Aprender a rezar en la era de la técnica
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Aprender a rezar en la era de la técnica

  1. 400 páginas
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Aprender a rezar en la era de la técnica

Descripción del libro

Una ciudad que confía en el progreso, pero vive en crisis y con miedo. Ciudadanos dispuestos a encontrar un mesías que sepa guiarlos. Un hombre, Lenz Buchmann, médico cirujano con una conciencia brutal del cuerpo y sus limitaciones, cuya idea del poder lo vuelve un dictador en potencia. Pronto, Buchmann cambia el bisturí por la política para salvar a una sociedad gravemente enferma, pues cree firmemente que sólo él es capaz de enderezar el destino colectivo.Aprender a rezar en la era de la técnica es el cuarto título del ciclo "El reino", cuyas tramas giran en torno a temas como el mal, el poder y la violencia. El centro de esta novela quizá sea la peligrosa autoridad que conceden el conocimiento y la habilidad técnica, cuando no están regidos por la compasión.Luego de deslumbrarnos con su novela "Jerusalén" y los cuentos de "Agua, perro, caballo, cabeza", Gonçalo M. Tavares sigue construyendo una obra propositiva y múltiple, de cerebral intensidad. Estamos ante un narrador que investiga la realidad con el frío temperamento del forense y las herramientas del criminalista. Un escritor empeñado en atisbar esa realidad última del mundo que representan las zonas más oscuras del alma humana."No tiene derecho a escribir tan bien a los treinta y cinco años, dan ganas de darle un puñetazo." José Saramago"La literatura de Gonçalo M. Tavares es radical y no nos deja indiferentes. Más bien al contrario, nos hace sentir incómodos y heridos. Tavares es un maestro en el arte de impresionar al lector." José Castelo"Es sin duda el prodigio de la literatura portuguesa actual." Bruno H. Piché"Un Kafka portugués." Elisabeth BarilléJosé Eduardo Agualusa: "['Uma viagem à Índia'] es como si un enredo de Kafka hubiese sido reescrito por Bernardo Soares."

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Información

Año
2020
ISBN de la versión impresa
9786074111392
ISBN del libro electrónico
9786078667499
Edición
1
Categoría
Literatura
PRIMERA PARTE

FUERZA

APRENDIZAJE

EL ADOLESCENTE LENZ CONOCE LA CRUELDAD

1
El padre lo sujetó y lo llevó hasta la habitación de una criada, la más joven y hermosa de la casa.
–Ahora vas a hacértela aquí, delante de mí.
La criadita estaba asustada, por supuesto, pero lo raro era que parecía tenerle miedo a él y no a su padre: era el hecho de que Lenz fuera un adolescente lo que asustaba a la criadita y no la violencia con la que su padre la ponía a disposición del hijo, sin asomo de pudor, sin tener siquiera la delicadeza de salir. El padre quería verlo.
–Vas a hacértela delante de mí –repetía.
Estas palabras de su padre marcaron a Lenz durante años. Vas a hacértela.
El acto de fornicar a la criadita reducido al más simple de todos los actos, a un mero hacer. Vas a hacértela, ésa era la expresión, como si la criadita no estuviese del todo hecha, como si fuese todavía una materia informe, a la espera de aquel acto de Lenz para quedar terminada. Esta mujer no estará del todo hecha hasta que tú la hagas, pensó el adolescente Lenz de un modo claro, y sus gestos siguientes fueron los de un trabajador, de un empleado que obedece las indicaciones de un encargado con más experiencia, en este caso su padre: vas a hacerlo.
–Quítate los pantalones –fue la segunda frase de su padre–. Quítate los pantalones.
El adolescente Lenz se quitó los pantalones. Y todas las órdenes que siguieron iban dirigidas exclusivamente a él; es decir: el padre no dirigió una sola frase a la criadita; ella sabía lo que debía hacer y lo hizo, era una máquina que no tenía alternativa, a diferencia del adolescente Lenz, que pese a todo podría haberle dicho a su padre: no quiero.
–Quítate los pantalones –ordenó el padre.
A continuación Lenz es conducido, casi empujado, por su padre hasta la criadita, que está acostada y a la espera.
–Avanza –dijo el padre en tono brusco.
Y el adolescente Lenz avanzó, con determinación, sobre la criadita.

LA CAZA

2
Lenz se calza las botas y se prepara para la caza. Primero el ritual de dominio de los pequeños objetos inmóviles: las botas, el arma, el chaleco pesado.
Aquellos movimientos eran los que mejor contribuían a formar el ser humano. Y qué buen tirador era él.
A su vez, los elementos ágiles de la naturaleza reivindicaban una desobediencia que no era tolerable. Lenz iba a cazar debido a cierta determinación política. Un conejo era un adversario minúsculo, pero lo obligaba a ocupar una posición sobre la tierra, dentro del mapa de combate. Un opositor insignificante –un conejo– obligaba a Lenz a cierta tensión muscular, a un despertar de la astucia: no bastaba con la puntería ni la capacidad mecánica del arma, era necesaria también una atención intelectual, una atención de la inteligencia; las cosas inmóviles eran las únicas que no requerían esta atención por parte de Lenz.
Entre él, Lenz, y la presa, aún viva, había una negociación previa: él se negaba a matar un sólo animal durante los primeros minutos. Había la exigencia de habituación, un respeto hacia el espacio que se invade. Aquélla no era su casa.
Los veinte minutos en los que no disparaba eran como la acción de limpiarse los pies en el felpudo antes de entrar en una casa ajena. La extrañeza existía en el bosque y, a falta de puerta y felpudo, Lenz recorría durante vein­te minutos los senderos que la naturaleza, con la estupidez que la caracteriza, había dejado espontáneamente para que los hombres pasaran.
Había otra ley en el bosque. Allí la moral era desconsiderada, grosera, era lo mismo que entrar en la habitación de la criadita siendo él adolescente; en aquella habitación del fondo, con olores muy distintos a los que existían en la casa principal, la casa de sus padres. En la habitación de la criadita ser considerado era ser débil y constituiría hasta tal punto un error absurdo que hasta la criadita protestaría ante el menor gesto cariñoso del hijo del patrón.
En el bosque las virtudes no habían sido invadidas por la sensación de moho; había otra potencia suspendida por encima de sus pasos entre los árboles robustos pero torcidos que ocultaban cientos de existencias animales; existencias que eran, al fin y al cabo, piezas de caza, en un resumen extraordinariamente sintético también de las relaciones humanas.
Lenz no se hacía ilusiones: si no enfilaba cualquier calle de la ciudad con la misma cautela y el arma a punto para disparar era porque, en aquel otro espacio, algo seguía inhibiendo el odio: la mutua ventaja económica.
El aparente equilibrio entre vecinos del mismo edificio era el que existía en un hombre de elevada estatura un instante antes de posar, desamparado, el primer pie en un pantano. La frase usted primero, dicha por alguien en una cafetería a otro cliente que iba a entrar al mismo tiempo, aceptando así beber algo después de que sirvieran al primero, era una frase de guerra, de pura gue–rra. Todas las frases de simpatía podían verse, desde otra perspectiva, como frases de ataque. Al dejar que el otro se le adelantara, un hombre no estaba aceptando ser el segundo, sino preparando el mapa del terreno para poder controlar visualmente al hombre que por momentos se creía en primer lugar. La ventaja de tener a alguien delante, había dicho en cierta ocasión el padre de Lenz, es que nos da la espalda. No importa el lugar donde estemos, sino el campo de visión y nuestra posición relativa.
Sin embargo, Lenz no había tardado en comprender que hacía falta un soporte, un sitio en el cual apoyar el cuerpo sin temor a ser traicionado; en definitiva, una pared que no corra el riesgo de venirse abajo. La familia sería su pared, el punto en el que podría apoyar la nuca (pues, incluso en un ataque vigoroso, quien ataca tiene nuca, y esa fragilidad no puede olvidarse jamás).
Lenz preparó el arma, apoyó el acero de la culata en el pecho –pecho que latía con fuerza– y pensando en la criadita que más de diez años atrás, con los incentivos de su padre, lo había servido por primera vez, Lenz apuntó y disparó.
Oyó entonces un chillido que en otras circunstancias juraría haber salido de las ruedas de un coche y, tras un segundo de inexplicable estupefacción, echó a correr en la dirección de aquel sonido. Al poco, la sangre se hizo evidente en aquella parte del bosque, pese a lo cual Lenz no logró atrapar al animal.
Había logrado herir al enemigo, pero no eliminarlo. Aún no podía comérselo.

UNA CANCIÓN NADA APROPIADA

VEAMOS QUÉ HACE LENZ

1
Lenz, contrariando del todo sus hábitos, decidió aquella noche dejar entrar a un mendigo.
Lenz se reía.
–Le doy su pan.
A petición de Lenz, su mujer trajo el periódico del día. Mientras se lo entregaba, le dijo:
–Por favor, dale lo que quiere y échalo de aquí.
Lenz acarició levemente el culo de su mujer y se volvió hacia el vagabundo riéndose. Le pidió a la mujer que se fuera.
–Cosas de hombres. –y sonrió de nuevo.
–¿Has visto estas noticias? –preguntó Lenz al vagabundo al tiempo que le tendía el diario con la portada vuelta hacia arriba.
–Tengo hambre –dijo el hombre.
Lenz no contestó. Aún sostenía el diario en la mano.
–Fíjate en esto: el presidente dice que por fin la población empieza a respirar con cierta tranquilidad. ¿Lo has visto? ¿A qué tranquilidad se refiere? ¿La conoces tú?
–Por favor... –repitió el hombre.
Lenz siguió leyendo los titulares de la primera página: “Hay una nueva clase en ascenso: los comerciantes empiezan a alcanzar los cargos políticos gracias a su di­nero y empiezan a preocuparse por la situación del país en lugar de preocuparse exclusivamente por la situación de su fábrica”. ¿Lo has oído? –preguntó Lenz.
–No me humille –dijo el hombre.
Lenz le pidió que no fuera ridículo.
–Debes respetar al país. ¿Te sabes el himno? Te voy a dar comida. ¿La quieres? ¿Y dinero?
El vagabundo se removió ligeramente. Estaba de pie. Lenz aún no le había permitido sentarse en el pequeño banco que permanecía vacío a su lado.
–Pero primero cántame el himno –pidió Lenz–. Sean cuales sean las circunstancias. No perder el sentido de la existencia, ¿lo entiendes? Los deberes de cada hombre, al nacer en un país determinado; ¿lo entiendes? ¿Te sabes el himno? ¿Puedo pedirte que lo cantes? Aún tenemos tiempo. La comida no tardará en llegar. Vamos, adelante, por favor, te lo pido.

CONTRATOS Y SUMAS

2
Tras una discusión, Lenz rompe el contrato precisamente sobre su firma, que parte por la mitad. Mi nombre en medio, pero no va hasta el final, pensó Lenz. El nombre interrumpido y la negociación interrumpida. Lo que me quiere usted dar no es suficiente para mí, dijo Lenz.
La intensidad cambiaba cuando acercaba a la mano que sujetaba el bolígrafo un simple contrato para la compra del mobiliario del salón. Firmar su nombre era una gran responsabilidad. Y no se trataba tan sólo de una cuestión jurídica, era más que eso.
La esposa de Lenz no era una mujer que meditara sobre lo que iba a hacer más allá del día siguiente. Era una mujer extraña, que parecía aceptarlo todo con una pasividad no exenta de perversión, que a veces el propio Lenz llegaba a aborrecer. Ella lo sumaba todo, a un acontecimiento le seguía otro, y ella lo aceptaba sin reflexión alguna.
Lenz, por el contrario, no consideraba la vida como una simple suma de acciones y hechos, la vida presuponía asimismo operaciones de energía similares a la resta, la multiplicación y la división. Las principales operaciones aritméticas existían en la vida diaria, en la vida particular de cada ser humano.
—No siempre se suma, no siempre se suma –había dicho Lenz, en un tono absolutamente desolado, el día del entierro de su padre, Frederich Buchmann.
La muerte como ejemplo. No siempre se suma.

EL CEREBRO

3
Un hombre –Lenz– contabiliza los puntos decisivos de su propio ...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Portada
  5. Dedicatoria
  6. PRIMERA PARTE: FUERZA
  7. SEGUNDA PARTE: ENFERMEDAD
  8. TERCERA PARTE: MUERTE
  9. EPÍLOGO
  10. ÍNDICE