ALGUNAS INCERTIDUMBRES Y OTRAS EVIDENCIAS PARA VOLVER HABLAR DEL CORONAVIRUS
El capítulo que cierra estas veladas no tiene formalmente que ver con el contenido argumental de los relatos. De éstos los distancia, además, una viscosidad mayor del texto, que obliga a recorrerlo con más lentitud. Los hechos sobre los que se reflexiona se inscriben en un contexto actual que, lamentablemente, poco tiene de ficción. La nueva realidad, como se ha querido llamar, requiere aparcar no pocas urgencias para priorizar otras necesidades. De repente, el fluir de la vida se ha hecho más lento y con un curso menos previsible. Sorprendentemente indecisos ante el camino a seguir, con reiterada torpeza vamos tanteando el terreno como con un bastón de ciego, y sólo advertimos la presencia de un obstáculo tras darnos un trompazo con él. Parece inevitable que las concepciones homocéntricas conlleven con frecuencia actitudes prepotentes, de una superioridad que la realidad muchas veces desdice.
Ansiamos regresar a una normalidad que ahora hemos aprendido a valorar. Como ya sucedió en otros capítulos de la historia de la humanidad, una mayoría suficiente sobrevivirá a una catástrofe planetaria. Los supervivientes podrán contar su experiencia, y un antes y un después marcará la vida de esta generación. Recibimos golpes que duelen, pero sabemos reaccionar. Somos débiles, somos fuertes: somos humanos.
Una consideración posible de la crisis que nos asola es encontrar sentido a lo que está sucediendo; plantearse si se trata de una circunstancia casual ajena a nuestra cotidianidad o es consustancial con nuestro propio desarrollo vital. La evolución de la materia biológica hacia un nivel mayor de complejidad situó a las criaturas humanas en el planeta, pero asimismo puso junto a nosotros a depredadores que sobreviven poniendo a prueba la capacidad de resistencia de la especie.
Hoy, en una mañana cuajada de primavera, miro desde la ventana que abre el encierro al exterior y veo un paisaje que me resulta bien conocido, pero que ahora encuentro como venido a menos. Faltan en él elementos externos- personas, vehículos, sonidos- y sobran factores internos – miedos, sospechas, incertidumbres- para configurar el paisaje habitual. ¿Qué ha sucedido para que así sea?, podemos preguntarnos, y la respuesta, inscrita en las consecuencias de la pandemia, tiene que ver con un estupor del que no nos hemos aún repuesto. Tal vez vivíamos asentados en unas rutinas que nos protegían de eventualidades incontrolables. Ni siquiera valorábamos - individual y colectivamente- una contingencia que fuera más allá de lo previsible, y, por consiguiente, de lo controlable. De aquí el estupor, que es como un anestesiante del raciocinio que nos evita el dolor de tratar de comprender cómo se ha llegado a esta nueva situación.
Con el aire y la luz que penetra por la ventana, entre los resquicios de los edificios de ladrillos llega el verde psicológico de un parque próximo. Las golondrinas celebran la incipiente proliferación de insectos con insistentes aleluyas corales, y a los solitarios campanarios les nacen nidos de cigüeña. El verano cada vez está más cercano, y con esas y otras señales anuncia tiempos de decaimiento de la infección.
En el ámbito natural, debilidades y fortalezas balancean su peso en un equilibrio inestable, y la biología se mueve de un punto a otro, por azar y por necesidad, ensayando proyectos que resultan viables o fallidos. La fortaleza de una especie implica la debilidad de otra, con la que compite; esto hace que algunas de ellas evolucionen hacia la capacidad de imponerse, y si lo consiguen, prosperan. Subyace a un deseo consciente o a una voluntad inconsciente el instinto de acometer rutas que lleven lejos en el espacio y en el tiempo; el ansia de dominio y permanencia es un motor genérico y genésico de cada especie (aunque no se perciba como tal); o sea, en lo que a nuestro género concierne, sin el impulso de supervivencia (buscar alimento) el mono no hubiera bajado del árbol.
En el trascurso de la aventura humana, la acumulación de capas de conocimiento y dudas existenciales ha ido segregándola del contexto natural en el que se fue desarrollando, y al hacerlo, se obscureció una consideración intuitiva de la dimensión real del hombre, sujeta a la del entorno físico en que se forjó. Resulta más fácil comprender comportamientos grupales que se atienen, digamos, a leyes naturales, que tener que interpretarlos rascando las opacidades que conlleva la civilización. Parece evidente, por tanto, que para descifrar el sentido o significado de la configuración humana hay que desprenderla de postizos. Una forma de hacerlo es regresar a un momento remoto en el que la especie se manifestaba incontaminada, sin añadidos culturales.
Para imaginar ese instante, volvamos a contemplar el paisaje que nos acerca la ventana de nuestro forzoso retiro, y pongamos en marcha una máquina del tiempo. Podremos, de este modo, movernos hacia atrás tanto como deseemos, y hacer desaparecer de la vista las personas y los edificios, convertir las calles en prados preexistentes, dibujar en el horizonte un pequeño bosque, y retrocediendo en los siglos todavía más, hasta convertirlos en milenios, visitar un campo que nuestra imaginación ha dotado de agua y poblado de animales.
De inmediato, ese fotograma mental lo convertiremos en una secuencia animada, para ver cómo entran en escena un puñado de hombres con la intención de cazar. En la distancia no apreciamos bien si van desnudos o vestidos, y cuál es la naturaleza precisa de las armas que exhiben. Sabemos cómo se comportan algunos mamíferos carnívoros, que establecen jerarquías y cazan en grupo, y apreciamos que algunas personas de esa tribu - 10 o 12 individuos- se alejan del núcleo principal, guiados por un hombre presuntamente más experto, para cercar y llevar algún animal hacia donde aguarda un cazador con su arma preparada. Escuchamos unas instrucciones que presumimos como tales pero que no nos parecen palabras, sino más bien sonidos imperativos. Podemos sospechar que este grupo de humanos tal vez no dominaba el fuego, ni enterraba a sus muertos, ni invocaba a los dioses. Está a punto de entrar en la historia, para construirla sobre esos y otros sustratos esenciales. En vida, el hombre invocará a los dioses buscando explicación y protección, y a los muertos los enviará a ese lugar de inconcreta localización pero grata recompensa que identifica como “el más allá”.
El género homo está, en el momento en que ha aparecido en nuestra pantalla virtual, en un estado de connivencia con el mero subsistir. Ocupa un nicho donde muchas otras formas vivientes, igualmente desnudas, luchan para sobrevivir. Pues bien, ¿afirmaríamos que ese grupo de hombres primigenios está más cerca de nosotros que de los animales cazadores con los que compite? Es cierto que ambos comparten hábitos de conducta, que, en un momento que gravita sobre la primordial subsistencia, los iguala. La diferenciación llegará cuando la facultad de raciocinio - en el sentido de tener capacidad de obtener conclusiones operativas a partir de conocimientos acumulados- alejará progresivamente al hombre de comportamientos compartidos con otras especies.
La vaca ve en la hierba sólo comida, pero nosotros podemos considerar otras posibilidades. El animal irracional actúa siguiendo una percepción que aprendió, en este ejemplo, siendo ternero; su comportamiento es reflejo, no guiado por un argumentario o reflexión. En otros seres, las pautas de comportamiento son automáticas, dirigidas por instrucciones o códigos inapelables. Pero el hombre, el animal que puede pensar, además de considerar la hierba como comida, inquiere por qué se trata de alimento (o sea, indaga las cualidades del objeto). Hemos dado el nombre primario de curiosidad a ese deseo innato de conocer; limitado a lo superficial -a lo inmediato- o inscrito en una exploración más profunda. He aquí, nos parece, una razón principal que hace posible la expansión del conocimiento.
Esa posibilidad determina que la humanidad haya ido construyendo un mundo progresivamente más complejo. Más complejo y menos sometido al azar (al capricho de la lluvia, a la tiranía de las plagas o a las heridas de la enfermedad). Básicamente, no nos hemos adaptado al entorno como especie animal, pero los recursos habilitados por la inteligencia los hemos puesto a disposición de nuestras necesidades. Es un triunfo evolutivo de una especie inteligente, que obtiene conclusiones de su experiencia vital, y las trasmite. O sea, que el conocimiento se acumula a lo largo de las generaciones. Gracias a esa sabiduría, se ha podido colonizar el planeta y hacer frente a casi cualquier contingencia. Y este conjunto de éxitos ha hecho, probablemente, que nos sobrevaloremos.
En ese contexto triunfal, ante una realidad no deseada la colectividad trata de protegerse negándola o distorsionándola, aunque finalmente deba aceptarla. Esta posición defensiva tiene también que ver con el innegable reblandecimiento, físico y moral, de una menor resistencia a la adversidad, que el individuo ha ido adquiriendo. Las personas se han ido procurando seguridades, verdaderas o falsas, y la sociedad se ha vuelto más acomodaticia y complaciente. En ella no sobreviven únicamente los más aptos, con capacidad para imponerse por fortaleza física o habilidad. Sin aplicarle etiquetas éticas o morales, esta circunstancia implica una trasgresión de la ley natural que hizo factible nuestra especie; o sea, los comportam...