Areopagítica
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Areopagítica

  1. 200 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Areopagítica

Descripción del libro

Casi diez años después de haber publicado su Areopagítica (1644), John Milton declaró cuál había sido su propósito al llevar tan atrevido discurso ante el Parlamento inglés: "Librar a la prensa de las restricciones con las que fuere lastrada, de manera que el poder de determinar lo que era verdad y lo que era mentira, lo que había de publicarse y lo que había de suprimirse, dejare de confiarse a unos cuantos individuos iletrados e ignorantes, los cuales habrían de negar su licencia a toda obra que contuviere parecer o sentimiento apenas superior al nivel de la vulgar superstición".

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Información

AREOPAGÍTICA

Discurso del Sr. John Milton
por la libertad de prensa sin licencia ante el Parlamento de Inglaterra
aeropagitica
Esto es la libertad: “¿Quién quiere, si lo tiene,
proponer públicamente algún consejo útil
para la ciudad?”
Y el que lo desea, se luce, y el que no quiere, se calla.
¿Qué es más equitativo que esto para una ciudad?
Eurípides, Las suplicantes1
A aquellos que a los estadistas y gobernadores de la mancomunidad dirigen su discurso, a la Suprema Corte del Parlamento, o a quienes, careciendo de tal acceso en condición privada, escriben lo que, presuponen, pudiese procurar el bien común, considérolos, como al inicio de algún no vano esfuerzo, no poco alterados y afectados internamente en su razón: algunos con duda de cuál será el asunto, otros con pavura de lo que será el juicio; algunos con esperanza, otros con confianza en lo que tienen que decir. Y a mí tal vez cada una de estas condiciones, según el tema con el que he iniciado, podría en otras ocasiones haberme afectado variamente; y es posible que ahora, en estos importantes discursos, revele también cuál de ellas haya prevalecido: que el intento mismo de la alocución así realizada, y el pensamiento de aquel a quien ésta acude, posee en mí el poder de despertar un entusiasmo mucho más bienvenido que apropiado para un proemio.
En éste, si bien no reparo en confesarlo antes que alguno me pregunte, no tendré otra culpa que la alegría y la gratulación que prevalecen en todos aquellos que desean y promueven la libertad de su país; de lo cual todo el discurso propuesto aquí será testimonio cierto, si no un trofeo. Pues ésta no es libertad que podamos anhelar, que queja alguna surja nunca en la mancomunidad: esto no ha de esperarlo jamás hombre de este mundo; sino que cuando a las quejas libremente se atienda, profundamente se considere y expeditamente se reforme, entonces se alcance la extrema frontera de libertad civil que los sabios buscan. La cual, si ahora manifiesto con la voz misma de esto que pronunciaré que a ella hemos ya en buena parte arribado —y que aun así estamos en pronunciada desventaja de tiranía y superstición, tan enraizadas en nuestros principios que aún nos alejan de la humana salvaguarda romana—, ha de atribuirse primero, cual se debe, al poderoso auxilio de Dios nuestro libertador, junto a vuestra fiel pauta e impertérrita sabiduría, lores y comunes de Inglaterra. No es en estima de Dios una disminución de su gloria que se pronuncien cosas honorables sobre varones buenos y magistrados valiosos; lo que, si ahora me dispusiere a hacer en primera instancia, tras el justo avance de vuestras laudables obras y tan grande obligación del reino entero para con vuestras infatigables virtudes, podría considerárseme entre los más remisos y los menos dispuestos de quienes os alaban.
Sin embargo, hay tres asuntos principales, sin los cuales cualquier alabanza no es sino cortesía y lisonja: primero, cuando sólo se alaba aquello que con solidez merece la alabanza; luego, cuando se dan grandes probabilidades de que tales cosas estén verdadera y realmente en aquellas personas a las que se les atribuyen; y el otro, cuando quien alaba, al mostrar que tal es su convicción sobre el que escribe, puede demostrar que no lisonjea; los dos primeros de éstos hasta el momento he procurado, rescatando este afán de quien se propuso perjudicar vuestros méritos con encomio trivial y maligno;2 el último, inherente en primera instancia a mi propio descargo, que a quien ensalzara no hubiere lisonjeado, ha sido reservado oportunamente para esta ocasión.
Porque quien libremente magnifica lo que se ha hecho con nobleza, y no teme declarar con igual libertad lo que pudiese hacerse mejor, os ofrece la más grande garantía de su fidelidad; sus afectos más leales y su esperanza sirven a vuestros efectos. Sus más caras alabanzas no son lisonjas, y su más llano consejo es una suerte de alabanza. Porque he de afirmar y sostener con argumentos que irían más acorde con la verdad, con la sapiencia y la mancomunidad, el que uno de vuestros Mandatos publicados, el cual mencionaré, fuese revocado; mas al mismo tiempo no podría sino redundar mucho en el lustre de vuestro templado e imparcial gobierno el que los particulares se animen de esta guisa a pensar que estáis más complacidos con la opinión pública de lo que otros estadistas se han regodeado hasta ahora en la lisonja del pueblo. Los varones advertirán, entonces, qué diferencia hay entre la magnanimidad de un Parlamento trianual y aquella celosa altanería de prelados y asesores de gabinete que se han arrogado recientemente, cuando os observen en medio de vuestras victorias y éxitos, tolerando recusaciones escritas contra un Mandato votado más mansamente de lo que otras cortes, que no hayan producido nada digno de memoria sino una débil ostentación de riqueza, hubiesen soportado el menor disgusto por cualquier proclama repentina.
Si en tal medida aprovechase el manso proceder de vuestra benigna grandeza civil, lores y comunes, para contradecir lo que vuestro Mandato publicado establece exactamente, bien podría defenderme con facilidad, en caso de que alguien me acusase de innovación o insolencia, si tan sólo supiese cuánto mejor encuentro que estiméis la imitación de la vetusta y elegante humanidad de Grecia que el orgullo bárbaro de los altivos hunos y noruegos. Y de aquellas edades a cuya civilizada educación y bellas letras debemos no ser ya godos y jutos,3 podría nombrar a aquel que en su privado fuero escribió un discurso al Parlamento de Atenas para persuadirlo de cambiar la forma de la democracia en ese entonces establecida.4 Tal honor brindábase en aquellos días a hombres que profesaban el estudio de la sabiduría y la elocuencia, no sólo en su propio país, sino en otras tierras: ciudades y señoríos los oían gustosos y con gran respeto si hubieren de realizar admonición pública al Estado. Fue éste el caso de Dión Pruseo, extranjero y orador particular que disuadió a los rodos de un antiguo edicto. Y si bien poseo sobrados ejemplos de semejante índole, su exposición resultaría aquí superflua.
No obstante, si del esfuerzo de una vida dedicada enteramente a las labores del estudio, y de esas dotes naturales que felizmente no disminuyen a los cincuenta y dos grados de latitud boreal, tanto ha de sustraerse que no se me considere par de ninguno de aquellos que han tenido este privilegio, cumpliríaseme no ser juzgado tan inferior, como vosotros sois superiores a la mayoría de aquellos que recibieron consejo de los tales: y de la medida en que los superáis, estad seguros, lores y comunes, no se halla testimonio mayor que la ocasión en que vuestro prudente espíritu reconoce y obedece la voz de la razón, sea cual fuere el sitio en el que hable. Ella os mueve a rechazar cualquier ley promulgada por vosotros, así como cualesquiera promulgadas por vuestros predecesores.
Si así estáis dispuestos, y sería una injuria pensar que no lo estáis, desconozco qué pudiera disuadirme de presentaros un apto ejemplo con el cual mostrar tanto aquel amor por la verdad que eminentemente profesáis, como aquella rectitud de vuestro juicio que no tiene por costumbre ser parcial con vosotros mismos; esto al juzgar de nuevo ese Mandato que habéis promulgado para regular la prensa: que libro, panfleto o documento alguno se imprima en adelante, a menos que sea aprobado y arbitrado por aquellos, o al menos uno de aquellos, que para tal efecto fueren designados. Porque esa parte que con justicia preserva a cada cual su derecho,5 o provee a los menesterosos, no habré de tocarla; tan sólo deseo no sean éstas excusas manifiestas para acosar y perseguir a varones honestos y esforzados que no ofenden en ninguna de estas instancias. Pero a esa otra cláusula sobre la autorización de libros, la cual pensábamos había fenecido con su hermana cuaresmal y matrimonial cuando expiraron los prelados,6 atenderé ahora con una homilía como ésta en la que expondré ante vosotros: primero, que son sus inventores individuos que consideraréis odiosos; luego, lo que ha de pensarse en general sobre la lectura, sean los libros de la clase que fueren; y que este Mandato no contribuye en absoluto a la supresión de libros escandalosos, sediciosos y difamatorios, a los que en principio se consideraba suprimir. Finalmente, que promoverá en principio el abandono de todo aprendizaje y el detenimiento de la verdad, no sólo al emperezar y achatar nuestras habilidades en cuanto a lo que ya sabemos, sino al obstaculizar y segar cualquier descubrimiento por hacerse en el saber tanto religioso como civil.
No niego que sea de la mayor incumbencia para la Iglesia y la mancomunidad mantener ojo avizor sobre la manera en que los libros se conducen, al igual que sobre la de los hombres; y por lo tanto, confinarlos, encarcelarlos y ejercer sobre ellos todo el peso de la ley si resultan malhechores. Porque los libros no son para nada cosas muertas, sino que reside en ellos una fuerza vital tan activa como la del alma a cuya progenie pertenecen; es más, conservan como matraces la más pura eficacia y extracción de aquel intelecto vivo que los engendró. Sé bien que son tan vivaces y tan vigorosamente productivos como aquellos fabulosos colmillos de dragón que, esparcidos aquí y allá, hicieron brotar varones armados.7 Y con todo, por otra parte, y como no se eche mano de cautela, vale casi lo mismo matar a un hombre que matar un buen libro. Quien mata a un hombre mata una criatura de razón, imagen viva de Dios; pero quien destruye un buen libro mata la razón misma, mata la imagen de Dios, como si estuviese en el ojo.8 Muchos hombres viven cual carga para la tierra, pero un buen libro es la sangre preciosa y vital de un espíritu maestro, embalsamado y atesorado para una vida más allá de la vida. Verdad es que ninguna edad puede devolver una vida, sin la cual no haya quizás gran pérdida; y el devenir de los años no compensa casi nunca la pérdida de una verdad rechazada, por cuya falta padecen las naciones.
Debemos, por lo tanto, guardarnos de toda persecución que emprendiésemos contra las labores vivas del hombre público, de destruir la sazonada vida del hombre, preservada y contenida en los libros, dado que al parecer se cometería así algún tipo de homicidio, a veces un martirio, el cual, de extenderse a toda impresión, sería una suerte de masacre; tal ejecución no topa en la siega de una vida elemental, sino que arremete contra esa quintaesencia, el hálito de la razón misma, y asesina la inmortalidad más que apenas una vida. Pero guardándome de ser condenado por licencioso, cuando en realidad me opongo a las licencias, no rechazo el esfuerzo de mostrar a través de la historia lo que han hecho antiguas y famosas mancomunidades contra tal desorden, hasta el momento mismo en que este proyecto de licencias salió reptando de la Inquisición, fue atrapado por nuestros prelados y atrapó a algunos de nuestros presbíteros.
En Atenas, donde libros e ingenios siempre hallaron más ocupación que en otras partes de Grecia, encuentro sólo dos tipos de escritos que el magistrado se ocupaba de atender; a saber, o bien blasfemos y ateos, o bien difamatorios. Así, los jueces del Areópago ordenaron que los libros de Protágoras fuesen quemados, y que él mismo fuese desterrado por un discurso que iniciaba con su confesión de desconocer si había dioses o no.9 Y contra la difamación se decretó que nadie fuese vejado por nombre, a la manera de la Antigua Comedia, con lo cual bien podemos suponer cómo se censuraba la calumnia. Estas acciones fueron tan expeditas, como escribe Cicerón, que extinguieron el desesperado ingenio de otros ateos, así como la difamación explícita, según lo demuestran los hechos. A otras sectas y opiniones, aunque tendientes a la voluptuosidad y a la negación de la Divina Providencia, no prestaron oídos.
Por lo tanto, no se lee que Epicuro o esa escuela libertina de Cirene o bien los Cínicos insolentes fueran alguna vez cuestionados por las leyes.10 Tampoco se registra que los escritos de esos antiguos comediantes fueran suprimidos, aunque su actuación estuviese prohibida; y que Platón aconsejó la lectura de Aristófanes, el más laxo de todos ellos, a su real discípulo Dionisio, se conoce extensamente y puede disculparse si el santo Crisóstomo,11 como se cuenta, estudiaba por las noches al mismo escritor, y poseía el arte de purificar la vehemencia procaz para llegar así al estilo del sermón enardecedor.
Es de sorprender que aquella otra eminente ciudad de Grecia, Lacedemonia, fuese tan poco proclive a las musas y a los libros, y que no se ocupase sino de las hazañas de guerra, si se considera que Licurgo, su legislador, era en tal medida afecto al saber elegante que fue el primero en sacar de Jonia la diseminada obra de Homero; además, envió al poeta Tales de Creta a limar y apaciguar la hosquedad de los espartanos con sus suaves cantos y odas, para mejor plantar entre ellos la ley y la civilidad. No había necesidad entre ellos de otorgar licencia a los libros, ya que desdeñaban todo lo que no fuesen sus lacónicos apotegmas; y aprovecharon la...

Índice

  1. PREFACIO
  2. AREOPAGÍTICA
  3. CRONOLOGÍA DE JOHN MILTON
  4. BIBLIOGRAFÍA MÍNIMA
  5. INFORMACIÓN SOBRE LA PUBLICACIÓN