento como profesor, con mi mirada, desde la inminencia del final, a lo que he hecho toda la vida.
Además, una de las formas retóricas del elogio es la epideixis, una palabra compuesta por el prefijo epi (el mismo que está en epitafio, en episodio, en epílogo o en Epimeteo, un prefijo que podríamos traducir por la preposición “sobre” o por el adverbio “después de”) y por el sustantivo deixis (que podríamos traducir por “mostrar” en el sentido más simple de “enseñar”, de señalar con el dedo, de ahí los deícticos, esas palabras y expresiones que, en la lengua, sirven para mostrar, y de ahí también los indicadores y los indicios). La epideixis, entonces, tiene que ver con un mostrar, con un apuntar con el dedo, siempre de carácter valorativo, algo así como un vindicar o un reivindicar, un hacer justicia a algo o a alguien que está siendo atacado, y además en público, como si dijéramos “trayéndolo a la presencia” y “poniéndolo ante los ojos de todos”. Pensé que me convenía esa actitud de vindicación y de hacer justicia (a la escuela, al oficio de profesor), así como esa mezcla de amor y de duelo que hay en la palabra elogio.
Decidí también que mi elogio iba a estar referido al aula considerada como el lugar esencial, sagrado, de la escuela y, en mi caso, de la universidad. Una sala de aula, además, completamente menospreciada en esta época en que los universitarios se conciben a sí mismos, básicamente, como investigadores o productores de conocimiento y en la que lo que ocurra o deje de ocurrir en las clases ordinarias, lo que ahora se llama docencia, no le importa a nadie, tampoco a la universidad como institución (a no ser que consideremos como preocupación las formaciones del personal docente, las evaluaciones de calidad de los títulos, las evaluaciones de calidad del profesorado o los proyectos de lo que ahora se llama “innovación docente”, cosas todas ellas completamente formales cuando no directamente mentirosas y ridículas). Si antiguamente un profesor era, fundamentalmente, alguien que preparaba clases y que daba clases (alguien cuyo oficio se ejercía, básicamente, para el aula y en el aula), hoy se ha convertido en una especie de gestor de su propia carrera académica, alguien que se la pasa de congresos, encuentros y seminarios (preferentemente internacionales), y alguien que dedica la mayoría de sus energías y de su tiempo a redactar o a evaluar proyectos, memorias, informes y todo tipo de documentos burocráticos escritos, además, en una especie de neo-lengua orwelliana que nadie habla pero a la que todos se someten.
Mi elogio, además, no iba a estar dirigido al seminario o al auditorio (esas variantes nobles del aula), sino a esa sala común que mi universidad me adjudica cada año para que trabaje en ella un semestre entero, en un horario fijo, con un número elevadísimo de alumnos que no conozco y que no me conocen, que no me han elegido y que no he elegido, en la que nada, ni siquiera el interés, puede darse por supuesto, y en la que el profesor tiene que ganarse un día sí y otro también, si no la atención, sí el respeto de los estudiantes o, al menos, su indulgencia. Decidí elogiar, con una mezcla de amor y de duelo, y tratando de hacerle justicia, ese lugar tan esforzado como poco glamuroso, muchas veces rutinario y sin brillo, ese en el que el profesor tiene que trabajar duro y todos los días, enfrentando un montón de contradicciones, sintiéndose igual a todos los profesores que le han precedido y que también han sentido ahí las alegrías y los sinsabores propios del ejercicio honesto, cotidiano y ordinario de su oficio. Desde luego, yo no pretendía ninguna idealización del aula aunque el elogio que estaba decidido a emprender, como cualquier elogio fúnebre, no podía estar construido ni como verdad ni como mentira sino como ficción (una entre otras), es decir, como una manera de contar y de contarme algo de lo que creo que (me) pasa cuando me dirijo cada día a ese lugar central y esencial de mi oficio al que cada vez me es más difícil, no ya amar, sino ni siquiera reconocer. Además, los elogios fúnebres clásicos, los epitáphioi logoi, no son solo lamentos más o menos dramáticos y dramatizados, sino una mezcla de alabanza (egkómion), exhortación (paraïnesis) y consuelo (paramuthía) o, dicho de otra manera, unos discursos altamente convencionales desde el punto de vista retórico, hechos con la pretensión de alabar a los muertos, instruir a los jóvenes y aliviar la pesadumbre de los viejos (18), y algo de alabanza, algo de exhortación y algo de consuelo iba a tener, quizá, mi elogio, y por eso pensé que me sería difícil escapar a una cierta solemnidad, a una cierta grandilocuencia. Y en esas condiciones me puse a la tarea.
Hace algún tiempo grabé un abecedario de la educación (o del oficio del profesor) en el que la primera palabra era “aula”, así que lo tomé como punto de partida (19). A continuación, las notas que redacté en mi cuaderno para elaborar lo que allí dije:
La sala de aula es un invento prodigioso, quizá el que mejor caracteriza la escuela. Una escuela (entendiendo por escuela desde el parvulario hasta la universidad) se distingue porque tiene salas de aula. Y podrían distinguirse tipos de escuela por las diferencias entre sus salas de aula. En portugués se usa sala de aula, y eso me parece más lindo que sala de clase, salle de classe o classroom. Además, en Brasil los profesores dan aula, o hacen aula, y los alumnos hacen aula o toman aula.
La palabra “aula” tiene una etimología muy interesante. Significa un círculo ceremonial en el que las personas centran su atención hacia lo que está en medio (hacia lo que es contemplado, escuchado o celebrado), y que es lo más importante. Se refiere también a una especie de corral o de cercado que a la vez encierra y protege a los niños. Además, es un patio palaciego de uso indeterminado. De ahí que un funcionario de la corte sin función específica fuera llamado “funcionario áulico”. Goethe, por ejemplo, era consejero áulico en la corte de Weimar. Y creo que la sala de aula tiene algo de ceremonial, algo de refugio y de encierro (de local cerrado del que no se puede entrar y salir a voluntad), y algo de espacio indefinido, indeterminado, vacío, dispuesto para cualquier cosa.
La sala de aula es el dispositivo escolar por excelencia. Es un lugar cerrado (el aula comienza cuando se cierra la puerta), el lugar de la atención compartida (el aula comienza cuando el profesor llama la atención de todos hacia alguna cosa), el lugar de la voz y de la presencia (al aula hay que entrar, en el aula hay que estar, el aula es un espacio acústico), el lugar de la escritura (los instrumentos fundamentales del aula son la pizarra como superficie de la escritura pública y el cuaderno de notas, o de ejercicios, como superficie de la escritura individual), el lugar de la imagen (las paredes del aula no se parecen a ninguna otra pared precisamente porque en ella se pueden colgar o proyectar textos e imágenes), el lugar de los alumnos (que se constituyen como tales en el momento en que entran en la sala de aula) y el lugar del profesor (el profesor es el que hace el aula, el que hace que el aula sea aula y, al mismo tiempo, el profesor es hecho, constituido como profesor, por esa forma arquitectónica particular, por esa disposición parti...

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