Introducción a la metodología
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Juan Antonio Valor, Juan Antonio Valor

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El predomino de las ciencias como modo de conocer y transformar la naturaleza ha alcanzado en el presente su máxima expresión. Tras los éxitos obtenidos por las ciencias naturales se ha pretendido estudiar, a través de su método, los individuos y las sociedades, conjuntamente con sus modos de comunicación y sus normas. Y, sin embargo, nos podemos plantear cuestiones tales como si lo específico de la ciencia queda definido en relación con el método, si el método de la ciencia es único o si hay tantos métodos como disciplinas científicas.La presente obra intenta aproximarse, desde una perspectiva multidisciplinar, a los fundamentos metodológicos de distintas disciplinas, tales como la sociología, la psicología, la economía, la historia, la publicidad, la documentación, la física, etc., con la intención de que estudiantes, científicos e investigadores encuentren en ella reflexiones desde las que revisar aspectos metodológicos centrales de sus respectivas disciplinas.

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GÉNESIS DEL MÉTODO CIENTÍFICO

Ana Rioja
(Universidad Complutense de Madrid)
CONSIDERACIONES INTRODUCTORIAS

En términos generales, el término «método» designa un modo ordenado de proceder para alcanzar una determinada meta. Son muchas y muy diversas las metas que el ser humano puede proponerse y, por tanto, existen los más variados métodos. Aquí se trata del método científico planteado en el contexto de las ciencias naturales, lo cual permite delimitar el campo semántico del término. En efecto, no resulta difícil adivinar que, en principio, el asunto consiste en hallar la mejor forma de operar con orden para obtener conocimiento sobre un determinado objeto, la Naturaleza [1]. En este caso, por tanto, el fin sería la producción de conocimiento acerca de los seres animados e inanimados, lo cual lleva a interrogarse sobre el método o camino más adecuado a seguir para alcanzar este objetivo.
Según esto, el título Génesis del método científico alude a una triple cuestión. En primer lugar, plantea el origen histórico de la peculiar manera de proceder que ha permitido alcanzar eso que en la actualidad llamamos conocimiento científico. En segundo lugar y relacionado con lo anterior, se subraya que interesa el método característico, no de cualquier tipo de conocimiento, sino exclusivamente del denominado científico. Y en tercer lugar, implícitamente alude a las ciencias naturales, no a las ciencias humanas, ya que está comúnmente admitido que el método científico se gesta concretamente en el ámbito de la mecánica, esto es, en relación con el estudio del movimiento de los cuerpos, tanto terrestres como celestes.
De hecho, el origen del método científico es el origen de la ciencia natural misma, lo cual nos sitúa a finales del Renacimiento y comienzos del Barroco, o sea, en la segunda mitad del siglo xVI y primera mitad del siglo xVII. Una detallada exposición del proceso de formación de este método remitiría, por tanto, a la historia de la ciencia y, en particular, a la historia de la física, de la astronomía y de la cosmología, con el fin de comprender la evolución sufrida por el pensamiento occidental, desde la Grecia clásica hasta la Europa moderna, con respecto a la forma de interrogar a la Naturaleza y de obtener conocimiento acerca de ella. No es éste, sin embargo, el momento de prolijos análisis. Por esto, parece razonable simplificar el tema y poner nombre propio a la comparación entre dos maneras fundamentales de proceder metódicamente.
La primera de ellas conduce al denominado modo aristotélico de producción de conocimiento acerca del mundo; la segunda al modo galileano, bien entendido que en ningún caso la empresa intelectual es obra de un solo hombre. Aristóteles y Galileo ejemplifican de modo paradigmático dos clases de métodos diferentes: uno, el aristotélico, que podríamos denominar no científico; el otro, el galileano, al que los manuales clásicos suelen considerar el origen del método científico.
En las páginas que siguen, se procederá, en consecuencia, a dar cuenta de ambos modos de explicación y comprensión de los fenómenos naturales. Ello proporcionará la ocasión de evaluar el alcance, las posibilidades y los límites de esa forma de aproximación cognitiva a la Naturaleza que comienza a fraguarse en la modernidad y que a lo largo del siglo xx ha conocido un espectacular desarrollo. Y es que la ciencia natural tendrá partidarios o detractores, pero difícilmente ha de resultar indiferente o carente de interés en una época en la que los seres humanos apenas podrían concebir su propia existencia al margen de las condiciones creadas por ella.


EL MODO ARISTOTÉLICO DE CONTEMPLAR LA NATURALEZA

El peculiar modo aristotélico de abordar el estudio de la Naturaleza no es único en el mundo griego, pero sí desde luego el más relevante, no sólo por la completa y sistemática explicación que ofrece de la mayoría de los fenómenos de movimiento observables a simple vista (movimientos celestes y terrestres), sino muy especialmente por su fuerte implantación posterior en Europa, al menos durante la Baja Edad Media y el Renacimiento (todavía en la segunda mitad del siglo xVII Newton estudió en la universidad la física aristotélico-escolástica). Por ello, la revolución científica que trajo una nueva forma de plantear dicho estudio y que desembocó en la constitución de la «ciencia moderna», se realizó tomando como término de referencia a combatir esa física aristotélico-escolástica heredada de la Antigüedad y parcialmente transformada por el pensamiento medieval.
Para empezar conviene indicar que es característico del planteamiento aristotélico el hecho de atender a los seres que son obra de la naturaleza (seres naturales), por oposición a aquellos que son producto de la mano del hombre (seres artificiales o fabricados). Ello implica trazar una clara línea divisoria entre lo que es «natural», ya sea animado o inanimado, y lo que es «artificial». Al estudioso de la physis (término griego para designar «naturaleza» y del que procede la palabra «física») incumben únicamente los seres naturales, de manera que todo cuanto tiene al hombre como artífice queda fuera de su competencia. Seres naturales son los animales y las plantas, y también la materia de la que están formados todos los cuerpos, bien en la Tierra a partir de la composición de cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego) combinados en diferente proporción, bien en el Cielo constituido por un único elemento, el éter. La física nada tiene que ver, pues, con la construcción de artefactos, aparatos o máquinas, en la medida en que éstos son seres fabricados. Por decirlo brevemente y de manera anacrónica en relación a la época de Aristóteles, el físico ha de procurar una explicación de las causas de los movimientos celestes y terrestres, de los planetas y de las piedras, pero no del modo de funcionamiento de las máquinas [2].
Tampoco deberá, en consecuencia, servirse de máquinas simples (como las poleas o las palancas) para mejor analizar los movimientos de los cuerpos en condiciones «forzadas» por el investigador. Se trata de llegar a comprender el comportamiento propio de los seres naturales con independencia de toda intervención humana. De ahí que la física tenga por objeto el análisis de los movimientos «naturales» al margen de toda interferencia externa, pues se trata de llegar a saber qué tipo de acciones son capaces de realizar los cuerpos por sí mismos (los cuerpos pesados tienden siempre a caer sobre el centro del mundo, los ligeros al contrario, etc.). En cambio, cuando son «violentados» o «forzados» a hacer algo a lo que por naturaleza no tienden (una piedra, por ejemplo, no asciende espontáneamente sino que ha de ser lanzada), su tratamiento corresponde a la mecánica. Así, mientras que la ciencia moderna galileana concede el mismo estatuto a la caída de los graves (movimiento natural o espontáneo desde la perspectiva aristotélica) que al desplazamiento de los proyectiles (movimiento violento), en la física aristotélica son claramente asimétricos.
Resumiendo lo hasta aquí dicho, primero, el objeto de la física antigua es el estudio de los seres naturales, no de los artificiales o fabricados, y, segundo, con respecto a ellos se ocupa preferentemente de los tipos de cambio o movimiento que acontecen espontáneamente en función de las diferentes clases de materia de las que están hechos, y no de los movimientos que tienen lugar como consecuencia de la acción de causas externas que impiden el normal desarrollo de sus tendencias naturales. Este planteamiento tiene importantes implicaciones.
En primer lugar, nos da cuenta de una radical distinción entre los seres que son producto de la Naturaleza y los que tienen a los hombres como artífices debido a que aquéllos incorporan un principio intrínseco de cambio de los que estos últimos siempre están desprovistos y que no es otro sino la propia physis o naturaleza de cada ser. La atribución de ese principio intrínseco permite afirmar que el todo es algo más que la suma de partes, en el sentido de que la mera combinación de dichas partes, a la manera de un mecano, no permite explicar el tipo de actividad que los seres naturales son capaces de desarrollar. Se admite pues un principio no material sino formal (lo que quiere decir que no es una parte más añadida a las restantes), a fin de explicar el comportamiento de los cuerpos en la Tierra y en el Cielo. Es este principio formal el que da razón de la existencia de movimientos naturales, esto es, espontáneos o no provocados desde el exterior, ya que, si carecieran de él, ningún cuerpo podría variar de estado por sí mismo sino siempre a consecuencia de la acción de otro sobre él.
Gracias a ese principio de movimiento espontáneo, identificado con la naturaleza de cada cuerpo, los seres naturales son automóviles. Ello facilita una aproximación entre los seres materiales inertes y los seres vivos, en la medida en que en el fondo todos ellos son seres animados o dotados de anima, entendiendo por tal un principio formal de acción que comunica a los seres en los que reside la capacidad de realizar ciertas funciones. Tanto el movimiento local propio de los elementos de los que están compuestos todos los cuerpos, como la capacidad de reproducción de los seres vivos, la posibilidad de experimentar sensaciones por parte de algunos de ellos e, incluso, el pensamiento racional, son funciones que se hallan jerarquizadas, desde la más inferior característica de la materia no viva a la superior exclusiva de los seres racionales, ninguna de las cuales se explica por el menor o mayor número de partes de los organismos correspondientes. En definitiva, estructuras más complejas no indican funciones superiores, al contrario de lo que ocurre en un marco descriptivo de corte mecanicista.
Es por ello que la física aristotélica con frecuencia ha sido calificada como animista u organicista, en la cual el conjunto de lo natural se entiende por analogía con los seres vivos. En todo caso es claramente antimecanicista, de manera que ningún tipo de aproximación puede realizarse entre los seres naturales, vivos o no, y las máquinas o, en general, los seres artificiales. La razón estriba precisamente en lo que constituye el meollo mismo de la diferencia entre unos y otros: jamás los hombres podrán dotar a sus obras de ese principio formal capaz de «animar» a un ser fabricado y permitirle, en consecuencia, realizar ciertas acciones. La prioridad recae, por tanto, sobre lo natural, no sobre los productos de la técnica, que nunca pueden incorporar principio formal alguno.
Lo anterior permite establecer un paralelismo entre la física antigua aristotélica y las posiciones vitalistas en biología, especialmente vigentes durante el siglo xIx, según las cuales la vida no puede explicarse por la mera estructura de los organismos vivos sino que exige un principio vital último e irreductible a la suma de sus partes. O también, entre dicha física y el tipo de psicología propia de quienes conciben la mente como algo más que un epifenómeno del cerebro. En cambio, la física postgalileana, los desarrollos de la biología en este siglo, especialmente en el campo de la biología molecular, o los programas de Inteligencia Artificial Fuerte, que tratan de comprender la «inteligencia encarnada» a partir del funcionamiento de esas sofisticadas máquinas que son los ordenadores, suponen empresas intelectuales de significado por completo antiaristotélico.
En segundo lugar, el énfasis del planteamiento aristotélico en la asimetría entre movimientos naturales o espontáneos y aquéllos que son el resultado de la «violenta» intervención de agentes externos, pone de relieve la importancia que en este marco de pensamiento se concede el estudio de los fenómenos naturales, tal y como éstos se presentan, sin que las condiciones de su manifestación deban ser modificadas ni siquiera con la finalidad de un mejor conocimiento de ellos. Es por esto que Aristóteles, a diferencia de Arquímedes y de lo que Galileo hará con tanto éxito muchos siglos después, jamás se sirve de poleas, planos inclinados o palancas para examinar el comportamiento de los cuerpos.
Así, si se trata de establecer el modo como caen los graves, cabe limitarse a contemplar este fenómeno atentamente sin intervenir en absoluto sobre él, es decir, ateniéndose a sus condiciones reales. O cabría también interponer planos de diferente inclinación, los cuales, si, por un lado, perturban la caída libre del cuerpo, por otro, permiten analizar una variedad mucho mayor de situaciones simplificadas a fin de extraer las conclusiones oportunas. E incluso hay una tercera posibilidad, ampliamente utilizada por Galileo y toda la ciencia posterior, consistente en determinar cómo debería acontecer el fenómeno en cuestión en condiciones ideales (en el vacío, en el caso de la caída de los graves), par...

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