Trabajando en profundidad relacional
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Trabajando en profundidad relacional

En counseling y psicoterapia

Dave Mearns, Mick Cooper, Estela Falicov, Verónica Kenigstein

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En counseling y psicoterapia

Dave Mearns, Mick Cooper, Estela Falicov, Verónica Kenigstein

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Información del libro

"Este libro habla sobre el contacto en profundidad relacional tal como se manifiesta en el counseling y la psicoterapia. Trata de aquellas experiencias de compromiso y conexión reales que, como sugieren los relatos que aquí incluimos, ambos llegamos a considerar el centro vital de una relación sanadora" (Profesor Dave Mearns y Profesor Mick Cooper)."Oportuno, informativo, desafiante y delicioso de leer… Mearns y Cooper brindan un valioso esquema para considerar y reconsiderar las cualidades dialógicas del encuentro terapéutico" (Profesor Ernesto Spinelli, autor de Demystifying Therapy y The Interpreted World).

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Información

Año
2020
ISBN
9789871301942

1

HACIA UNA TERAPIA RELACIONAL

Este libro trata sobre los momentos de intenso contacto relacional y experiencias perdurables de conexión dentro de la relación terapéutica. Dichas experiencias de profundidad relacional pueden resultar impactantes por su importancia para las personas involucradas. Su efecto refleja el alto grado en que la existencia humana depende de las relaciones; por lo general nacemos en el seno de una poderosa relación que suele ser intensamente amorosa; aprendemos a definirnos a través de las relaciones y a lo largo de la vida nuestro autoconcepto recibe una especial influencia de nuestros vínculos. Las relaciones también pueden ser muy destructivas, la crítica hiere más porque es formulada por otra persona y el abuso es especialmente dañino cuando proviene de alguien que se supone que nos ama.
A lo largo del libro mencionamos a más de veinte consultantes. Casi todos fueron heridos en alguna relación y continúan muy dolidos. Algunos estaban tan lastimados que intentaron dejar de relacionarse. Los seres humanos son hábiles para relacionarse e ingeniosos a la hora de protegerse de las relaciones; pueden intentar alejarse de ellas, evitándolas por completo o “eludiendo el compromiso” o pueden adelantarse al temido ataque del otro atacando ellos primero; de esa manera, la autoestima se ve tan afectada que la disfuncionalidad en las relaciones se convierte en una profecía autocumplida. También pueden protegerse de las relaciones “matando”, en un sentido figurado (y a veces literalmente) a la persona cuya relación les parece amenazante. Todas estas personas están en este libro; todas se encontraron en la situación potencialmente riesgosa de ser consultantes de counseling o psicoterapia.
¿Por qué llegaron a esto? Quizás porque la esperanza y la desesperación van de la mano. Tal vez porque estamos tan aferrados a las relaciones que aunque hayamos sido profundamente heridos, vemos que ellas representan la mejor esperanza de cambio. Aun así, la “esperanza” puede ser apenas visible y la tarea del terapeuta muy delicada; ¿puede ofrecer “encuentro” sin “invasión” y hacerlo además de manera tal que resulte genuino?
El trabajo terapéutico a través de la relación es un desafío para ambas partes pero es la manera lógica de trabajar; si el daño se produjo a través de la relación, ¿no puede lograrse la sanación también a través de ella? Desde mediados del siglo pasado, muchos psicólogos, psicoterapeutas y filósofos han apuntado a este potencial sanador de la relación terapéutica y en este capítulo introductorio veremos los argumentos y evidencias que se han desarrollado.

Evidencia empírica

En 2002, la Asociación Norteamericana de Psicología (APA, por sus siglas en inglés) creó un grupo de trabajo para revisar toda la información disponible sobre el vínculo entre la relación terapéutica y los resultados de la terapia. La conclusión principal fue que “la relación terapéutica (...) contribuye de manera sustancial y consistente a los resultados, independientemente del tipo específico de tratamiento realizado” (Comité Steering, 2002: 441); y recomendaba que los profesionales “construyeran y cultivaran la relación terapéutica (...) como objetivo fundamental en el tratamiento de pacientes” (op. cit.: 442).
La labor de revisión realizada por el grupo de trabajo de la APA fue extremadamente rigurosa. Por ejemplo, en un estudio realizado por Krupnick y sus colegas (1996) se observó la relación entre la calidad de la relación terapéutica y los resultados de la terapia en el caso de personas deprimidas que habían sido tratadas con terapia cognitivo-conductual, “terapia interpersonal”, tratamiento con medicamentos o controles con placebos. Entre los dos grupos terapéuticos, los investigadores no encontraron diferencias significativas en los resultados (Elkin et al., 1989), pero sí encontraron una relación significativa entre la calidad del vínculo –en opinión de los pacientes– y la mejoría resultante. En otras palabras, en términos de resultados, pareció no tener importancia el enfoque de los profesionales (cognitivo-conductual o interpersonal), pero lo que sí fue relevante fue la potencia percibida de la alianza terapéutica. Otro descubrimiento interesante fue que la conexión entre la relación terapéutica y su resultado fue tan poderosa entre los pacientes en terapia cognitivo-conductual como para quienes experimentaron una terapia interpersonal más “relacional” (¡e incluso fue igualmente fuerte para quienes recibieron tratamiento con medicación y para quienes fueron medicados con placebos!). De hecho, la evidencia sugiere que los factores relacionales pueden ser en realidad más importantes –o al menos estar vinculados más estrechamente con los resultados– en los abordajes más orientados a las técnicas. Bohart et al. (2002), por ejemplo, descubrieron que existía una mayor correlación entre los niveles de empatía y los resultados en las terapias cognitivo-conductuales que en los enfoques psicodinámicos y humanístico-experienciales.
Entonces, aunque algunos terapeutas cognitivo-conductuales consideran que sus técnicas y sus habilidades son el motor fundamental del cambio terapéutico (por ejemplo, Reinecke y Freeman, 2003), es posible que, aun en estos abordajes, el factor “curativo” principal sea la calidad de la relación terapéutica. La investigación así lo refleja, al menos con algunos consultantes. Por ejemplo, Keijsers et al. (2000) revisaron cinco casos en los que les preguntaron a los pacientes en terapia cognitivo-conductual sobre los aspectos más útiles de la terapia y, entre sus conclusiones, plantean que los pacientes informaron consistentemente que “la relación con el terapeuta fue más útil que las técnicas empleadas” (op. cit.: 267). Keijsers y sus colegas continúan afirmando que “cuando les pedimos a los pacientes que habían terminado tratamientos cognitivo-conductuales que indicaran lo que los había ayudado a resolver sus problemas, la respuesta fue: ‘hablar con alguien que escuche y comprenda’” (op. cit.: 291).
Descubrimientos de esta naturaleza contribuyen a la creciente aceptación de un modelo de cambio terapéutico con “factores comunes” (por ejemplo, Hubble et al., 1999; Lambert, 1992). Los defensores de este enfoque sostienen que el cambio terapéutico no es fundamentalmente el resultado de prácticas específicas aplicadas por profesionales de diferentes orientaciones. Más bien proponen que en todo el espectro de abordajes psicoterapéuticos y de counseling hay un conjunto común de factores responsables del cambio terapéutico. El primero, según Asay y Lambert (1999), son “las variables del cliente y los acontecimientos extraterapéuticos”. Estas son variables como, por ejemplo, el grado de motivación del consultante y acontecimientos en su vida –como el nacimiento de un hijo– durante el transcurso de la terapia. Pero en segundo lugar, y sobre la base de una gran cantidad de datos empíricos, se encuentra la calidad de la relación terapéutica. Asay y Lambert calculan que esta influye aproximadamente en un 30% en los resultados de la terapia. Hubble y sus colegas dicen al respecto que “excepto por lo que los clientes traen a la terapia”, los factores vinculados con la relación “probablemente son responsables de la mayoría de los beneficios obtenidos en las intervenciones terapéuticas” (Hubble et al., 1999: 9).
Aunque no todos los investigadores del campo de la psicoterapia concuerdan en que la asociación entre los factores relacionales y el resultado obtenido sea de esta magnitud (ver, por ejemplo, Beutler et al., 2004; Sachse, 2004), hay una coincidencia general en que “la calidad de la relación es uno de los factores más correlacionados con el resultado de la terapia” (Beutler et al., 2004: 292). Pero, ¿de qué tipo de relación terapéutica estamos hablando? Sobre la base de la evidencia empírica, el grupo de trabajo de la División de Psicoterapia de la APA clasificó a los factores relacionales en los “demostrablemente efectivos” y en aquellos “prometedora y probablemente efectivos” (Comité Steering, 2002). En cuanto a la terapia individual, tres factores entraron en la primera de estas categorías, uno de los cuales es el nivel de empatía del terapeuta (Bohart et al., 2002). Un segundo factor demostrablemente efectivo fue la alianza terapéutica: “la solidez y la calidad de la relación cooperativa entre terapeuta y paciente” (Hovarth y Bedi, 2002: 41); y un tercer factor fue el nivel de acuerdo entre terapeuta y consultante con respecto a los objetivos de la terapia (Tryon y Winograd, 2002).
Se encontraron siete variables relacionales “prometedoras y probablemente efectivas” (Comité Steering, 2002). La primera es la conocida condición de consideración positiva del enfoque centrado en la persona (Farber y Lane, 2002). Un segundo factor prometedor y probablemente efectivo fue el nivel de congruencia del terapeuta; e íntimamente ligados con este se encontraron otros dos factores: la calidad de respuesta (feedback) que el terapeuta ofrecía al consultante con respecto a sus conductas (Clairborn et al., 2002) y la capacidad de auto revelación del terapeuta, siempre y cuando la auto revelación no fuera demasiado frecuente y estuviera focalizada en temas “no íntimos” (Hill y Knox, 2002). Un quinto factor prometedor y probablemente efectivo fue la voluntad, el deseo y la habilidad del terapeuta para reparar crisis o “rupturas” de la alianza terapéutica (Safran y Muran, 2000); una sexta variable, la habilidad del terapeuta para manejar los temas de “contratransferencia” (Gelso y Hayes, 2002), es decir, su capacidad y voluntad de no exteriorizarlos al consultante. Finalmente, se concluyó que “la calidad de las interpretaciones relacionales” era un elemento prometedor y probablemente efectivo de la relación terapéutica, siempre que estas interpretaciones no fueran habituales y estuvieran principalmente focalizadas en la manera como el cliente se relacionaba con el terapeuta (ver feedback) (Crits-Christoph y Gibbons, 2002).

El giro hacia la intersubjetividad en filosofía

Paralelamente al avance de la investigación en counseling y psicoterapia, los desarrollos en el campo de la filosofía durante el siglo pasado apuntan hacia la idea de que la relación entre el consultante y el terapeuta es fundamental para el resultado de la terapia.
Hasta mediados del siglo XX, en la mentalidad occidental predominaba una manera particular de comprender la existencia humana. Ejemplificada en el pensamiento del filósofo y matemático francés René Descartes, esta visión “moderna” del mundo considera a la existencia humana en términos fundamentalmente individualistas: cada ser humano era concebido como una entidad autónoma, soberana, única, básicamente distinta y separada de cualquier otra persona a su alrededor. Mientras desde este punto de vista moderno se considera que los seres humanos tienen la capacidad de relacionarse entre sí, estas relaciones se perciben apenas como la reunión entre dos entidades separadas –como dos bolas de billar que se chocan– dentro de y desde la cual ambos seres pueden conservar su condición individual.
Esta concepción del ser humano fue tan predominante que la mayoría de las personas la acepta como algo indiscutible. De hecho, aun los teóricos relacionales, como Carl Rogers (1959), tienen muy arraigada la concepción individualista e infieren que el ser humano es una entidad única y separada, con capacidad de existencia autónoma, dirigida hacia sí misma (ver críticas de Barrett-Lennard, 2005; Holdstock, 1993) y con derecho a la autodeterminación (Grant, 2004; Witty, 2004).
Pero ¿estamos realmente tan separados de los otros seres humanos? Durante el transcurso del siglo XX muchos filósofos y psicólogos cuestionaron esta afirmación: sostienen, en cambio, que estamos fundamental e inextricablemente entrelazados con otros y que nuestro ser es, en primer lugar, un “ser en relación”. En otras palabras, estos autores sugieren que no existimos primero como individuos y luego nos unimos a otros para formar relaciones. Por el contrario, plantean que existimos primero con otros y solo a partir de allí desarrollamos cierta noción de individualidad o separación.
Este punto de vista “intersubjetivo” (ver Crossley, 1996) proviene de distintas perspectivas. Filósofos existencialistas como Martin Heidegger (1962) comenzaron afirmando que la existencia humana no era un objeto en el sentido en que lo son una mesa o una molécula, sino un flujo de experiencia en permanente cambio (ver Cooper, 2003a: 12-13). Y si concebimos la existencia humana de esta manera, para la esencia de quienes somos son fundamentales otras existencias. Es decir, cuando “vivimos-siendo”, interactuamos constantemente con los demás, pensamos en otros, nos imaginamos haciendo cosas con otros o utilizamos recursos que surgieron de una matriz interpersonal. Así, por ejemplo, aunque yo pueda estar físicamente solo (en este capítulo, la primera persona se refiere a Mick Cooper) mientras escribo estas palabras, todo mi ser, mi “estar escribiendo estas palabras ahora”, está orientado hacia un otro imaginario: el tú que las está leyendo. En el nivel de “vivir-siendo” estoy impregnado de la existencia de otros como del aire que respiro: otros circulan a mi alrededor, dentro de mí, y son una parte integral de quien soy.
Cuando escribo y me relaciono contigo también uso el lenguaje. Que el lenguaje –un medio socialmente construido– sea fundamental para quienes somos y lo que hacemos es una de las causas principales por las que el concepto de seres separados e individuales comenzó a decaer a partir del siglo pasado. Filósofos contemporáneos como Derrida (1974) y Wittgenstein (1967), así como psicólogos como Vigotsky (1962) y Gergen (1999), sostienen que el lenguaje está en la raíz de todos nuestros pensamientos, algo de lo que no podemos “sustraernos” y algo que es intrínseco a nuestro sentido de quiénes somos. En consecuencia, aun las nociones de “individualidad” o “sí mismo” no pueden ser consideradas como verdades definitivas y preestablecidas, sino como constructos que provienen de un contexto sociolingüístico particular.
Este es un punto de vista compartido por muchos teóricos feministas e interculturales, que también cuestionaron la idea de que la individualidad es una verdad predeterminada de la existencia humana (ver Gergen, 1999). Investigadores del campo psicosocial demostraron que muchas culturas no occidentales tienen una mirada más “interdependiente” del sí mismo en la cual el “Yo” no es considerado como una entidad aislada, sino como algo que se define en relación con otros (ver Aronson et al., 1999). Cuando se les pide, por ejemplo, que completen oraciones que comienzan con “Yo soy...”, las personas provenientes de culturas asiáticas son más propensas a definirse en términos de familia o grupos religiosos que los individuos que forman parte de culturas occidentales (Aronson et al., 1999). Asimismo, algunas teóricas feministas sostienen que la noción de individualidad es una concepción particularmente masculina de la existencia humana y que las mujeres tienden a un conocimiento más relacional e interdependiente con respecto a quiénes somos (ver Jordan et al., 1991). En realidad, desde estos puntos de vista, el individualismo moderno abarca mucho más que un grupo inofensivo de creencias y constituye más bien una ideología que legitima un conjunto muy específico de relaciones sociales: occidental, patriarcal, propias del capitalismo tardío; por ejemplo, el supuesto de que la competencia entre los seres humanos es el estado “natural” de las cosas, o que la gente no debería ser subvertida por influencias socialistas. Tal vez esta sea la razón por la que Rogers (1963) ganó mucha popularidad hace cuarenta años, cuando presentó el valor positivo de la tendencia actualizante en contraposición con las fuerzas de la sociedad y la conformidad.
Aunque estos avances en nuestra comprensión de lo que significa ser humano pueden parecer relativamente abstractos, tienen importantes implicaciones tanto en la teoría como en la práctica del counseling y la psicoterapia. Por más ateóricos que podamos considerarnos, nuestra práctica terapéutica siempre estará basada sobre ciertos supuestos acerca de lo que significa ser humano. Si, por ejemplo, nuestro ejercicio profesional está orientado a ayudar a nuestros consultantes a revisar sus creencias, entonces en cierta medida debemos considerar que las creencias son un importante intermediario entre lo que la persona siente y su manera de responder al mundo. Del mismo modo, si el énfasis en nuestro trabajo terapéutico está puesto en cambiar el “interior” del consultante –quizás ofreciéndole interpretaciones o un conjunto de condiciones que lo ayuden a darse cuenta de su propio potencial– entonces en cierto nivel debemos concebir a los seres humanos como entidades separadas, diferenciadas, en cuyo interior se producen los procesos psicológicos claves. Orientarse en torno a una comprensión más intersubjetiva de la existencia humana supondría un cambio significativo hacia una práctica terapéutica más relacional. Entonces, cuando conceptualizamos a una persona como sus vínculos con los demás, la relación consultante-terapeuta se convierte en el caldero en el que pueden sanarse los aspectos más integrales del ser del consultante. Además, a través de la exploración de la relación entre consultante y terapeuta, el primero puede comenzar a reflexionar y revisar aquellos elementos de su ser que son absolutamente centrales en su existencia: sus relaciones con los demás.

Perspectivas de desarrollo

La idea de que la individualidad precede a la relación fue cuestionada no solo en un sentido filosófico, sino también en un sentido evolutivo. A este respecto, muchos psicólogos evolutivos, psicoanalistas y filósofos sostienen que los niños no comienzan la vida como individuos aislados, sino como parte de una matriz relacional fundamental. Uno de los primeros, el filósofo existencialista judío Martín Buber, escribe: “La vida prenatal del niño es una combinación puramente natural, una interacción corporal que fluye de uno al otro” (Buber, 1958: 40). Esto es muy similar al concepto de psicoanalistas como Margaret Mahler (Mahler et al., 1975), Hans Loewald (ver Mitchell, 2000) y D. W. Winnicott, este último muy conocido por su afirmación “no existe tal cosa como un bebé, sino una pareja de crianza” (citado en Curtis y Hirsch, 2003: 73). Sin embargo, fue Margaret Mahler quien probablemente desarrolló el modelo más complejo de ese estado inicial de “fusión”. A partir de la cuidadosa observación del comportamiento del niño y su cuidador, ella afirma que desde las cuatro semanas hasta los cinco meses de vida, el niño atraviesa una “etapa simbiótica” en la cual “funciona y se comporta como si él y su madre fueran un sistema omnipotente, una unidad dual dentro de un espacio común” (Mahler et al., 1975: 44). En este estadio, sostiene esta autora, el niño no distingue entre el “Yo” y el “no-Yo”: las fuerzas externas que satisfacen las necesidades del bebé (como el pecho materno) no son experienciadas de manera diferente a las fuerzas internas (como el eructar). Según Mahler, solo más tarde el niño desarrolla cierto sentido del sí mismo y del otro. Y mientras que, para Mahler, el niño aprende a diferenciarse a sí mismo de los otros a medida que se desarrolla, para Hans Loewald, esta sensación simbiótica de ser-con-otros persiste a lo largo de la vida –en la fantasía y la imaginación– y continúa existiendo de manera “subyacente” al sentido del sí mismo y del otro más diferenciado y consciente (Mitchell, 2000).
No todos los psicólogos evolutivos coinciden en esto; de hecho, tanto Daniel Stern (2003) como Colwyn Trevarthen (1998), principales defensores del enfoque intersubjetivo, ponen en tela de juicio la idea de esta fusión primaria. Sin embargo, en el campo de la psicología evolutiva, un creciente número de teóricos e investigadores han venido cuestionando la idea de que los seres humanos son, primero y principalmente, individuos diferenciados, argumentando en cambio, que los niños llegan al mundo orientados hacia otros y en sintonía con ellos.
En el campo del psicoanálisis, uno de los primeros en desarrollar esa perspectiva fue John Bowlby (1969), quien sostenía que por razones evolutivas los niños nacen con una predisposición a encariñarse con sus cuidadores y que organizan su comportamien...

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