Linea nigra
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Jazmina Barrera

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Linea nigra

Jazmina Barrera

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Desde los primeros momentos de su embarazo, Jazmina Barrera inició un diario que pronto se convirtió en un ensayo. Pero escribir sobre la gestación es también hacer la crónica de un proceso: el relato del comienzo de la vida. Así, Linea nigra es una novela ensayística o un ensayo novelado donde la autora, con la inteligente curiosidad y el lenguaje transparente que la caracterizan, da cuenta de la enigmática transformación de su cuerpo gestante: una labor tan común como asombrosa e incomprensible. Entre sismos, el acompañamiento de su esposo, la búsqueda de nombres y las visitas al ginecólogo, la escritora se relaciona con el ser que crece dentro de ella, mientras profundiza en las historias de las mujeres de su familia y tiende puentes con la experiencia de una treintena de creadoras que encontraron en el arte y la literatura un lenguaje para pensar el cuerpo materno y la crianza. Dialogando con Rosario Castellanos, Mary Shelley, Frida Kahlo, Ursula K. Le Guin, Luz Jiménez, Tina Modotti, Virginia Woolf, Simone de Beauvoir, Alice Munro o Margaret Atwood, la mirada lúcida de Barrera narra con honestidad el dolor, la angustia o la felicidad propios del embarazo y la lactancia, ese lugar del espacio-tiempo en que coexisten la luz y la oscuridad en el cuerpo de una mujer.

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Información

Año
2020
ISBN
9786078667635
IV

EL ÁRBOL DE NUESTRA CARNE

Los bebés necesitan padres alegres, decían en un documental sobre el desarrollo infantil. Me acaban de explicar que tienen que internar a mi madre, y yo juego con Silvestre mientras pienso eso: que los bebés necesitan padres alegres.
* * *
Por la noche sueño con la madrugada en que nací. No es un sueño, es más bien una visión en duermevela, en medio de un agotamiento absoluto. Siento que la oscuridad del cuarto es la oscuridad del vientre, y que yo soy pequeña, diminuta, y la cama es un par de manos que me sostienen cuando llego a otra oscuridad distinta.
* * *
Mi fragmento favorito de Pequeñas labores es uno en que Rivka Galchen dice que es cierto eso de que los bebés te dan un motivo para vivir. Pero también son un motivo para no morir, que prohíbe morirte. Y que hay días en que esto no se siente bien.
* * *
Me viene cada tanto a la mente la canción de “La Llorona”. Dice la leyenda que la Llorona es una madre que perdió a sus hijos, la Malinche, que llora por las calles y que grita “¡Ay, mis hijos!”. Pero en mi mente, la canción habla más bien de una bebé. Una bebé que llora mucho. Lo pienso también por ese verso: “Si ya te he dado la vida, llorona, ¿qué más quieres? ¿Quieres más?”. Y esa frase, “dar la vida”, que puede leerse a la vez como dar a luz o como regalar la vida propia. Pienso mucho en la lloro na, y en particular en esa otra variante del verso: “Te quiero más que a mi vida, llorona, ¿qué más quieres? ¿Quieres más?”.
* * *
Tina Modotti tenía treinta y un años cuando tomó la fotografía de Luz Jiménez amamantando a Conchita. Hacía cinco años que había llegado a México, siguiendo los pasos de su esposo Roubaix de l’Abrie Richey. Pero Robo, como lo llamaban, murió casi llegando a suelo mexicano, y Tina se fue y volvió entonces con su amante, el fotógrafo Edward Weston. En Italia, Tina trabajaba en una fábrica textil, antes de que la familia entera migrara a Estados Unidos. Allá fue modelo y actriz, y conoció a Edward Weston. Juntos decidieron escaparse a México, al México posrevolucionario, en plena ebullición.
En los retratos que le tomó Weston a Tina, en sus autorretratos también, es evidente la belleza que le dio la fama de mujer fatal. Tina se volvió aprendiz de Weston, pero muy pronto se alejó de sus parámetros estéticos sublimes y se acercó a la fotografía documental. Ahí estaba ya cuando fotografió a Luz Jiménez amamantando a Conchita, un par de años antes de abandonar la fotografía para concentrarse en la lucha política.
Por un problema en el útero, Tina nunca pudo embarazarse. No sabemos si detrás de sus imágenes de madres e hijos, en esa mirada, hay anhelo o alivio, pero sin duda hay curiosidad. En 1929 fotografió a una mexicana embarazada cargando con un solo brazo a un niño desnudo, y en 1930 tomó una foto muy similar de una alemana embarazada cargando a una niña. En las dos imágenes, como en la fotografía de Luz Jiménez, no vemos los rostros de las madres, y en estas dos tampoco vemos los rostros de los niños. Lo que interesa de nuevo es el gesto, el contacto físico, la fuerza, la comodidad, la seguridad, el cariño y el cansancio que hay en el vínculo corporal entre la madre –doblemente madre, por el embarazo– y el hijo.
* * *
Nos juntamos en casa de Laura con los niños, que siguen sin hacerse mucho caso pero ahora ya se observan largos segundos con intriga. Me cuenta que su hijo por fin duerme siete horas seguidas. Muero de envidia. Nos reímos al ver que los dos tienen esa obsesión con chuparse las manos. Me dice que su hijo ya agarró la mamila y ahora puede irse una noche a la semana a bailar tango.
Por un rumor, Laura se enteró de la verdadera razón por la que el ginecólogo se fue a Playa del Carmen. La amiga de una amiga suya tuvo un bebé en un parto que él atendió y el niño se murió. El doctor no hizo los exámenes a tiempo y no sabían que tenía el cordón umbilical enredado. Se me engarrotan las manos. ¿No se supone que no pasa nada con eso del cordón, que se desenreda cuando va naciendo y ya?, le pregunto a Laura, porque eso me dijeron las maestras del curso de preparto, que era un mito para programar más cesáreas. Laura pensaba lo mismo. Quizás es mentira, o quizás murió de otra cosa. Dice que la muerte del bebé coincide con el momento en que el doctor se fue del hospital, un par de semanas antes del parto de Laura, tres semanas antes del nacimiento de Silvestre. Todo el asunto del cambio repentino de hospital, de su mudanza a Playa del Carmen, suena a huida. Siento coraje y miedo. Se lo digo a Laura. Me asusto, a pesar de que los niños están ahí y están a salvo. Temo por algo que no ocurrió, algo que pudo haber ocurrido.
Nos quedamos en silencio. Vuelvo a pensar en el parto, en la falta de ultrasonidos al final del embarazo. Ese pudo haber sido mi hijo. Me imagino a la muerte sentada en silencio entre los doctores y las enfermeras que van y vienen en la sala de maternidad. Cerca de ahí, tan cerca como la vida. Compañera de juegos. Me da miedo que Silvestre sufra en todos los tiempos verbales: en el presente, en el futuro, en el pasado e incluso en el condicional perfecto: habría sufrido.
* * *
“Si me muriera ya está todo en orden. No sería grave. No me voy a morir sólo para no darle ese disgusto a mi hija”, dice mi madre en el hospital.
* * *
Diez años después de la fotografía de Tina Modotti y Luz Jiménez, la amiga de Tina, Frida Kahlo, pintó Mi nana y yo. Una mujer grande, morena, con la cara cubierta por una máscara negra está amamantando a una niña Frida con rostro de adulta. Brota leche de los dos senos, y en uno de ellos se transparentan las glándulas, como un racimo de flores blancas. En el cielo llueve una lluvia pálida como leche sobre el follaje verde, y también sobre esa hoja blanquecina, de savia lechosa.
La madre de Frida Kahlo no pudo amamantarla porque Frida nació once meses después de su hermana Cristina. Así que a Frida la amamantó una nodriza indígena. De esta anécdota surge la pintura, cuenta Frida en una entrevista. Frida misma nunca amamantó, porque todos sus embarazos terminaron en pérdidas, una de sus más grandes tristezas.
La mujer indígena en la pintura no tiene rostro porque representa una abstracción: la cultura indígena mexicana, de la que Frida se alimentó toda la vida.
No tiene rostro, porque Frida no recordaba el rostro de la mujer indígena que la amamantó. Es una especie de madre ignota.
Tiene máscara en vez de rostro, porque representa a Coatlicue, la diosa madre, la diosa de la tierra que amamantó a las estrellas, que brillan en el cielo como esa lluvia de leche.
No tiene rostro, como no tienen rostro la vida ni la muerte.
* * *
Los bebés nacen sin lágrimas. Los primeros meses lloran sin lágrimas. Quizá porque lloran tanto, sería poco práctico que estuvieran siempre mojados. Me resulta más angustiante ese llanto seco.
* * *
Los mexicas creían que los bebés que morían en sus primeros meses de vida se iban a un paraíso con un árbol nodriza, cubierto de hojas de las que manaba leche. El Códice florentino lo dice con estas palabras: “Se dice que los niñitos que mueren, como jades, turquesas, joyeles, no van a la espantosa y fría región de los muertos (al Mictlán). Van allá a la casa de Tonacatecuhtli; viven a la vera del árbol de nuestra carne. Chupan las flores de nuestro sustento: viven junto al árbol de nuestra carne, junto a él están chupando”. El árbol de nuestra carne. El árbol de nuestra carne.
* * *
Pocos meses antes de embarazarme, me volví vegetariana. No fue una decisión premeditada. Después de leer sobre las tragedias ambientales que causa el mercado de la carne roja, que por otro lado nunca me volvió loca, empecé a evitar comerla. Luego me empezó a dar asco la idea de comerla y un día, después de muchos meses, me di cuenta de que era vegetariana. Nunca profesaría ninguna superioridad moral por encima de los carnívoros, la decisión me parece muy privada. Pero tengo que admitir que me gustaba la idea, mientras estaba embarazada, de que la materia que formaba el cuerpo de Silvestre no viniera de cadáveres. Había algo simbólico y algo supersticioso en esta idea de mantener al menos sus primeros meses de vida lejos de esa forma de muerte y de violencia.
La verdad es que tampoco me costaba trabajo comer sólo vegetales. Mi madre es vegetariana desde niña y nunca me cocinó carne. La comía en otras partes, con mis abuelos y amigos. En nuestra casa nunca había carne.
El día que el oncólogo nos dio la noticia del tumor de mi madre lo primero que preguntó mi tía, indignada, fue “¿Pero por qué, si ella es vegetariana?”.
*...

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